Pero entonces soltaste un ronquido como nadie podría simular, así que me quedé en el umbral, contemplando cómo dormías. Esperé solo para verte en aquella especie de paz, deseé estar a tu lado, que despertaras lentamente, o sobresaltado, o solo a medias y te girases o volvieras a dormirte o murmuraras mi nombre. Quería mirarte para siempre, o dormir a tu lado para siempre, o dormir para siempre mientras tú despertabas y me mirabas, bueno, algo para siempre. Quería besarte, alborotarte el pelo, reposar tres yemas de mis dedos sobre el hueso de tu cadera, cálido y suave, despertarte de ese modo o calmarte para que volvieras a dormir. Contemplarte desnudo mientras descansabas, cubrirte con una manta, aunque no hay suficiente tinta ni papel para enumerar todo lo que ansiaba. Además, no podía quedarme mucho tiempo, así que bajé las escaleras hasta donde Joan me esperaba con una especie de sonrisa. —Está dormido —dije. —Le has agotado con tus aventuras —respondió alargándome el azúcar y unos libros—. Hasta pronto, Min. —No le he dejado una nota ni nada —exclamé. —Mejor —resopló—. Detesta leer. —Pero dile que me llame. —Se lo diré. —Quédate con el azúcar. —No, Min, llévatelo a casa. Si no, lo utilizaré para algo y tendréis que robar más y acabaréis en chirona y todo será culpa mía. La expresión me hizo sonreír, «en chirona». —Pero tú me sacarías, ¿verdad? —le pregunté—. ¿Le volverías a prestar el coche a Ed para que escapáramos? Eh, espera, tengo mi jersey en el coche. Salimos juntas bajo la llovizna, ella abrió el coche y me alargó el jersey. En ese momento, tenía un buen montón de cosas en las manos, estaba lejos de casa y no había nadie que me ayudara a llevarlas. —Hasta luego, Min. —Adiós —me despedí. Fue violento y equivocado, estar cargada de aquel modo mientras Joan regresaba rápidamente hacia la puerta trasera. —Gracias por el libro. Aunque, por alguna razón, quería decir «Lo siento». Cerró la puerta. En el autobús, con todos mis bártulos apilados en el asiento contiguo como un inventario, repasé aquel carísimo libro, que me pareció menos atractivo al contemplarlo en solitario. Y apretado en mi mano encontré este paño, con el aceite de los aros de cebolla en círculos indelebles sobre el tejido. Me lo quedé, en vez de devolvérselo a Joan en mi siguiente visita, aunque no sé por qué. Recuerdo cada uno de los platos que preparaba esperando a su hermano, todos crujientes, sin quemar, tan sencillos en su elaboración como parecían. Su vida elegante, la manera en que se preocupaba por los habitantes de su casa. Y esos rastros en la tela que contemplé de camino a casa antes de sentarme tranquilamente con mi madre, amigas por una vez, acompañadas de un té Earl Grey y tostadas. Tuve ganas de llorar un poquito al doblar el trapo para guardarlo en el cajón, sin saber si aquellos grandes círculos parecían una boca sonriente, una luna brillante, una burbuja elevándose o simplemente lo que veo ahora, un cuadrado con ceros escritos en tinta invisible de la cocina. Pensé que se trataba de una cosa, pero era otra: cero, cero, cero, sola en el autobús mientras tú dormías en la habitación que había tenido que abandonar, y por eso rompimos.
Y mi paraguas, lo extravié aquel día, ¿dónde está? Sé que lo llevaba por la mañana. Si lo tienes tú, Ed, devuélvemelo, porque me siento perdida sin él en los días lluviosos, aunque ahora estamos en diciembre, así que toca nieve, eso dicen, y un paraguas en una tormenta de nieve es ridículo, como un cinturón de seguridad si no estás en un coche, o un casco si no vas en bicicleta. Lo necesito igual que un pez, una bicicleta o comoquiera que sea el dicho, igual que el café tiene que tomarse solo, igual que a una virgen le hace falta un novio. Hay tantas cosas que nunca recuperaré...
Seguramente, te estarás preguntando cuánto tiempo se tarda en llegar a tu casa. ¿Es que Al está conduciendo la camioneta de la tienda de su padre hasta Bolivia para luego dar la vuelta y regresar? ¿Todas estas páginas las he podido escribir en un recorrido tan breve, incluso con tráfico? Y la respuesta, Ed, es Leopardi's. Nunca te llevé a Leopardi's, la cafetería que ocupa el primer lugar en mi lista de favoritas, la mejor, un desvencijado palacio italiano con paredes de color rojo intenso, pintura descascarillada y fotografías que cuelgan torcidas en las que aparecen hombres con la piel oscura, el pelo en grandes y elegantes ondas y unas sonrisitas bonachonas dirigidas a sus señoras y a una cafetera exprés parecida a un brillante castillo de científico loco, humeante, reluciente, con pitorros por todas partes que se curvan hacia arriba y hacia fuera, formando un retorcido nido metálico bajo una severa águila metálica que permanece encaramada en lo alto, como acechando a una presa. Se necesita toda esa máquina, con esferas y tubos y un montón de paños blancos cuadrados que el personal utiliza con maestría, para elaborar unas diminutas tazas de café tan intenso y negro como las tres primeras películas de Malero, en las que aparece un mundo anguloso y parpadeante. Maldita sea, adoro ese café. Si le añadiera mucha leche y tres azucarillos, el águila descendería volando y me abriría la garganta con las garras antes de que pudiese dar un sorbo, pero, ¿sabes qué, Ed?, esa no es la verdadera magia del sitio. El encanto de Leopardi's que sentí la primera vez que Al me lo enseñó, cuando su primo trabajaba allí y nosotros estábamos en el colegio, es el absoluto silencio de ese local de techos altos, la posibilidad de meditar sin ser interrumpido por nada, excepto las enormes y siseantes nubes de vapor y el tintineo de las monedas en la caja registradora. Te dejan a tu aire, te permiten murmurar o reír o leer o discutir o lo que sea en cualquier rincón en el que estés sentado. No te limpian la mesa, ni se aclaran la garganta, ni dicen nada excepto prego, de nada, si tú dices gracias, grazie. No se fijan o simulan no fijarse en ti, aunque termines el último sorbo de tu café y sueltes la taza de golpe por algo que tu exnovio te hizo, por el mero recuerdo de lo que te hizo. Puedes romper el platillo en dos, y no dicen nada. En Leopardi's, imaginan que ya tienes suficientes problemas. Deberían enseñar a mi madre, a la madre de todo el mundo, cómo dejar a las personas a solas. Era el lugar perfecto adonde Al podía llevarme cuando íbamos acercándonos a tu casa y esta carta no estaba ni mucho menos terminada, así que arrastré la caja dentro sin que ningún camarero de Leopardi's, con sus perfectos bigotes y mandiles, dijera una sola palabra del golpe que produjo en la mesa contigua, ni de cuánto tiempo llevaba sentada escribiéndote. Esta es la botella de Pensieri. Nunca te hablé de Leopardi's y nunca te conté la noche que pasé consiguiendo el Pensieri, esta misma botella, mientras tú —¡ja!— atendías tu asunto familiar, aunque tampoco me lo preguntaste. Nunca te lo conté. Como muchas otras cosas, Ed. Así que permíteme que te relate una parte. La tarde estaba bastante avanzada, suficiente té y suficiente madre, cuando finalmente el agua de la ducha arrastró el Boris Vian Park de mi cuerpo y me senté en mi propia habitación como si hiciera cien años que no estaba allí, la mochila aún sin abrir desde el viernes y el banderín todavía enrollado sobre el escritorio desde el partido. Recogí algunas cosas, todavía envuelta en la toalla, restregué el café del cuello de mi camisa y, esperanzada, la tendí en la barra de la ducha, y puse algo de música, aunque la quité porque todo me sonaba mal; Hawk Davies era lo único que quería y no tenía. Luego hice algo que me avergonzaba hacer: coger el teléfono y llamar a Al. Me desplomé sobre la cama
mientras esperaba a que contestara y abrí Cuando las luces se apagan, breve historia ilustrada del cine. —¿Dígame? —Si existe alguna película que, con elegancia e imaginación, profundice en las violentas y delicadas verdades sobre el corazón humano —respondí—, este humilde crítico aún no la ha descubierto. El suspiro de Al restalló en el auricular. —Hola, Min. —Dos pares de zapatos, ignorada blandamente tras su estreno, menospreciada e incluso desechada en ocasiones por el director, ha surgido poco a poco, igual que una isla volcánica que se eleva en el océano, para ocupar el lugar que le corresponde como destacado punto de referencia en el horizonte de la historia del cine. —Por favor, dime que estás leyendo en alto de algún sitio, porque de otro modo sería excesivo incluso para ti. —Cuando las luces se apagan, breve historia ilustrada del cine. Vamos a verla esta noche. —¿Qué? —Dos pares de zapatos. Vamos, me pasaré por Limelight y la buscaré. Tú lo único que tienes que hacer es preparar las palomitas y ponerte unos pantalones. En una ocasión, bien entrada la noche, Al me confesó que cuando hablábamos por teléfono solía pasearse por la habitación en calzoncillos. Una mañana temprano, cuando aún estaba medio dormido, hicimos el trato de que nunca se lo contaría a nadie si podía burlarme despiadadamente de su confesión por siempre. —Min, ¿sabes qué hora es? —Las cuatro y media. —Las cinco menos cuarto —replicó él—. Del sábado. Me estás llamando para hacer planes para el sábado por la tarde cuando el sábado por la tarde ya ha empezado. —No seas cascarrabias, como lo eres algunas veces. —Me molesta cuando supones que no tengo nada que hacer. No ando por ahí como un alma en pena mientras tú juegas a los novios. A veces, Al reacciona de esta manera. Petulante: otra palabra de nuestras tarjetas de vocabulario. Aunque soy capaz de manejar la situación. —Al, soy y o quien no tiene plan. Vamos a ver una película o, por favor, por favor, deja que me acople a lo que quiera que tengas en mente. —¿Qué ha hecho Ed? —¿Cómo? —Que qué te ha hecho. Mi cuerpo se ruborizó ligeramente al recordar el sauce llorón. Nunca le he dicho a Al que a menudo hablo con él envuelta en una toalla. —Nada, solo está liado con un asunto familiar. —Me dijiste que tenías un fin de semana atareado. —Al, por favor. No tengo nada. A lo que quiera que vayas a hacer, llévame contigo. Un espectáculo de camiones monstruo, inventario en la tienda de tu padre, una sesión de morreo con Christine Edelman, lo que sea. Eso le hizo reír. Probablemente, nunca te hayas fijado en Christine Edelman, está en nuestra clase de Literatura y parece una luchadora profesional.
—Estoy libre —admitió Al—. No tengo ningún plan. Soy el típico perdedor. —Solo querías hacerme sufrir. —¿Para qué sirve la amistad? —dijo empleando nuestra versión de ¿Para qué están los amigos? —Estupendo, llevaré la película. —Sacaré a Christine a hurtadillas por la puerta trasera. —Puaj. —¿Por qué crees que estoy en calzoncillos? —¡Puaj! Nunca te conté nada de esto, Ed. Nunca me preguntaste qué hice aquella noche, ni cómo me las arreglé para conseguir el Pensieri. Nunca te dije que Al no solo había preparado palomitas, sino también polenta con chuletas de cordero y espárragos para hacerlos a la parrilla por si acaso no había cenado, y así era, y que tenía un restillo, solo un restillo cerca de la oreja, de crema, como si hiciera cinco minutos que se había afeitado. Yo llevé la película y ropa inadecuada. —Hola —dije al entrar—. ¿Qué estás escuchando? —Mark Clime —respondió Al—. Live at the Blue Room (En directo desde la habitación azul). Es de mi madre. —Me gusta —dije—. Tiene el mismo estilo... ¿te he contado lo de ese tipo al que he estado escuchando últimamente, Hawk Davies? Me encanta. Al me sonrió con expresión divertida. —Sí, me lo has contado, Min. —Ah, claro. La hermana de Ed... —Joan. —Joan, ella me habló de él. Me ha prometido que me lo prestará, pronto. Te lo copiaré a ti también. —Vale. Entonces, ¿cómo fue el partido? —¿Qué? —Baloncesto. A lo que juega tu novio. —Ah, vale, vale. Bueno, bien. —¿De verdad? Al estaba preparando esa bebida que nos gusta y que se hace machacando en el fondo de un vaso largo menta y un sirope de limón italiano que viene en una botella de cristal redonda y amarilla, para luego añadir hielo y un agua con gas italiana de importación que sus padres guardan en casa como la mayoría de la gente tiene leche. —Bueno, no —admití. Dios, es un combinado bueno de verdad, aunque nunca hemos decidido cómo bautizarlo—. Fue aburrido y ruidoso. A ti puedo contártelo, ¿no? —Puedes contarme cualquier cosa. —Pues fue aburrido. Aunque Ed se mostró amable, e incluso la hoguera, y lo de después, estuvo bien. —¿Lo de después? —Ajá —respondí. Di un largo trago y el hielo me golpeó un poco la nariz. De repente, una pregunta inesperada que no tenía cabida en aquel momento invadió mi mente, una pregunta sobre ti, Ed. Al acababa de decírmelo, «Puedes contarme cualquier cosa», y estaba esperando que le dijera algo mientras abría el horno para echar un vistazo a la comida, sin razón alguna, ya que el cordero y los espárragos descansaban en sus bandejas con las luces encendidas. Pero no pude formularla. No pude emular a esos directores japoneses que dedican un rato largo, largo a mostrar una flor en la pantalla, una gota de agua sobre una
mesa negra avanzando hacia ningún sitio, una telaraña iluminada por la luna que no tiene nada que ver con la trama, una imagen que está ahí únicamente porque les gusta, y les gusta que no encaje con el resto. Mi pregunta no se correspondía con la fiel cocina de Al, con mi amigo, que se estaba limpiando la mano en el paño que llevaba enganchado al cinturón, como siempre, así que bajé la mirada hacia sus zapatos, con los ojos cerrados, como si estuviera simplemente disfrutando de la música, hasta que Al me preguntó si me encontraba bien, y yo abrí los ojos con alegría, mucha alegría, y respondí que sí, que por supuesto que estaba bien. Cogimos los platos y nos sentamos a ver la película. Una chica conoce a un chico, Ed, y todo cambia, o eso dice ella. Pide un café y, en voz baja, asegura que le sabe distinto. El cielo tiene un aspecto triste, dice, aunque ella no se siente así y piensa que el mundo ha cambiado. —Min, no entiendo nada. ¿Cuándo va a pasar algo? —No te gusta —dije—. Podemos quitarla si quieres. —No tengo opinión al respecto. —Al. —¡No la tengo! Es solo que no entiendo nada. —Cinéma du moment, así lo llaman. Cine del instante. No te gusta. —No me eches la culpa a mí, Min. Es a ti a quien no le gusta y quieres quitarla, pero te sientes incómoda por lo que pone en ese libro, Cuando la oscuridad... —Cuando las luces se apagan. No es por eso por lo que me siento incómoda. —Entonces te sientes incómoda por la misma razón que yo, porque durante cuarenta minutos hemos estado viendo a esa chica francesa deambular y pensar cosas. Mira, vuelven a pasar los coches. ¿Estás segura de que es esta película? —Dos pares de zapatos. —No la entiendo. —No te gusta. —No tengo opinión al respecto. Quité aquella mierda de película. Ed, así éramos nosotros, Al y yo. Nunca lo entendiste y yo nunca te conté realmente cómo funcionaba. La madre de Al nos comparó una vez con un viejo matrimonio y se rio cuando Al dijo: «Bueno, mamma, tú debes de saberlo». Le miré —nunca te conté esto, Ed—, apilando los platos, de nuevo con la música puesta, preparándome otro lo que sea de limón. Mi pregunta restalló de nuevo en el aire, como electricidad a nuestro alrededor, aunque Al no supiera de qué se trataba. Ignoro de dónde vino. En los panfletos que nos reparten nos animan a hablar con nuestros padres o con un cura o un profesor de confianza o un amigo. Pero no hay nadie adecuado en esa lista, ya que los padres son parte del problema, un profesor diría: «Hay conversaciones que no me está permitido tener contigo» y la mayoría de los amigos se chivaría a sus otros amigos igual que un cura se lo cotorrearía a Dios. Así que te quedas solo, o con una única persona a la que contárselo, mi amigo Al. Así que se lo cuentas, algo injusto e incómodo, únicamente porque tienes que hacer la pregunta, y por eso le dije a mi amigo Al, qué idiota, si podía preguntarle algo. —Claro —respondió trasteando con los platos. —Es algo personal. Al cerró el grifo y me miró desde la puerta con el paño sobre el hombro. —Vale. —Me refiero a que no se trata de que tenga la regla o de que mis padres me peguen, sino de algo personal. —Sí, es duro cuando tus padres te pegan y además tienes la regla.
—Al. —Min. —Es sobre sexo. La casa se sumió en el silencio igual que cualquier habitación ante la palabra sexo, e incluso los músicos de jazz se inclinaron hacia delante con la esperanza de escuchar a través de los altavoces mientras continuaban tocando. —Cerveza —exclamó Al, una reacción que me sorprendió—. La necesito, ¿quieres una? Mis padres tienen algunas Scarpia's, nunca se darán cuenta. —Al, ya sabes lo mío con la cerveza. —Te conozco, te conozco —se inclinó dentro del frigorífico abierto y cogió una botella, la abrió con el paño y tiró la chapa, algo impropio de él, dentro del fregadero. Dio un largo trago. —Si no quieres hablar de ello... —dije. —Está bien —respondió, y se sentó a mi lado en el sofá. La Scarpia's burbujeó, la banda continuó tocando. —No se lo puedo preguntar a nadie más. —Está bien. —Realmente no puedo. Y somos amigos. —Sí —dijo dando otro trago. —Así que no flipes. —Vale. —No lo hagas. —He dicho que vale. —Porque necesito preguntárselo a alguien. —Min, esto se está convirtiendo en una película en la que repites eso una y otra vez. Simplemente pregunta lo que... —Yo... —dije— ¿qué piensas de dejar de ser virgen? Al se enderezó y colocó la cerveza sobre la mesita. —Entonces, ¿me estás diciendo que...? —No —repliqué—. Lo soy, todavía. —Porque eso sería rapidez. —Vale —dije—. Tal vez acabas de responderme, supongo. —Min, ha sido solo un comentario. —No, no, tienes razón. —Han pasado solo un par de semanas, ¿no? —Sí. Y no lo he hecho. Pero tú pensarías... —No tendría opinión al respecto, Min. —No me vengas con esas. Has dicho rapidez. —Bueno, sería así. —Rapidez es una opinión. —No, Min —Al apuró la cerveza, pero mantuvo la mirada fija en ella—. Rapidez es un sustantivo. Nos sonreímos levemente. —Supongo que lo que estoy preguntando... —Creo saber lo que estás preguntando. No lo sé, Min. —Que si está bien, a eso me refiero. —Que si está bien no ser virgen, sí. La mayoría de la gente no lo es, Min. Para empezar, por eso
existe la gente. —Sí, pero... —sacudí la pierna sobre el sofá. No me preocupaban esas personas, pensé. Solo me preocupabas tú—. Lo que quiero saber —insistí— es lo que piensas tú. Tú eres un chico. —Sí. —Entonces sabes lo que piensas respecto a eso. Si una chica, ya sabes, digamos que os enrolláis en un coche, o en un parque. —Por Dios, Min. ¿En qué parque? —No, no, es solo una suposición. Por poner un ejemplo. —Vale, pero ¿qué tipo de coche? Porque si fuera el nuevo M-3... Le golpeé con un cojín. —¿Qué piensa la gente de eso? —¿La gente? —repitió Al. —Al. La gente diferente. ¡Ya sabes! —La gente diferente piensa cosas diferentes. —Ya lo sé, pero como chico. —A algunos chicos les gusta, supongo. Quiero decir que por supuesto. Es sexy, ¿vale? Otros pensarían cosas peores. Y algunas personas pensarían otras cosas, supongo, no lo sé, esto es ridículo, Min, no tengo opinión al respecto. —No es ridículo —repliqué—, no para mí. Al, lo que quiero saber es... y tú ¿qué? Al se levantó con mucho cuidado y sosiego, como si hubiera hecho añicos un cristal encima de él o llevase un bebé en brazos. Fui una estúpida, sí, una tonta y una idiota. Soy idiota, Ed, otra razón por la que rompimos. —Y yo ¿qué sobre qué? —dijo él. —Que qué piensas —respondí—, y no me digas que no tienes opinión al respecto. Al paseó la mirada por la habitación. La música se detuvo. —Min, supongo que lo que pienso del sexo es que quiero que me haga sentir bien. N o bien, olvídalo, sino a gusto. Feliz, que no sea solo echar un polvo en cualquier lugar. Ya sabes, no deberías hacerlo simplemente por hacerlo. Deberías querer al chico. —Le quiero —aseguré en voz baja—, quiero al chico. Al permaneció quieto un segundo. Suspiró sin hacer ruido, igual que cuando se desmenuza una galleta. —No quiero sonar como esa película que nos obligaron a ver —dijo—, pero, Min, ¿cómo sabes que no estás simplemente...? —Sé lo que piensas de él —le corté—, pero él no es así. Al sacudió la cabeza, con fuerza. —No tengo ninguna opinión sobre Ed. Es solo que..., dime algo, Min, si te apetece. Le quieres. —Sí. —Y ¿se lo has dicho? —Creo que lo sabe. —Así que no lo has hecho. Y ¿él ha dicho algo? —Al, no. —Entonces ¿cómo puedes..., cómo sabes que él...? Se lo conté. Nunca te lo dije, pero le conté a Al nuestros planes, lo que estábamos planeando para la actriz a la que habíamos seguido. No tenía el libro de cocina conmigo, ni el afiche, pero estuvo atento a lo del azúcar que robamos, el abrigo que te compré, las recetas perfectas para la fiesta. Al no quería
que le gustara, no quería entusiasmarse, pero no pudo evitarlo. —Apuesto a que sé dónde podríamos conseguir esas cosas para los huevos. —En Vintage Kitchen —respondí—. Eso había pensado. ¿Cuántos crees que necesitaríamos para hacer el iglú? —Podría salir caro —dijo él—. Si me enseñas la receta que encontraste... No puedo creer que llevaras a Ed Slaterton a Tip Top Goods. ¿Es que no hay nada sagrado? —Si te gustase levantarte temprano... —me quejé. —No me eches la culpa a mí. Y de nuevo, ¿cuándo es la fiesta? —El 5 de diciembre, porque, Al, ¿sabes con qué coincide? Con el aniversario, con el de Ed y mío, de nuestro segundo mes juntos. Al me miró de nuevo. —Esa es otra cosa que no le has dicho, ¿verdad? Por favor, dime que no. Porque algo que puedo asegurarte de los chicos es que a ellos, a nosotros, no nos gusta oír ese tipo de cosas demasiado temprano, con demasiada rapidez. No le hables a un tío del aniversario de vuestro segundo mes juntos. —Se lo dije —exclamé— y le encantó. Vaya idiota. Al me regaló un largo y lento parpadeo. —Supongo que es amor —dijo. —Supongo que sí —asentí—. Pero, Al, ¿qué piensas? —Que no quiero perderme esa fiesta —respondió—. ¿Crees realmente que vendrá? Quiero decir, si es ella. Es probable que... —Si la invitamos de la manera adecuada —dije yo— y si es ella. Pero la cuestión, Al, es que tú eres nuestra única opción para conseguir el Pensieri. —¿Qué? —Para las galletas. Debéis de tenerlo en la tienda, ¿no? Es raro e italiano. —Entonces, ¿todo lo necesario para las como se llamen con azúcar robado será robado? —Bueno... —Porque de ninguna manera mi padre va a darnos una botella de eso. Cuesta unos setenta y tantos dólares y se hace con unas ciruelitas raras o algo así. —¿Lo has probado? —Si lo hubiera probado, Min —dijo Al con suavidad y un suspiro—, habría sido contigo. Tú eres la única. —Entonces, ¿lo conseguirás para mí? ¿Para nosotros? Al miró su reloj. —De hecho, este sería un buen momento. Podemos utilizar la camioneta, tengo las llaves. —¿Te meterás en problemas? —Nah, ahora hago yo el inventario. Nunca se darán cuenta, nadie compra ese licor. —Gracias, Al. —Claro. —No —dije yo—. Me refiero a gracias. Por esta noche, por toda ella. Al lanzó un nuevo suspiro. —¿Para qué sirve la amistad? —respondió. Ed, te voy a contar para qué sirve la amistad, porque nosotros nunca fuimos amigos. Sirve para conducir a toda velocidad en medio de la noche, para eso sirve. Con las ventanillas bajadas y el aire cargado de lluvia golpeando nuestros rostros todo el camino hasta la tienda. Sirve para disfrutar de
una buena conversación, y para permanecer callados cuando llegamos. Sirve para tener una divertida discusión sobre cuál es la mejor película sobre un robo mientras nos colábamos en la tienda, y para reírse con la conclusión final: El gato Catty y el ladrón escalador, que vimos juntos en segundo y que nunca olvidamos. La capa mal animada de Catty Cat, el acento británico del malvado Doghouse Wiley, la canción de fondo, Catty Cat, Catty Cat, cape and boots and crazy hat, fighting crime, doin' fine, would you take a look at that (Gato Catty, gato Catty, con capa y botas y un extraño sombrero, luchas contra el crimen, acabas con los malos, ¿podrías echarle un vistazo a esto?), que íbamos cantando por los oscuros pasillos de la tienda mientras se proyectaban en nuestro camino sombras de extrañas botellas, aceites y cosas encurtidas de importación y cajas de pasta en forma de rascacielos, mientras los salamis colgaban como murciélagos dormidos cabeza abajo sobre la caja registradora, mientras las rayas de neón verde, rojo, blanco del reloj resplandecían sobre la foto de Al de bebé, enorme y descolorida, en la parte alta de la pared. Para esto sirve la amistad, Ed. Al bajó de la escalera de tijera, inclinándose tanto hacia mí que pensé, por un segundo temí, que me besaría, y deslizó esta botella fría y polvorienta entre mis manos. —Gracias, gracias, gracias. Agitó la mano como para quitarle importancia, pero luego dijo: —¿Puedo preguntarte algo? —Claro. Mira esta etiqueta. —Min, ¿por qué nunca habíamos tenido una conversación como esta? —¿A qué te refieres? —Bueno, saliste con Joe durante no sé cuánto tiempo, y nunca me preguntaste nada sobre la opinión de un chico. —Ya, pero Joe era como tú. Como nosotros. —No, no lo era. Al menos para mí. —Pensé que te gustaba. Al recogió la escalera. —Min, Joe era un cabrón manipulador. —¿Qué? —Así es. —Tú nunca... —Ahora puedo decírtelo. —Dijiste que no tenías opinión al respecto. Eso fue lo que dijiste cuando rompimos. —Sé lo que dije. —Entonces, ¿sabes lo que eso significa? Te he preguntado algo esta noche, y ahora es como si no supiera si puedo confiar en tu respuesta. —¿Cómo? —No digas ¿cómo? de ese modo. Al, estoy saliendo con Ed Slaterton. Creo que... te he confesado que le quiero y tú eres mi mejor amigo y necesito saber que no me estás mintiendo. —Vale ya. ¿Me dices eso cuando tienes en las manos una botella carísima que he robado a mi padre para tu plan? —Pensé que era nuestro plan —repliqué—. Al, ¿qué piensas de mi novio? Y no respondas que no tienes opinión al respecto. —Entonces no me lo preguntes, porque no le conozco. —No me mientas. No te gusta. —No le conozco.
—Es porque rompió aquel cartel, ¿verdad? Era solo un cartel, Al. —Min. —O por lo de la máquina de discos en Cheese Parlor, pero no puedes echarle la culpa de eso, porque vosotros, Lauren en especial, estabais totalmente... —Min, no. —Entonces, ¿qué? —¿Qué de qué? —¿Qué piensas de él? —pregunté con firmeza. —No me preguntes eso. —Te lo estoy preguntando. Y Ed, nunca te conté lo que Al respondió. No dijo que no tenía opinión al respecto, porque sí la tenía. Tampoco te conté que en ese instante la noche se hizo añicos, así que ahora apenas me queda nada que poner en orden: gritos fuera de la tienda, uno de los expositores que se viene abajo, la insistencia de Al con esa actitud que adopta cuando decide que esta vez no, ¡esta vez, no! ¡No! ¡No está equivocado! Lágrimas en el autobús, darme cuenta, maldita sea, de que no era el autobús correcto; Al, gritándome en el aparcamiento que no fuese idiota. Yo, comportándome como una idiota, dando un portazo al entrar en casa y despertando a mi madre. Al, enfadado y en silencio, la puerta de la tienda abierta y las luces encendidas para limpiar el desastre. Nada parecido a una película, nada agradable, decirle a mi estúpida madre que estaba con Al y que no tenía que preocuparse más, que nunca, nunca volvería a suceder. Dormirme. Llorar. Quitarme la ropa rápidamente, poner la botella con cuidado en el cajón, pero no cabía en él, así que tuve que coger una caja del sótano. Chillar a mi madre: «¡Nada!», llorar. Cerrar la puerta del sótano de un golpe, sonarme la nariz. Nunca te conté nada de esto. Vaciar el cajón dentro de la caja, refunfuñar en voz alta. Dormirme, llorar de nuevo, una pesadilla. Y luego sonó el teléfono por la mañana y eras tú, Ed. —Min, he intentado hablar contigo. —¿Cómo? —Anoche. Pero no pude... No cogías el teléfono, así que colgué. —Estaba con un amigo. —Vaya. Suspiré. —O un supuesto amigo... —Joan se ha ido —tu voz sonaba ronca—. Estará fuera todo el día y mi madre está en el centro. Quiero hablar contigo, ¿puedes venir? Juro que estaba en tu puerta, mirándote, antes de que hubiera colgado el teléfono. Parecías una piltrafa, con los ojos enfadados y sin dormir. Coloqué el Pensieri sobre la mesa, pero ni siquiera lo miraste mientras caminabas en círculos como si estuvieses frente a un tribunal, cocina-pasillo-salóncocina, sudoroso. Enloquecí al verte y cada mirada a tus ojos se convirtió en una respuesta, en una nueva victoria en la discusión con Al, con mi madre, con todo el mundo; eran todos unos mentirosos, todos y cada uno de ellos. —Oye, quiero disculparme por lo que hizo Joan —dijiste—. No podía creerlo cuando me desperté y te habías marchado. Casi había olvidado ese asunto, más o menos. —No pasa nada. Golpeaste una estantería con la mano.
YOU ARE READING
y por eso rompimos
Teen Fictionpaso este libro a wattpad, para los pobres como yo, que no podemos comprar el libro fisico :3 yo tambien los quiero <3 ahre