Capítulo 15

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El cazador indicó la hora del almuerzo.
La lección había terminado.
Pasó por los corredores bajando la mirada al ver que Marisa, su compañera de clase, se cambiaba de pasillo al verlo.
Un alto niño, mayor que él, pasó a un lado empujándolo.
Cuando se volvió para retarlo, enmudeció y en cambio se alejó apenado sin exclamar ni una sola palabra.
Darío lo miró mientras se alejaba, consternado. Parecía que las últimas semanas la gente que antes lo podía atacar por pequeño o débil, ahora no se atrevía a tocarlo, y aquellos a quienes consideró amigos cercanos, ahora casi ni le hablaban.
Miró a la niña melancólico.
Desde aquél día en la reunión todos los demás niños lo veían con respeto, aunque él creía que más bien era con temor.
Seguramente pensaban que como cualquier niño mimado, correría con sus padres y tío si los demás no hacían lo que quería.– Y no era raro de pensarse. La mayoría era así, y mientras más joven se era, peor.
Su hogar era tan contradictorio a veces. Su madre ahora parecía más alejada de su padre que antes, al igual que la ausencia de su hermana y el hecho de que ahora pasaba más tiempo con su tío que con su propio padre.
Nadie le decía nada y ciertamente prefería no preguntar. Creía que con la edad entendería muchas cosas. O al menos eso es lo que siempre decían los adultos.
Siempre decían que con el tiempo se arreglaría, pero nadie parecía hacer nada en el ahora.
Darío no entendía como entonces se solucionaban las cosas. ¿Mágicamente un día simplemente su familia se uniría y todos los problemas se solucionarían?
Al mirar el enorme reloj de metal sobre la puerta, notando que hace más de quince minutos que debió salir, tomó con rapidez su maletín y se acercó a la salida.
La escuela donde era entrenado era en realidad una de las propiedades del mismo Horace, con gimnasios, salones y amplios jardines, comedor, así como salas simuladoras. La cual había pertenecido a su mismo abuelo y que ahora servía para entrenar a los más jóvenes. Era perfecta y muy completa, lo único que le faltaba eran dormitorios pues para los cazadores lo más importante eran la familia y al linaje y creían que todo niño debía vivir con o cerca de sus padres. No podía serse un buen cazador si no provenías de una larga línea sanguínea valiosa. 
Cruzó la acera, donde su madre siempre le esperaba.
Miró hacia todos lados, pensando que estaba retrasada.
Un joven corrió hasta él y le arrebató su bolsillo de piel.
El Niño se sobresaltó y lo miró con impotencia y rabia. Se lo había regalado su padre.
—¡Oye! ¡Devuélvelo!
El ladrón, que usaba una capucha, lo miró a una cuadra de distancia, rió juguetón y se metió en la equina, justo detrás de la casa.
Darío corrió hasta donde estaba.
Debería gritar y llamarle a algún adulto, más Horace siempre había dicho que debía librar su propias batallas, no creía que está fuera la excepción ¿o sí?
Armándose de valor, cruzó la esquina y le dio vuelta la casa.
Su bolso estaba arrumbado en el piso, de cabeza, con todas las cosas tiradas.
Su agachó a tomarlo y a guardar todo, cuando vio una sombra reflejada.
Levantó el rostro. Frente a él estaba un alto hombre con duras facciones, los ojos aguileños de un tono bastante azul, color rey. Su cabello era muy largo, de un brillante color blanco y sus ropas elegantes y costosas. Su nariz larga, acorde a su cara. Éste usaba los zapatos bien boleados y pulcros y desprendía un fresco aroma a maderas.
Lo miró inmóvil.
—Se te cayó esto.– dijo con una suave e hipnotizante voz, mientras le entregaba un cuchillo con un estuche de cuero que siempre cargaba en su mochila.
El Niño lo tomó.
—Gracias.— estiró la mano, pesando que era raro ver a tipos tan bien parecidos por esa zona. ¿Sería extranjero?
El hombre sonrió, mostrando su perfecta dentadura blanca.
—No deberías correr hacia el peligro. Eres tan pequeño...
Si cualquier persona le hubiera dicho aquello probablemente hubiera refunfuñado, pero aquél hombre lo decía con una simpleza y de una manera que incluso le parecía tierno.
—Pronto cumpliré seis años. Le enseñó seis dedos.
—Ya veo.– se tapó la boca. Sonrió mientras lo analizaba.
—¿Quién eres tú?
—¿Yo?— creía que eso se lo enseñaban en la escuela de cazadores.—Antes era un músico, solía tocar en la corte de una fina dama y para su familia. Ahora soy un poeta, conquistador. Algunos dicen que soy malvado, otros un desalmado. Soy muchas cosas, pero la realidad es que lo soy todo. Todo depende de la perspectiva. ¿Cuál es tu opinión, pequeño?
El Niño lo miró impresionado, con admiración mientras pensaba en su respuesta.
—No lo sé...
—¿Te gustaría averiguarlo?

Ocaso EscarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora