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  —Nooo —dijo él—, pero me soportas. Espero que lo vuestro dure mucho, de verdad, y si no, espero que no se convierta todo en un drama y una mierda. —Humm, gracias. —Y ahora no hagas pucheros —continuó terminando una cerveza y empezando otra—. Me refiero a que sois como esos dos planetas que se chocan en una película que vi en la tele cuando era pequeño, el de los habitantes azules y el de esos extraños tipos rojos. —Choque de planetas —dije—. Es una película de Frank Cranio. Al final son todos morados. —¡Sí! —gritó con una expresión en los ojos que alternaba el asombro con la alegría—. Nunca había encontrado a nadie que la conociera. —El Carnelian proyecta algunas películas de Cranio en diciembre —comenté—. Podríamos salir en parejas, ya sabes, con Ed y la chica con la que estés... —Ni en un millón de años —me cortó amablemente—. Ese cine es para maricas. —Y eso lo dices tú, que estás con un grupo de tíos que se encadenan entre ellos y bailan —contesté. —¡Yo no! —exclamó alzando el pie roto, y nos reímos con ganas, de manera escandalosa; yo incluso me apoyé en él, justo cuando tú llegabas con tu cadena de presos, todos con pijamas rayados y aros de plástico negros alrededor de los tobillos. Bajo tu endeble sombrero, apareció un rostro ruborizado y suspicaz. —¿Qué demonios haces, Trev? —preguntaste demasiado alto, y tiraste de mí. —Oye, oye —exclamó Trevor protegiendo su cerveza—. Solo hacíamos el ganso, Ed. Te estaba esperando. —Y ¿tú qué estabas haciendo, gilipollas? —le preguntaste—. ¿Me la estabas manteniendo caliente? —Hola, Ed, feliz Halloween, me alegro de verte —te saludé con énfasis, como una persona. Nunca había visto esa faceta tuya, ese estúpido vociferante con los ojos desencajados y la mano como una garra sobre mi hombro. No había visto nada de ti, pero no hacía tanto que te conocía, pensé. —Tío —dijo Trevor con una sonrisita que parecía preludiar el remate final—, no me acuses así. Sabes que todo excepto no es suficiente para mí. La cadena de presos al completo lanzó un «oh». Las lágrimas afloraron a mis ojos tan deprisa que fue como si las hubiera estado reservando para esa ocasión. Deseé ser Hitler, los habría matado a todos. —¡Min! —me llamaste con el enfado sustituido por el pánico, e incluso diste unos pasos hacia mí. Pero tu equipo estaba encadenado a ti, y no iban a permitir que me siguieses y lo arreglaras. No es que pudieses. Aunque lo hiciste. —¡Lo siente! —gritó uno de tus estúpidos compañeros, y se rio—. Nos hemos tomado todos un chupito de Viper para ensayar el baile, y a Slaterton siempre le vuelve gilipollas. —¡No me lo puedo creer! —exclamó Trevor con deleite, pero celoso—. ¿Habéis tomado Viper? ¿Dónde está dónde está dónde está? Me miraste con impotencia y entonces la fiesta se desató a nuestro alrededor igual que el pánico en Salida del último tren, como si los vagones iniciaran los festejos con su pesado y rechoncho zarandeo al ritmo de Soy el más grande. Marchaos al infierno, pensé, y allí estábamos, con todo convertido en una pesadilla repleta de gente horrible, gritos, luces intermitentes y más gritos, peor que una hoguera porque no había nada hermoso que mirar, solo el maquillaje brillante en las caras de la gente, las máscaras de caucho como animales atropellados sobre las cabezas de los chavales, los ajustados trajes de fulana de las chicas con la piel brillante por el sudor, el atronador zum-zum de quienquiera que llevara unos tambores, los ensordecedores silbatos colgados de los cuellos como sogas de neón y luego los cánticos rítmicos que se extendían entre la multitud cuando cada instituto, al pronunciar los

nombres de los distintos equipos —¡Eagles!, ¡Beavers!, ¡Tigers!, ¡Marauders!—, iniciaba una pugna de sílabas, igual que si las mascotas estuvieran luchando a muerte en el cielo. A continuación, los capitanes fueron izados sobre hombros de borrachos al tiempo que cada instituto gritaba el nombre de su héroe en competencia, ¡McGinn!, ¡Thomas!, ¡Flinty! y por encima de todos ¡Slaterton!, ¡Slaterton!, ¡Slaterton! Luego la cadena de presos subió al escenario dando zapatazos e inició su coreografía falsamente afeminada al ritmo de Amor encerrado, de Andronika, que sonaba en los altavoces como si ella también detestara aquella mierda, y después las carcajadas de la multitud, que me descubrieron que eras famoso incluso en otros institutos, mientras toda la cadena se bajaba los pantalones hasta la entrepierna en un grosero movimiento al unísono y sacaba unas botellas de Parker's al tiempo que la letra decía: «Bebámonos hasta la última gota». Incluso con los entrenadores simulando desaprobación, el lugar quedó asolado por el volumen de los gritos, que derribaron el aplausómetro de cartón que Natalie Duffin y Jillian iban girando como en un concurso, y ganaste, triunfante con tus vales de regalo, lanzando besos, haciendo extrañas reverencias con las piernas enredadas. Entonces Annette golpeó el escenario con sus cadenas, unas botas plateadas y una gran hacha de mentira, besó a todo el equipo, mua, mua, mua, deteniéndose un poco más contigo, y alzó su arma, rompió las cadenas y te liberó para que saltaras, emocionado y borracho, hacia la multitud vociferante, en la que te desvaneciste durante treinta y ocho minutos antes de que, por fin, volvieras conmigo, hermoso, radiante, maravilloso, sexy, un ganador nato. Te odiaba tanto. Mi rostro debió de ruborizarse como el de Amanda Truewell en Baile para olvidar cuando Oliver Shepard entra en el club nocturno con su inesperada e inocente esposa. Echando chispas, furiosa y herida, me sentí zarandeada por la multitud en movimiento y no tardé en quedar atrapada junto al palo de la portería con un tipo al que conocía a medias de clase y que me estaba contando la historia del problema con el vino blanco de la nueva esposa de su padre. Sabía que mi enorme enfado no tardaría en provocar algún efecto indeseado en cualquier momento y en cualquier lugar. Algo horroroso gruñó en mi interior mientras permanecía petrificada y perdida. La juerga siguió adelante, bullendo y contorsionándose con sus disfraces, hasta que por fin reapareciste mientras sonaba una canción aún peor y la multitud gritaba frenéticamente «¡Oye, oye, he dicho que bajes!» con el traje de rayas desabotonado y el pelo sudoroso. —Quiero decirte algo —exclamaste antes de que pudiera decidir cuál de las frases mordaces que había estado puliendo utilizar en primer lugar. Alzaste ambas manos delante de ti, las estiraste — tenías una línea de suciedad en una de las palmas—, como si estuviera a punto de empujar una roca hacia ti. Retrocedí mientras tú permanecías quieto, defendiendo tu posición en el estruendoso campo de batalla, y empezaste a contar con los dedos las veces que decías lo que estabas diciendo, ambas manos dos veces y casi las dos otra vez. Era lo único que podías decir, las palabras perfectas, eso aseguraste. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento.

Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. —Veintiséis veces —dijiste antes de que yo pudiera preguntarte. Todo el mundo estaba congregado a nuestro alrededor, o en cualquier caso rodeándonos, arremolinados como un ruidoso y terrible oleaje. La muchedumbre no aportaba demasiado al estruendo, algunos gritos, unos pocos silbidos. —Veintiséis —repetiste hacia la multitud, y diste un paso hacia mí. —No —exclamé, aunque no podía decidirme. —Veintiséis —dijiste—. Una por cada día que llevamos juntos, Min. Alguien lanzó una exclamación de sorpresa; alguien le mandó callar. —Y espero que algún día, cuando haga otra estupidez, tenga que decirlo un millón de veces porque ese sea el tiempo que haya pasado contigo, Min. Contigo. Dejé que te acercaras un paso más. El tío de clase se dio cuenta de que seguía allí boquiabierto, así que reaccionó y se desvaneció. Noté un temblor en el hombro y detrás de la rodilla. Sacudí la cabeza, paleando mi ira dentro de una tumba poco profunda a la espera de ser desenterrada en algún cambio de guión. Y además estaba tu hermosa figura, la manera en que te movías y me hablabas. No podía apartar la mirada. —Lo que sea —respondiste de forma genérica a algo que yo no había dicho—. Lo que sea, Min. Lo que sea, lo que sea. Si Willows estuviera abierto, se acabarían las flores porque las compraría todas. —Estoy enfadada contigo —dije por fin. ¿Cuántas hay, cuántas películas en las que el actor, o la actriz, se disculpa en público? Sería imposible verlas todas. —Lo sé —respondiste. —Sigo enfadada. Pero ya estabas junto a mí. Alzaste las manos hacia mi rostro y lo mantuviste entre ellas. No sé qué habría hecho si me hubieras besado, Ed, aunque sabías perfectamente cómo actuar. Simplemente me sujetaste de aquel modo, con tus manos cálidas sobre mis mejillas llorosas. —Lo sé. Es justo. —Realmente enfadada. Lo que has hecho ha estado mal. —Está bien.

La multitud seguía allí, aunque perdía interés. —No, no está bien —exclamé, como último recurso—. Sí. Ha estado mal. —Lo sé. Lo siento. Lo siento. —No lo digas veintiséis veces más. Con una bastaba. —¿De verdad? —No lo sé. —Lo que sea, Min. Lo que sea, pero dime algo. —No quiero decirte nada. —Vale, pero, Min, por favor. —Esto no está bien. —De acuerdo, pero ¿qué podemos..., cómo podemos empezar de nuevo? —No sé si quiero. Parpadeaste rápido, rápido, rápido. Tu mano se estremeció sobre mi rostro y de repente, pensé que ahora tendría la cara sucia. Y también, que no me importaba. No estaba bien, Ed, pero tal vez... —Dime cómo, Min. Lo que sea. ¿Qué puedo hacer, qué puedo..., cómo puedo hacer que quieras empezar de nuevo? No pude evitarlo. Pensé no, no llores mientras lo dices. Pero entonces, mierda, estás llorando a pesar de todo, y ha sido él el que te ha hecho llorar. Min, pensé, esto es amor, eso es lo que es. —Café —respondí entre lágrimas—. Café con mucha leche y tres azucarillos. Y me sacaste de allí rápido, rodeándome con los brazos y atravesando el campo de fútbol sin decir un solo adiós a nadie de la juerga. Nos enfrentamos al frío de la noche hasta acurrucarnos en el autobús, donde sujetaste de nuevo mi rostro y me susurraste palabras dulces con el ruido del motor de fondo, y luego entraste en In the Cups abriendo la puerta doble de un empujón para proclamar que como penitencia por haberte portado mal con tu verdadero amor, Min Green, te gustaría invitar a un café largo con mucha leche y tres azucarillos a todos y cada uno de los clientes de ese elegante establecimiento, que se reducían a un desconcertado señor mayor con un periódico que ya tenía café. Insististe en que el hombre fuera testigo de tu solemne promesa de que ni una sola gota de Viper volvería a tocar jamás tus labios. Y al regresar del baño con esta etiqueta dijiste, mira qué invitación tan chula para el espectáculo al que vamos a ir mañana, porque no te lo pierdas, actúa Carl Haig, el que solía tocar la batería con Hawk Davies, ese tipo que os gusta a Joanie y a ti. Estaba colgada en el tablón de anuncios, como clavada con chinchetas por el destino cerca del baño donde te habías arreglado el pelo y abotonado, y ya decente y sobrio me suplicaste que por favor fuera contigo porque me querías. —Quizá. —Oh, Min, por favor, no digas quizá de ese modo. —Vale, sí —respondí mientras el café se deslizaba en mi interior. Al subir al 6, me avergonzó asegurar que seguía enfadada por algo de hacía dos autobuses. Frente a nosotros estaba sentado un niño de los que van pidiendo caramelos en Halloween, con su padre, que repasaba algo frenéticamente en el teléfono. Unos absolutos extraños, pensé. Si seguía enfadada, entonces estaba sola el sábado por la noche, en Halloween y en el autobús.

—Sí, ¿de acuerdo? Pero todavía estoy enfadada. —Es justo —dijiste, pero no quería que sonrieras. —Todavía. —Ya me lo has dicho, Min. Y todavía lo siento, pero tenemos que avanzar. —Lo sé. —No, me refiero a que es nuestra parada. Es hora de bajarse. Y así lo hicimos, en dirección al cementerio, silencioso y acogedor en la fría oscuridad, sabiendo que aún nos quedaba el baile en aquella estúpida y horrible noche. Nuestros pies pisotearon e hicieron crujir la hierba en sombras. —¿Estás segura de que quieres ir? —Sí —respondí—. Mis amigos..., oye, yo he ido a tu historia. —Está bien. —Así que tú tienes que sufrir la mía. Lo que sea, eso has dicho. —Sí, vale. —Y me refiero a sufrir. Porque todavía estoy... —Lo sé, Min. Te ofrecí mi mano. Así resultaba un poco menos terrible caminar en silencio. Se oyó un susurro, en un extremo, pero me sentía segura allí, bajo la oscura luz que bañaba las tumbas, las cruces de piedra y las hojas muertas, me sentía casi bien. —¿Sabes qué? —dijiste con el aliento convertido en bruma—, pensé en este lugar para la fiesta. —¿Cómo? —La de Lottie Carson. Era la primera vez que recordabas su nombre. —Es agradable —dije. —Pero luego me di cuenta —continuaste— de que probablemente sería ofensivo, un mal lugar para celebrar un ochenta y nueve cumpleaños. —Es cierto —coincidí. Unos faros se pasearon desde la calle a través de los árboles y las lápidas permanecieron inmóviles bajo el resplandor, como un ciervo. Pude ver las fechas, la duración de aquellas vidas prolongadas y no lo suficiente largas. —Tal vez la entierren aquí —comenté—. Tendremos que visitarla, traerle flores, asegurarnos de que no dejen condones encima de su tumba. Apretaste mi mano con más fuerza y seguimos avanzando. Debiste de pensar en tu madre, Ed, y en dónde, en cuándo terminaría su vida. Y debiste de ser sincero, eso espero, en algunas de las cosas que dijiste a continuación. —Tal vez nos entierren a nosotros aquí —dijiste— y nuestros hijos nos visiten con flores. —Juntos —no pude evitar susurrar—. Juntos aquí mismo. Fue aquello tan hermoso, aquel momento tan encantador, lo que me arrastró de nuevo a tu lado, Ed. Nos detuvimos un instante y luego seguimos nuestro camino. La hierba era densa y nos soltamos las manos, pero seguimos juntos hacia el resto de la espantosa noche. El Scandinavian Hall tenía un aspecto horroroso, la misma mierda de siempre con desganados banderines revoloteando. Allí estaba la misma gárgola echando el mismo vapor con luz verde en la puerta, como un tío borracho. Entramos juntos, pero nadie se percató porque ya se estaba peleando alguien o tal vez era simplemente una mesa volcada, y luego, con una sonrisa avergonzada, saliste disparado, ansioso por encontrar un baño. Un abrigo yacía destrozado sobre una mesa. Caminé

parpadeando, aparté la mirada y pasé junto a Al, triste en su disfraz puramente malvado de payaso salpicado de sangre, sentado en silencio junto a Maria y Jordan, que iban vestidos de republicanos con manchas de grasa y pins de bandera. Nunca te conté lo que sucedió en el guardarropa, pero te lo diré ahora, porque no fue nada. Allí estaba colocado el ponche de frutas en un recipiente con un cartel en el que ponía ESPERANZA, pero si no miraba ningún vigilante, el chico que lo estaba sirviendo hacía girar la bandeja y aparecía a través de la cortina un recipiente idéntico con la versión alcohólica. Y el chico del cucharón era Joe. —Hola, Min. —¡Eh!, hola. —¿De qué vas? Sé que no puede ser de Hitler, pero lo parece. Suspiré. —De carcelero. He perdido el sombrero. Y ¿tú? —De mi madre. He perdido la peluca. —Vaya. —Sí, vaya. ¿Quieres ponche? ¿Del de verdad? —Sí —respondí. Tenía las entrañas alteradas a causa del café y la montaña rusa de acontecimientos de la noche. Me senté mientras me lo servía. —¿Estás disfrutando de Halloween? —me preguntó. —Jamás. —Brindaré por eso. Entrechocamos los vasos de plástico de un modo decepcionante. —¿Cómo te van las cosas? —¿Las cosas? —Supongo que quiero decir con Ed Slaterton. —Sí, pensé que te referías a eso —dije yo. —Bueno, todo el mundo habla de ello. —Échame más ponche —le pedí. Joe me hizo un favor. Ese fue el problema. —Así de bien, ¿eh? —comentó. —¿Cómo? —Que te está incitando a beber. —Supongo —exclamé bebiendo y gesticulando de manera exagerada—. Soy una viuda del baloncesto. —¿Tan mal va? —No, no. Pero algunas veces, ya sabes, es diferente. —Bueno, supongo que tú no te rindes al primer indicio de problemas —dijo, aunque no me miró mientras yo parpadeaba. —Sí que lo hago —fue lo más parecido a un lo siento que jamás le dije—. Y ¿qué pasa contigo? He oído que estabas con Gretchen Synnit. —No —dijo Joe—. Eso fue solo un rollo después de la última representación. Ahora salgo con la señorita Grasso. —Oh, estupendo. Aunque creo que las profesoras de gimnasia suelen ser lesbianas. —¿De verdad? —Bueno —dije—, me he acostado con todas.

—Por eso salgo con Grasso —contestó Joe—. Para estar más cerca de ti. —Cierra el pico. No me echas de menos. —En realidad, no —dijo él—. Aunque prometimos que seguiríamos siendo amigos. —Somos amigos —aseguré—. Mira, estamos teniendo una conversación extraña. Si eso no es amistad... —¿Qué tal un baile? —propuso, y se tambaleó hasta quedar en pie. Me di cuenta de que estaba muy borracho, pero ¿por qué no? Tal vez un baile era lo que necesitaba, un lugar hacia el que encauzar la ira. ¿Por qué no, por qué demonios no? ¿Por qué no levantarme de la tumba y meter un poco de miedo en vez de permanecer enterrada y muerta en el cementerio? Era Halloween y era Culture Vulture lo que atronaba en el Scandinavian Hall cuando Joe me condujo hacia la pista, moviendo el cuerpo. Joe adoraba esa canción, en la versión larga que solíamos escuchar en el suelo de su habitación con unos auriculares compartidos mientras mi mano descansaba sobre su estómago, por debajo de su camisa, algo que sabía le ponía a cien. Fue mi venganza espontánea, desabrocharme el disfraz por primera vez y enseñar el forro del abrigo olvidado por mi padre y también lo que llevaba debajo. Algo que había sido para ti, Ed, únicamente mi mejor sujetador. Girando, desafiante, ruborizada por el ponche. Y con el abrigo desabrochado. Podía sentir el aliento de Joe en la piel, el sudor que caía por mi cuello, la cadencia de la segunda estrofa. Y tú, por supuesto, esperabas fuera de la melodía, cohibido y sorprendido, y también Al, pretendiendo que no miraba, pero sin perder detalle mientras yo bailaba y fingía que no me daba cuenta. Joe se apretó tanto a mí que el sujetador amenazó con provocar un desastre y sentí los latidos de mi corazón, intensos y violentos, con las piernas desatadas, los brazos en alto hacia el maravilloso aire, el brillo de las luces en mis ojos, los labios abiertos al ritmo de la letra, y todos los pensamientos borrados de mi mente mientras la canción rugía, atronadora y libre. Olvídate de todo, es lo que sentí. Mándalo al infierno, patéale brutalmente el culo con los tacones, atrápalo y hazlo pedazos, el baile y la juerga, este desfile de horrores, mándalo al carajo y pasa a otra cosa. Compórtate de un modo distinto a como dicen que eres. Bailé y entonces lo conseguí, acabé con todo, atravesé la pista sin mirar atrás, ni siquiera a Joe, tampoco a Al, ni a Lauren, a Maria, a Jordan, a cualquiera de ellos, a ninguno, a nadie. Solamente a ti, lo único que merecía la pena conservar. La noche estaba avanzada, la canción había terminado, el último «Madness!» (locura) del cantante retumbaba, ness-ness-ness, y llegué a tu lado y encontré tus ojos, que me miraban con feroz asombro. Sabía quién eras, Ed Slaterton. Entonces, abrí la boca y te besé, por primera vez en toda la noche, me lancé sobre ti y me rendí por completo, y te pedí: salgamos de aquí. Estoy lista, estoy acabada, no quiero que rompamos, no, no. Llévame a casa, mi amigo, mi amor.  

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now