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  Escribí mi cita favorita en la tapa de la caja, una de Hawk Davies, una verdadera leyenda, y estoy escribiendo esta carta con ella como escritorio, así que puedo sentir a Hawk Davies fluyendo a través de cada palabra. La camioneta de la tienda del padre de Al traquetea, y por eso algunas veces la escritura me sale temblorosa, así que mala suerte para cuando lo leas. Llamé a Al esta mañana y nada más decirle: «¿Sabes qué?», él me respondió: «Me vas a pedir que te ayude a hacer un recado con la camioneta de mi padre». —Eres bueno adivinando —le dije—. Has estado cerca. —¿Cerca? —Bueno, sí, es eso. —Está bien, dame un segundo para buscar las llaves y te recojo. —Deberían estar en tu chaqueta, de anoche. —Tú también eres buena. —¿No quieres saber cuál es el recado? —Me lo puedes decir cuando llegue allí. —Quiero contártelo ahora. —No importa, Min —aseguró. —Llámame la Desesperada —le dije. —¿Cómo? —Voy a devolverle las cosas a Ed —anuncié tras un profundo suspiro, y entonces Al suspiró también. —Por fin. —Sí. Mi parte del trato, ¿no es así? —Cuando estuvieras lista, sí. Entonces, ¿ha llegado el momento? Otro suspiro, más profundo pero más tembloroso. —Sí. —¿Te sientes triste? —No. —Min. —Está bien, sí. —Está bien, tengo las llaves. Dame cinco minutos. —Está bien. —¿Está bien? —Es que estoy leyendo la cita de la caja. Ya sabes, la de Hawk Davies. Las intuiciones se tienen o no se tienen. —Cinco minutos, Min. —Al, lo siento. Ni siquiera debería... —Min, no pasa nada. —No tienes por qué hacerlo. Es solo que la caja es tan pesada que no sé... —Está bien, Min. Y por supuesto que tengo que hacerlo. —¿Por qué?

Al suspiró al otro lado del teléfono mientras yo continuaba mirando la tapa de la caja. Echaré de menos ver la cita cuando abra el armario, pero a ti no, Ed, a ti no te echaré ni te echo de menos. —Porque, Min —respondió Al—, las llaves estaban justo en mi chaqueta, donde has dicho que estarían. Al es una persona buena de verdad, Ed. Fue en su fiesta de cumpleaños donde tú y yo nos conocimos, aunque no es que él te hubiera invitado, porque entonces no tenía ninguna opinión sobre ti. No os invitó ni a ti ni a nadie de tu pandilla de deportistas gruñones a la celebración de sus amargos dieciséis. Yo salí temprano del instituto para ayudarle a preparar el pesto de diente de león, elaborado con queso gorgonzola en vez de parmesano para añadirle un extra de amargor y servido con ñoquis de tinta de calamar de la tienda de su padre. También mezclé una vinagreta de naranja sanguina para la macedonia de frutas y cociné aquella enorme tarta de chocolate negro con un 89 por ciento de cacao en forma de gran corazón oscuro, tan amarga que no pudimos comérnosla. Tú simplemente te presentaste sin invitación, acompañado de Trevor, Christian y todos esos para esconderos en un rincón y no tocar nada, excepto unas nueve botellas de cerveza Scarpia's Bitter Black Ale. Yo fui una buena invitada, Ed, tú ni siquiera le deseaste a tu anfitrión un «amargo cumpleaños», ni tampoco le llevaste un regalo, y por eso rompimos.

Estas son las chapas de las botellas de Scarpia's Bitter Black Ale que tú y yo nos bebimos en el jardín trasero de Al aquella noche. Recuerdo las estrellas brillando con destellos punzantes y nuestro aliento condensado por el frío, tú vestido con la cazadora del equipo y yo, con esa chaqueta de punto de Al que siempre cojo prestada en su casa. La tenía preparada, limpia y doblada cuando le acompañé al piso de arriba para darle su regalo antes de que llegaran los invitados. —Te dije que no quería ningún regalo —protestó Al—. Que la fiesta era suficiente, sin el obligatorio... —No es obligatorio —le aseguré repitiendo la palabra que ambos habíamos aprendido en primer curso con las mismas tarjetas de vocabulario—. Encontré algo. Es perfecto. Ábrelo. Tomó la bolsa que yo le alargaba, nervioso. —Vamos, feliz cumpleaños. —¿Qué es? —Lo que más deseas. Eso espero. Ábrelo. Me estás volviendo loca. Crujido de papel, crujido de papel, ras, y Al lanzó una especie de grito ahogado. Fue muy satisfactorio. —¿Dónde has encontrado esto? —¿No se parece, mejor dicho, no es exacta a la que el chico lleva en la escena de la fiesta en Una semana extraordinaria? —le pregunté. Al sonrió mirando la delgada caja. Era una corbata, de color verde oscuro y con un moderno bordado de diamantes en hilera. Llevaba meses en mi cajón de los calcetines, esperando. —Sácala —le insté—. Póntela esta noche. ¿No es exacta? —Cuando sale del Porcini XL10 —añadió él, pero mirándome a mí. —Tu escena preferida de la película. Espero que te guste. —Por supuesto, Min. Me encanta. ¿Dónde la has encontrado? —Me fui de extranjis a Italia y seduje a Carlo Ronzi, y cuando se quedó dormido me colé en su archivo de vestuario... —Min. —En un rastrillo. Déjame que te la ponga. —Puedo anudarme yo mismo la corbata, Min. —No en el día de tu cumpleaños —jugueteé con el cuello de su camisa—. Con esto puesto te van a devorar. —¿Quiénes? —Las chicas, las mujeres. En la fiesta. —Min, van a venir los mismos amigos de siempre. —No estés tan seguro. —Min. —¿No estás preparado? Yo sí. Joe ha quedado totalmente atrás y aquel rollo del verano está olvidado. Y tú. Lo de la chica de Los Ángeles parece que fue hace un millón de años... —Fue el año pasado. En realidad, este año, pero el curso pasado. —Sí, y hemos empezado el tercer curso del instituto, la primera cosa importante que nos pasa. ¿No

estás listo? ¿Para una fiesta y un romance y Una semana extraordinaria? ¿No tienes hambre, no sé, de...? —Tengo hambre de pesto. —Al. —Y de que la gente se divierta. Eso es todo. Es solo un cumpleaños. —¡Son los amargos dieciséis! Me estás diciendo que si una chica se parara en un Porcini lo que sea... —Vale, de acuerdo, para el coche sí estoy preparado. —Cuando cumplas veintiuno te compraré el coche —le dije—. Esta noche toca la corbata y algo... Al suspiró, muy lentamente, mirándome. —No puedes hacerlo, Min. —Puedo encontrar lo que tu corazón desea. Mira, lo hice una vez. —Es el nudo de la corbata lo que no puedes hacer. Parece que estás trenzando un cordón. Déjalo. —Vale, vale. —Pero gracias. Le arreglé el pelo. —Feliz cumpleaños —dije. —La chaqueta está ahí para cuando tengas frío. —Sí, porque yo estaré acurrucada en algún lugar ahí fuera mientras tú disfrutas de un mundo de pasión y aventura. —Y de pesto, Min. No te olvides del pesto. En el piso de abajo, Jordan había colocado la amarga combinación en la que habíamos trabajado como burros y Lauren se paseaba con una larga cerilla encendiendo velas. La sensación era de «Silencio en el plató», apenas diez minutos en los que todo chisporroteaba pero nada sucedía. Y entonces la puerta con mosquitera se abrió con un silbido y Mónica y su hermano y ese chico que juega al tenis entraron con vino que habían birlado de la fiesta de inauguración de la casa de su madre —aún envuelto en un estúpido papel de regalo—, subieron la música y la celebración dio comienzo. Yo guardé silencio sobre mi misión, aunque continué buscando a alguien para Al. Pero aquella noche las chicas no eran las adecuadas: con purpurina en las mejillas o demasiado nerviosas, sin ningún conocimiento sobre películas o ya con novio. Y se hizo tarde y el hielo se había convertido casi todo en agua en el gran recipiente de cristal, como los restos de los casquetes polares. Al no dejaba de decir que no era el momento de la tarta y entonces, como una canción que ni siquiera recordábamos que estuviera en la selección musical, irrumpiste en la casa y en mi vida. Parecías fuerte, Ed. Supongo que siempre has sido así: los hombros, la mandíbula, los brazos impulsándote a través de la habitación, tu cuello, donde ahora sé que te gusta recibir besos. Fuerte y duchado, seguro de ti mismo, incluso amable, aunque no ansioso por agradar. Inmenso como un grito, bien descansado, en buena forma física. He dicho duchado. Guapísimo, Ed, es a lo que me refiero. Lancé un grito ahogado como el de Al cuando le di el regalo perfecto. —Me encanta esta canción —dijo alguien. Seguramente haces siempre lo mismo en las fiestas, Ed: un lento y desdeñoso recorrido de habitación en habitación saludando a todo el mundo con un movimiento de cabeza y los ojos fijos en tu siguiente destino. Algunas personas te lanzaron miradas desafiantes, varios chicos chocaron los cinco contigo y Trevor y Christian estuvieron a punto de bloquearles el paso como guardaespaldas. Trevor estaba realmente borracho y le seguiste cuando se escabulló por una puerta lejos de las miradas; yo me obligué a esperar hasta que sonase de nuevo el estribillo de la canción antes de ir a ver.   

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now