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   Lo intenté, lo intenté otra vez, agitando mi banderín como un rehén. Te di mi ánimo y ganasteis. El resultado fue mil millones a seis, algo que no resultó sorprendente. Ningún habitante de la tierra pasaría hambre y todos encontrarían el amor y la felicidad para siempre, ya que habíamos ganado, pero si hubiéramos perdido, nos habrían arrancado los ojos y nos habrían lanzado desnudos sobre brasas ardientes y serpientes venenosas, a juzgar por todas las felicitaciones y abrazos finales, extraños que se abrazaban como al término de El virus omega, cuando Steve Sturmine encuentra el antídoto. Los más afectuosos para ti, Ed, así que cuando dabas la vuelta de honor me di cuenta de que debería haber comprado flores y haberlas escondido en algún lugar para derramarlas sobre ti, ahora que los Beavers habían ganado y salvado a toda la humanidad, según opinaba todo el mundo excepto la chica bohemia y aplastada por el aburrimiento que estaba sentada en los asientos reservados, gorda por comer demasiadas galletas. Lo siento —entonces lo sentía, ahora no—, pero me resultó aburrido. —¡No demasiado tarde! —me recordó Joan mientras salíamos en tropel, y luego agité la mano hacia su coche y esperé a que aparecieras entusiasmado y limpio, mi valiente muchacho con su novia nueva, feliz con tus compañeros de equipo. Pero regresamos demasiado tarde. Tenía que quedarme y me quedé, sin saber, sin comprender, sin disfrutar nada de aquello. Hasta que las otras novias no despojaron el banderín de la varilla no supe que podía tirar la mía a la basura con las demás. Luego enrollé mi banderola mientras ellas enrollaban las suyas, admitiendo que había sido un buen partido, un momento divertido, algo perfectamente adecuado a lo que dedicar la noche del viernes. Te esperé, Ed, para que todo aquello valiera la pena, y entonces me besaste y afirmaste: «Te dije que te gustaría», y esa fue la única parte que me gustó. Pero simplemente te devolví el beso, dejé que cargaras mi mochila junto a la tuya en tus preciosos hombros y caminé a tu lado, con los dedos sudorosos sobre el banderín enrollado, sin saber dónde colocar las manos cuando nos reunimos con los demás en el aparcamiento para ir juntos hasta el Cerrity Park. ¿Qué otra cosa podía hacer? No había elección, hasta donde era capaz de pensar. Habías ganado el partido, lo habíamos ganado, así que tocaba la fiesta posterior, las bebidas, la enorme hoguera, y por último solos en algún lugar cuando fuera ya demasiado tarde, no tenía elección, perdí la oportunidad cuando vi este banderín ondeando por primera vez. No tenía elección. No íbamos a escabullirnos a ver una película, ni a hablar en cualquier parte, en cualquier otro lugar. El segundo capitán no, no esa noche, no conmigo, la nueva novia, y por eso rompimos.

La camioneta en la que voy es igual que esta, nunca lo había pensado hasta ahora. Avanzo a trompicones mientras te escribo con este diminuto cochecito en la otra mano y Al a mi lado, silencioso, dejándome que termine de cortar mis lazos contigo al tiempo que sujeto el juguete y me pregunto si podré contar todo lo relacionado con él, toda la verdad. Me siento como si estuviera en una película de animación experimental que vi en el Festival Anualmación del Carnelian: una chica en un camión sujeta en la mano otro camión, y dentro de él hay otra chica que sujeta otro camión, etcétera. Como si te dejara infinidad de veces. Aunque no las suficientes. ¿Quién sabe de dónde surgen las cosas, realmente? Cuando llegamos al parque esa noche, el fuego ya estaba encendido, ya había risas y griterío. Habíamos ido en la parte trasera del cochecillo de no sé quién, apretujados y besándonos aunque había otra persona más en el asiento con nosotros, Todd, creo, pero no el Todd al que yo conozco. Cuando el coche se detuvo, había algo asombroso delante de nosotros, en el parabrisas, algo naranja y brillante frente a lo que parpadeaban sombras que se desvanecían, como un documental sobre el nefasto día venidero en el que el sol explota y la raza humana digamos que desaparece. Pero era solo el fuego, y gente que corría delante de él, borracha ya o simplemente desenfrenada y frenética y liberada. Mi rostro debió de reflejar que me parecía hermoso y magnífico. —Te lo dije —exclamaste—. Sabía que te gustaría. Me besaste y permití que pensaras, quería estar de acuerdo contigo, que tenías razón. —Sería una maravillosa escena inicial —admití, con la mirada fija—. Ojalá tuviera una cámara. —Te compré una cámara —me recordaste. —¿Slaterton gastando dinero? —dijo el supuesto Todd—. ¿Su propio dinero de su propia cartera? Esto debe de ser serio. —Es serio —afirmé, y extendí el brazo por encima de ti para abrir la puerta pensando, por qué no, dejemos que esa piedra ondule el estanque este fin de semana. Habían salido incluso las estrellas. Del rincón donde la noche se mantenía vigilante llegaba frío y del otro extremo se acercaba a nosotros el muro de calor del fuego. Saliste del coche y se produjo un rugido procedente de la fiesta, todos aclamaban al victorioso segundo capitán. Dos chicas estaban sujetando un galgo de peluche, un descomunal muñeco gris como el que te regalaría un tío que te mima demasiado, y lo lanzaron a la hoguera provocando llamaradas y chisporroteos: la mascota del enemigo. Sus ojos, de plástico e inflamables, brillaban, «Sacadme de aquí». Pero se escuchó una ovación más y bocinas de coches que llegaban, y luego por supuesto brotó la música, un pésimo rock tan grosero y aburrido como una patata gigante. —Me encanta esta canción —exclamó Todd, como si fuera increíblemente atrevido que te gustara lo que es número uno en la radio, y empezó a cantar: There's a storm raging inside my heart, tell me you and I will never part... (Una tormenta ruge en mi corazón, dime que tú y yo nunca nos separaremos...). Los machacas que siempre se encargan de la cerveza tocaron unas baterías invisibles. Tuve que admitir que era horrible pero perfecto, y puedo imaginar una película exactamente con la misma melodía sonando. Me abrazaste y luego me soltaste. —No te separes de esto —dijiste deslizando mi mochila sobre mi hombro—. No pongas en el suelo nada que no quieras que acabe en el fuego. Voy a traer cerveza.

—Ya sabes que a mí no me gusta —te recordé. Ya te había contado que en la fiesta de los amargos dieciséis de Al había tirado la Scarpia's. —Min —dijiste—, te aseguro que no querrás estar serena para esto. Y te fuiste, con la razón de tu parte, pensé. Permanecí un segundo de pie preguntándome «Y ahora ¿qué?». Consideré sentarme sobre unos troncos que había caídos cerca, como si unos pioneros hubieran interrumpido la construcción de una cabaña en el último momento, pero «no pongas en el suelo nada que no quieras que acabe en el fuego», recordé, y, de todos modos, las enormes llamas me estaban haciendo señas con su luz pura, ineludible y poderosa. Me acerqué más, aún más. Podía imaginar una cámara junto a mi cara, dejando que la ondulante luz del fuego formase un atractivo reflejo en mi frente. Busqué en mis bolsillos algo que lanzar. Encontré mi entrada, la que me regalaste para el partido, y se convirtió en humo en un segundo. Continué fija, más fija, en el fuego, tan hermoso a mis ojos que incluso la música empezó a sonarme bien. Lo contemplé un poco más, con el cerebro tan concentrado en la hoguera que me sobresalté al notar una mano sobre mi hombro. —Has estado a punto de acercarte demasiado —dijo Jillian Beach, tu maldita exnovia—. Es tu primera hoguera, ¿verdad? —Algo así —respondí sintiendo que cruzaba los brazos. —Lo sabíamos —comentó la chica que la acompañaba—. Siempre ocurre lo mismo cuando alguien nunca lo ha visto antes, lo de acercarse demasiado. Es como si el fuego atrajera a las vírgenes, ja, ja. Las dos me miraron con disimulo. Me entraron ganas de una cerveza. —Ja, ja —dije yo—. Es cierto, mi himen es extremadamente inflamable. Se rieron, pero solo un poco. —Vaaale —dijo Jillian con ese tonillo desdeñoso pero mordaz que emplea a veces, como un insecto que mordisquea una planta—. Ese comentario ha sido gracioso, pero algo raro. —Sucede todo el tiempo —respondí, otra película que me encanta y que nunca verás. Me examinaron. Ambas estaban más flacas que yo y al menos una, no Jillian, era también más guapa. —Soy Annette —dijo la guapa. —Min —dije retirando la mano cuando me di cuenta de que no iban a estrechármela—. Es el diminutivo de Minerva, la diosa romana de... —Vaaale —repitió Jillian de aquel modo—. En primer lugar, todo el mundo sabe quién eres, lo han averiguado. Y en segundo, cuando conoces a alguien, no hace falta que le des una charla sobre historia universal. Con Min vale. Más adelante les podrás contar tu historia clínica. —Jillian está borracha —se apresuró a decir Annette—. Y además, ya sabes, ella y Ed estuvieron saliendo. —Digamos que hasta la semana pasada —dijo Jillian—. Lo dices como si hubiera sido en mil ochocientos... lo que sea. —Es su primera hoguera desde entonces —explicó Annette—. Es difícil para ella. —Tú lo estás haciendo difícil —escupió Jillian. —Jillian... —Yo ni siquiera quería acercarme a ella. No quería. —Me la llevaré de aquí —exclamó Annette. —No necesito tu ayuda para marcharme —dijo Jillian, aunque su caminar achispado mostrara lo contrario—. Encantada de conocerte, diosa griega del adiós. Movió los dedos y la espuma de su cerveza cayó sobre los gruesos anillos de sus manos, el tipo de joyas que a mí no me pega. Annette se acercó a mí y contemplamos cómo se alejaba a través de una

columna de humo repentino —supongo que cambió el viento—. —Lo siento. —No, no pasa nada —dije—. Me encanta estar dentro de una telenovela. —Esta noche parece que no hay elección —dijo Annette—. Cuando Jillian empieza con el vodka... —Sé que lo de mi nombre es un poco estúpido —dije mirándome los zapatos—. Lo aprendí hace mucho tiempo y sigo diciéndolo. Debería parar. —No, es guay. —No, parezco una idiota. —Bueno, es bonito que tu nombre tenga una historia. Yo soy Annette, como una Ann en pequeño, ya sabes. Si no te puedes permitir el Ann normal, tienes el Ann-ette rebajado. —Hay una Annette DuBois —comenté. —Oh, ¿sí?, ¿quién es? —Una antigua actriz de cine —le expliqué—. ¿No has visto Pídeme un taxi? ¿ O Vigilante nocturna? Annette negó con la cabeza. Alguien lanzó unos tablones al fuego, pero aun así se percibía el olor a marihuana que llegaba desde detrás de un arbusto. —Pídeme un taxi es maravillosa. Annette DuBois representa a una telefonista de radiotaxi que flirtea con todo el mundo a través de la emisora. El que más le gusta es Guy Oncose, pero un día entra en su taxi una actriz, Annette DuBois los escucha y piensa que Guy es un caradura. —¿Que no está haciendo bien su trabajo? —No, que es un cabrón. Un tío que se porta mal con las mujeres. —Eso lo son todos —dio un trago largo. —Entonces ella empieza a darle los peores trabajos, a mandarle a zonas equivocadas de la ciudad. —Vale, vale, la veré. —Es tan guapa... Annette DuBois lleva un sombrero que tú podrías..., quiero decir que estarías genial con uno así. Me sonrió con unos dientes tan brillantes que reflejaron pequeñas hogueras. —¿De verdad? —Absolutamente —respondí, pero ¿dónde estaba mi novio? —Ed tiene razón sobre ti —dijo ella—. Eres diferente. —Bohemia —añadí yo—. Lo sé. ¿Puedo beber un poco de lo tuyo? Me alargó el vaso de plástico. —Él nunca ha dicho bohemia. —Y ¿qué ha dicho? —Solo diferente. Le gustas, Min. Di un sorbo, me gustó la cerveza, me repugnó, di otro sorbo. —No sabía que erais tan amigos. —Soy..., digamos que la única exnovia con la que habla. —Claro —exclamé. Lo había olvidado, si es que alguna vez lo había sabido, pero entonces recordé lo que todo el mundo sabía y me quedé paralizada, mordiéndome los labios junto a ella, agradecida de que la hoguera hiciera que todos, no solo yo, pareciéramos estar ruborizados. —Claro —repitió ella. —Lo siento, yo... —No pasa nada.

—Annette, lo he dicho sin pensar. —Vale. Ahora recuerdas algo más aparte de la película antigua, ¿no? —Lo siento. —Eso ya lo has dicho y ya he respondido que no importaba. El baile de promoción fue hace mucho tiempo. —Sí. —Sí —repitió ella—. Así que seguimos en contacto, Ed y yo. —Eso está bien. —Es lo que todo el mundo dice. Que es lo mínimo que podíamos hacer o algo así, al menos yo. Como si no hubiera pasado, o sí hubiera pasado pero menos. De todas maneras, somos amables el uno con el otro y él cuenta cosas realmente bonitas de ti. —Bueno, gracias. —Pensé que debías saberlo —dijo Annette. Sus ojos brillaron en la noche, como si estuviéramos juntas observando el fuego, y yo me terminé su cerveza en vez de decir algo más. Seguí pensando, pensé en todo. Pensé en Tres novias perdidas, en la que tres mujeres que han estado casadas con el mismo hombre se encuentran por casualidad y planean asesinarle aunque al final —algo decepcionante en la película y ante lo que Al resopló con desdén— le perdonan. El club de la exnovia, pensé, capítulo dedicado a Ed Slaterton; pensándolo bien, al final tendría que unirme a él, porque no es que fuéramos a salir para siempre. Quiero decir que ¿quién se atrevería a pensar algo así, para siempre? Alguna idiota que no supiera cómo funcionan las cosas. Pensé en que cuando veo a Joe por los pasillos, solo le saludo con la mano, algo que no podría considerarse seguir hablando con él, por no decir seguir siendo amigos como prometimos cuando lo dejamos. Pero sobre todo, entre las llamas y el estrépito del parque, traté de comparar mi vivencia de ese momento con la de antes, dándole vueltas como un juguete en la mano, y ver cómo todo había cambiado igual que ahora contigo, una vez que tus amigos han desaparecido de mis viernes, ninguna hoguera ilumina mis ojos en el parque y tú simplemente eres un exnovio delante de cuya puerta están a punto de tirar sus cosas. Porque en ese momento, mientras los tablones se desmoronaban y las chispas se elevaban hacia la luna, tú eras mi cita de esa noche, y tus amigos, tus ex, parecían viejas escaleras de madera, inestables y llenas de extraños crujidos, y solo podía confiar en algunos de ellos y solo después de ponerlos a prueba para asegurarme. Me encontraba en un verdadero universo, estrepitoso y sin ningún lugar donde colocar mis cosas si no quería que acabaran quemadas. Sin embargo, antes, no tanto tiempo atrás —mi propia rosa del baile continuaba en el espejo, seca pero sin ser un cadáver—, tú eras simplemente Ed Slaterton, héroe del deporte, un chico guapo en el periódico estudiantil y protagonista de un millón de cotilleos. Ahora Annette era alguien real para mí, de pie a mi lado, y no solo un «oh, Dios mío, te has enterado», y tú te habías convertido en algo más violento y abrasador dentro de mi pecho, así que traté de unirlo todo en mi cabeza, la copia y el negativo, el novio y la sombra de la celebridad, como si Theodora Sire estuviera sentada a mi lado en clase de Historia pidiéndome prestados los bolígrafos pero fuera todavía una estrella de cine sobre mi cama. Porque mientras salías de la oscuridad para dirigirte hacia mí, eras el chico al que estaba besando y al que quería besar más, el que regresaba para reunirse conmigo en una fiesta como nadie podría hacer, pero eras también Ed Slaterton, aunque no el cabrón de ahora, sino simplemente Ed Slaterton, el segundo capitán, con una cerveza en la mano y Jillian Beach colgada del brazo. —De acuerdo —iba diciendo ella—. ¿Ves? Está perfectamente. Puedes hablar conmigo un minuto sin que tu preciosa Minerva desaparezca. —Por Dios, Jillian —exclamó Annette.

—Hola —me saludaste—. Perdona que haya tardado. Te he traído una cerveza. —Ya me he tomado una —respondí alzando el vaso vacío. —Entonces esa es para mí —dijo Jillian agarrándote la mano en la que sujetabas la bebida. Tú la apartaste, Ed, pero no lo suficientemente deprisa, así que fue Annette la que acudió al rescate. —Vamos —dijo arrastrando a Jillian—. Iremos a por cerveza para las dos. —La buena solo se la dan al capitán —exclamó ella. —Segundo capitán —la corregiste, vaya idiota, con una respuesta totalmente obvia. —Jillian —insistió Annette—. Hasta luego, Min. —Min —dijo Jillian en tono burlón—. La mariliendres bohemia en una hoguera. ¿Cuánto durará esta historia? Pero Annette se la llevó igual que la gruñona Doris Quinner al final de La verdad en juicio. Tiré el vaso vacío. Tú me pasaste la cerveza que habías traído. —Lo siento de verdad —te disculpaste. —No pasa nada —es lo que me salió entre dientes. —Sé que estás enfadada —dijiste—. Debería haberte llevado conmigo. Todo el mundo quería saludarme. Lo hacen con cada partido que gano. —Está bien. —Pero quería darte una sorpresa, es lo que fui a buscar. —¡Una sorpresa! —exclamé—. ¡Una cerveza al lado de una hoguera! —Eso no. —¡Una sorpresa! —repetí—. ¡Tu exnovia gritándome borracha! Sacudiste la cabeza. —Ella está... —dijiste—, bueno, Jillian está bien, pero no es posible que sientas celos de ella. Mírala. —La mayoría de los chicos diría que es guapa —repliqué. —Eso es porque ha salido con la mayoría —añadiste. —Incluido tú. Te encogiste de hombros, como si hubiera sido algo inevitable porque ella estaba allí, en bandeja. Pero entonces adelantaste la mano que escondías a la espalda y deslizaste esto sobre la mía, pequeño, pesado, frío, con las uñas sucias y los dedos rodeándolo hasta que lo alcé hacia el resplandor del fuego. —Un camión de juguete —exclamé, aunque, para serte sincera, se me da fatal lo de hacer pucheros y ya te habías ganado mi corazón con este gesto, que sabías calmaría la situación. —Sé que es una tontería —dijiste—, pero siempre los busco cuando vengo aquí. Y tú, Min, tú eres la única chica, la única persona, que podría entenderlo. Sin ánimo de ofender. Espera, olvida que he dicho esto último, mierda. Pero lo eres, Min. Fui incapaz, por supuesto que lo fui, de no sonreír. —Cuéntamelo —dije. Suspiraste y te encogiste de hombros. —Bueno, los chavales los pierden. Los niños traen sus coches favoritos para jugar a los atascos y los choques junto a la pared de allí, en la zona curva al lado de donde está la arena. ¿La ves? Estabas señalando hacia la más absoluta oscuridad y no se veía nada de nada en aquella dirección. ¿La ves? Habías dicho «atascos y choques» como si fuera algo real que todo el mundo dijese, como «Segunda Guerra Mundial» o «amor a primera vista». —¿Y...?

— Y es lo mismo que yo hacía —me explicaste—. Los traía y, por supuesto, algunas veces los perdía, o un niño me los birlaba, uno más mayor, como un matón, o simplemente me los olvidaba enterrados en un montón de arena. Min, sé que suena a rollo macabeo, pero aquellos eran mis momentos de mayor tristeza. Lloraba a mares cuando me daba cuenta y suplicaba a mi madre en plena noche que me trajera para poder recuperarlos. Nadie lo entendía, me decían «es solo un juguete» o «tienes un montón de coches» o «es responsabilidad tuya cuidar de tus cosas». Pero cuando los perdía, me sentía tan perdido sin ellos... Así que ahora siempre los busco y siempre, Min, siempre puedes encontrar al menos uno. Y sé que resulta extraño, o incluso mezquino, porque probablemente debería dejarlos aquí por si acaso..., aunque si alguna vez logré regresar por la mañana, siempre habían desaparecido. Se los devolvería si pudiera, no torturaría de ese modo a nadie, a cualquier niño que los hubiera perdido. Pero esto me parece mejor, como si fuera lo adecuado. Los busco y trato, siempre he tratado, de regalárselos a alguien, alguien que no piense «Slaterton está loco». Sé que es una estupidez, como si de algún modo pudiera compensar todos los que perdí, es una estupidez... Entonces te besé, con una mano sujetando fuertemente el pequeño camión y la otra en tu pelo, todavía corto y todavía sin peinar como cuando eras un niño pequeño y llorabas en este mismo parque. Te besé apasionadamente, como si eso también lo compensara, como si fuese lo adecuado en este desenfrenado y extraño viernes por la noche. —¿Qué tal va tu primera hoguera? —me susurraste al oído. —Ha mejorado —respondí. Más besos, más. —Pero ¿mañana será mi turno? —pregunté—. ¿Mañana? —¿Tu turno? Traté de no pensar en Jillian («¿Cuánto durará esta historia?»), en mis amigos con el ceño fruncido frente a su queso mal derretido. —Mi turno, mi vez, como quieras decirlo. Como en los columpios. Lo que yo elija hacer. —¿Otra película? —Si hay tiempo, pero sin duda ir a Tip Top Goods, ¿te acuerdas? Te lo dije y me aseguraste que Joan te prestaría el coche. —Sí. Lo que tú quieras. —Mañana. —Mañana. Más besos. —Pero esta noche aún no ha terminado —dijiste. —Es cierto. ¿Qué podemos...? —Bueno, Steve ha traído el coche. —¿Nos vamos ya? Me miraste, Ed, directamente. —No —respondiste, y yo asentí con la cabeza, sin fiarme de lo que mis labios pudieran decir, dando simplemente otro sorbo. Aunque, por supuesto, luego hicieron algo más. Nos fuimos al coche de Steve. Esta es otra cosa en la que pienso, dándole vueltas, intentando unir dos imágenes, pero esta vez mías, soy yo misma a quien trato de comprender. Porque una resulta muy desagradable, ni siquiera apta para contársela a Al: ganar el gran partido, llevar a la virgen a su primera hoguera, invitarla a una cerveza o dos y luego nosotros dos en el coche de alguien con tu mano entre mis piernas, con la ropa desabrochada y bajada, y los ruidos que hice, antes de que por fin, con la respiración entrecortada, te detuve. Suena horrible y es probable que sea la verdad, la imagen real, tan burda cuando escribo sobre

ella que me avergüenzo. Pero estoy tratando de mostrar la realidad, como sucedió, y honestamente me pareció diferente entonces, diferente de esa desagradable imagen. Puedo ver la suavidad con la que te movías, la excitación que suponía estar allí contigo sin que nadie supiera dónde nos encontrábamos ni lo que estábamos haciendo. Fue distinto y hermoso, Ed, el modo en el que nos movíamos y nos tocábamos, no éramos solo dos chavales enrollándose como en una película. Incluso ahora es lo que intento imaginar, y no solo los besos y la ropa y el tranquilo, tenso y raro momento posterior, preguntándonos lo tarde que era, dando gracias al cielo de que no hubiera ningún golpeteo cruel en la ventanilla rodeado de risas. Pero no solo eso, sino también las cosas que no puedo recordar, que no puedo soportar recordar, y las cosas que no vi hasta que finalmente llegué a casa y encendí la luz del baño, primero para mirar mi reflejo y luego mi mano lastimada con unas extrañas magulladuras en la palma, dolorosas, que casi me rompían la piel. Casi las puedo sentir ahora, mientras sujeto este camión de juguete, aquellas marcas producidas en la parte trasera de aquel coche por aferrarme con tanta fuerza, jadeando y con una alegría salvaje, a este extraño objeto que me diste y que no puedo soportar mirar de nuevo.  

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now