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  Suspiré también, mientras tú clavabas un palillo imaginario como una bandera en la frontera entre los dos. Quién sabe por qué demonios había evolucionado de aquel modo. Pero, tras años de vergonzoso desenfreno etílico en las fiestas estudiantiles de Halloween, la Asociación de Nosequé Cívica decidió tomar medidas contra el vergonzoso desenfreno etílico en las fiestas estudiantiles de Halloween y aunó todas las fiestas estudiantiles en un batiburrillo de vergonzoso desenfreno etílico en un campo de fútbol, este año el del Hellman, llamado Juerga de Halloween para Toda la Ciudad. En ella todos los equipos deportivos de todos los institutos, excepto los de natación, se disfrazaban igual y competían por conseguir estúpidos vales de regalo en un concurso sobre el escenario que siempre degeneraba en chicas que se quitaban las camisetas y el aparcamiento convertido en un absoluto océano de vómito, consecuencia de los barriles de cerveza alineados sobre troncos y aparentemente invisibles para los entrenadores que vigilaban vestidos siempre con los mismos rechonchos trajes de Superman con falsos músculos de espuma que ofrecen un aspecto apelmazado bajo la luz artificial. O eso he visto en las fotografías del anuario, porque nunca he ido, ya que le debo lealtad a la otra bandera, el otro batiburrillo de vergonzoso desenfreno etílico en el que todos los grupos de teatro y arte de todos los institutos hacen un fondo común con el dinero que recaudan a lo largo de todo el año vendiendo dulces en auditorios y salas multiusos de toda la ciudad en los intermedios de sus representaciones, como ¡No se lo digas a la momia!, Nubes de verano, Mi ciudad, tu ciudad y ¡Por los clavos de Cristo!, para alquilar un local y obligar a todos los estúpidos consejos estudiantiles de todos los estúpidos institutos a turnarse para discutir en una sala y a través de correo electrónico sobre el tema, la decoración y la distribución de carteles por todas partes, por no mencionar los disfraces, elaborados con maquinaria real y plumas, y los diálogos interpretados sobre un escenario improvisado para ganar estúpidos vales de regalo en un concurso que siempre degenera en una lasciva platea con bailes improvisados cuando, como siempre, los Shrouded Skulls toman el escenario, igual que seguirán haciendo hasta que el sol implosione, en medio de un remolino de hielo seco y bolas de espejos y comienzan a tocar Snarl at Me, Sweetheart, (Grúñeme, cariño), mientras el cantante recorre la sala con la mirada en busca de la ingenua vestida con alas de ángel a la que sacará a su coche fúnebre en medio de una nube de humo de cigarrillos de clavo cuando su grupo haya acabado. Estaba cansada de todo eso, nunca me había gustado, pero por supuesto iba a ir, igual que tú a la Juerga de Halloween para Toda la Ciudad, el baile y la juerga, y así todo el mundo elegía bando. —¿Dónde es este año? —preguntaste. —En el Scandinavian Hall. —¿Cuál es el tema? —Pura maldad. Y lo vuestro ¿tiene algún tema? —No. Sonreímos de manera forzada, tú pensando que era peor tener un tema y yo pensando que era peor no tenerlo, aunque al menos los dos estábamos de acuerdo en que cualquiera de las dos opciones era esencialmente lamentable. —Tus amigos ¿fliparían si tú no...? —preguntaste. —Tengo que ir —respondí—. Mis amigos ya me odian, así que no puedo escaquearme. Pero nadie se dará cuenta si tú faltas a la tuya, ¿no? —Min, el equipo ya tiene los disfraces. —Era una broma —dije con tristeza y mintiendo—. ¿De qué vais? —Somos una cadena de presos. —¿Eso no es un poco racista? —Creo que a todo el mundo le dejan estar en una cadena de presos, Min. Y ¿tú?

—No lo sé, siempre lo dejo para el último momento. El año pasado iba de periodismo sensacionalista, pero no fue uno de mis mejores disfraces. La gente pensaba que era el típico periódico sobre el que se mea un perro. Te reíste tras el agua con hielo y sacaste dos cosas de tu bolsillo trasero: una, algo muy preciado para ti, la otra, un bolígrafo. —Hagamos un plan. —Podríamos llamar a nuestros amigos y decirles que estamos enfermos. El Carnelian organiza todos los años en Halloween un maratón de películas de terror de Kramer. —Nadie se tragará eso. No, me refiero a un plan. Cogiste tres servilletas del servilletero y estiraste una. Una nueva frontera. Mordiéndote el labio como sueles hacer, dibujaste algunas cosas, atento y cuidadoso, aunque fui yo quien retiró tu plato para que tuvieras espacio. Sonreí y te sonreí y seguí sin mirar la servilleta hasta que me pillaste y diste unos golpecitos con el bolígrafo. —Vale, esto es el instituto. —Estás muy guapo cuando dibujas. —Min. —Es cierto. ¿Haces esto todo el tiempo? —Ya me habías visto hacerlo antes. Es como los bocetos para la fiesta. —¿Has hecho bocetos para la fiesta? —Ups, no eras tú. Estaba intentando imaginar cómo quedarían las luces colgadas. Fue en..., eh, ah, sí, en clase de Política, debió de ser con Annette. Pero sí, lo hago, me ayuda a pensar. Ya sabes cómo soy con las matemáticas y esas cosas. —Ya sabes que te quiero —dije—. Está bien, esto es el instituto. Espera, ¿dónde está el gimnasio? —No importa, no entra en el plan. —Vale. Entonces, el jardín está aquí. —Es un campo de fútbol. No lo llames jardín. —Un trozo de hierba donde la gente se sienta y pasa el rato es un jardín. —Que hayamos robado cosas en este sitio no lo convierte en un banco. Estabas mejorando en tu manera de hablar conmigo de aquel modo, el típico diálogo de toma y daca tan interesante en todas las películas de Chapado a la antigua. Te alboroté el pelo. —Está bien, ahí está tu precioso campo de fútbol. Ahora dibuja un mogollón de borrachos disfrazados. —No tardaremos en verlos. Ahora, subiendo por aquí está el Scandinavian ese, en algún punto alrededor de aquí. —Está justo al lado del cementerio, así que es... —Vale, aquí —dijiste delineando el parque con cuidado y luego todo el vecindario intermedio. Perfecto. —¿Siempre usas eso? —¿Esto? Sí. Y no empecemos con que el otro es un empollón porque ese juego lo ganaría yo. —No. Me gusta. Alzaste los ojos sin creerme, pero era cierto, Ed, me encantaba cómo tu cerebro matemático te impulsaba por la servilleta. —Ya está —dijiste al terminar una línea—. Demasiado lejos para ir andando, ¿no? —¿Desde dónde? —De uno a otro. Quiero decir que tenemos que ir a las dos fiestas, ¿verdad?

Me incliné sobre el instituto y te besé. —Pero no podemos ir andando —continuaste, tan concentrado que el beso solo te arrancó una ligera sonrisa—. Así que en autobús. Pero el autobús va en esta dirección, baja hacia aquí en algún lugar y luego gira. Debías de tener el mismo aspecto cuando eras un niño, pensé, así que decidí pedirle a Joan que me enseñara fotos antiguas. Insinuaste simplemente el recorrido que hacía el autobús más allá de donde nos interesaba, dejando la mitad del mapa dibujado con precisión y la otra mitad solo de manera aproximada, igual que lo que sabía de ti y lo que creía saber de ti. —Tampoco parece una buena opción. El autobús no va a servirnos. —¿Qué me dices de esa otra línea, no me acuerdo del número, la que va por aquí? —Ah, sí. La 6, creo. Va por aquí y luego por aquí. Miramos el dibujo. —¿Tu hermana...? —sugerí. —Ni lo sueñes. Nunca me deja el coche las noches en las que puede haber gente bebiendo. Seamos realistas. —Sí —respondí. Tus líneas estaban más rectas de lo que nadie conduciría esa noche—. Oye, el 6 acaba aquí, en este extremo de Dexter, ¿no? —Ah, sí. Me acuerdo de cuando salía con Marjorie. —¿Vive por aquí? —No, daba clases de ballet en un lugar raro de esta zona. —Entonces —dije tomando tu bolígrafo y dibujando una línea de puntos con él—, empezamos con tu juerga y nos escabullimos por aquí, lo más probable es que la gente piense que vamos solo a enrollarnos. —Y lo haremos —aseguraste recuperando el bolígrafo y marcando una X que me ruborizó e ignoré. —Luego cogemos el autobús aquí y nos bajamos aquí y recuperamos fuerzas en In the Cups. No sé dibujar una taza. A continuación, caminamos ocho manzanas por como se llame —punto, punto, punto —, cogemos el 6 y paramos aquí. Por último, atravesamos por aquí y, voilà!, estamos en el baile. Parpadeaste, sin devolverme el voilà! Mis líneas punteadas habían invadido tu pulcro dibujo. —¿A través del cementerio y por la noche? —No te pasará nada —respondí—. Estarás con el segundo capitán del equipo de baloncesto..., eh, espera, que esa soy yo. —No es seguro —dijiste—. Olvídalo. Y recordé por qué es famoso el cementerio, aunque famoso no sea la palabra adecuada, más bien por qué nadie ronda por allí. En todos los sitios los hay, supongo, un parque o un lugar donde los hombres van por la noche a hacerlo entre ellos en secreto y en la oscuridad. —Mantendremos los ojos cerrados —exclamé—, para que los maricas no nos lo peguen. —Si yo no puedo decir marica, tú tampoco. —Puedes decir marica —repliqué— cuando realmente estés hablando de un marica. Pero ¿cómo sabes lo del cementerio? —Dime primero cómo lo sabes tú. —Dejo a Al allí la mayoría de las noches —respondí sintiendo que la broma se me pegaba a la garganta. Te tapaste la cara, mi novia está completamente loca. —Es verdad —respondiste con valentía—, me lo encuentro allí cuando hago una parada técnica para relajar la tensión de todo excepto.

—Cállate —exclamé—. Te encanta todo excepto. —Sí —sonreíste—. Y hablando de eso. Quería... —¿Sí? —Mi hermana... —¿Cómo? ¿Hablando de eso, tu hermana? —Vale ya. Se va a ir. —¿Qué? —El fin de semana. No este, el de Halloween, sino el siguiente. —¿Y? —Y mi madre no ha vuelto —continuaste—, así que tendré la casa para mí. Podrías, ya sabes... —Sí, ya sé. —Pasar la noche en mi casa es lo que iba a decir, Min. —También dijiste que no teníamos que seguir ningún programa. Aunque simplemente lo dijiste. —No teníamos. No tenemos. Yo solo... —No quiero perder la virginidad en tu cama —respondí. Suspiraste contra la servilleta. —¿Te refieres a que no la quieres perder en mi cama o conmigo? —En tu cama —respondí—. O en tu coche o en un parque. Quiero que sea en algún sitio..., te vas a reír, en algún sitio extraordinario. No te reíste, eso debo reconocértelo, Ed. —Extraordinario. —Extraordinario —repetí. —Vale —dijiste, y luego sonreíste—. Tommy y Amber la perdieron en el almacén del padre de ella. —Ed. —¡Es cierto! ¡Entre dos neveras! —No ese tipo de... —Lo sé, lo sé. No te preocupes, Min. No es a lo que pensaste que me refería con ineludible. Quiero que estés..., no me sale la palabra —suspiraste de nuevo—. Feliz. Y por eso vamos a coger dos autobuses y a atravesar un lugar de maricas en la noche de Halloween. No supe qué actitud tomar ante ese maricas, así que lo dejé pasar. —Lo pasaremos bien —mentí. —Tal vez el fin de semana siguiente —añadiste tímidamente, y justo en ese instante lo deseé, sintiendo un hambre voraz en la boca y el regazo. Fue muy intenso. Sáciala con algo, pensé, pero no sabía con qué. —Tal vez —respondí por fin. —Es complicado —dijiste regresando a la servilleta, y luego me miraste. Querías empujarme, pude verlo, arrastrarme al otro lado de nuestras fronteras de modo que pudiéramos divertirnos juntos, alejados del resto del mundo. —Pero —dijiste—, no, no pero. Te quiero. Café, pensé, eso era lo que necesitaba. —Bebamos por ello —sugerí. —Un brebaje revitalizante —afirmaste, lleno de energía y entusiasmo. Hiciste una seña con la mano a la camarera y empezaste a arrugar nuestro plan. —Espera, espera. —¿Qué pasa?

—Dame eso. No destroces nuestro plan. —Nos acordaremos sin esto. —Aun así lo quiero. —¿No le contarás a Al ni a nadie que hago estos dibujos de eso que no me está permitido decir? — preguntaste. —No se lo contaré a Al —respondí con una triste promesa—. Es solo para mí. —¿Solo para ti? —repetiste—. Vale. Te encorvaste un segundo mientras pedía mi café, ignorando las miradas que te lanzaba la camarera. Me lo alargaste, pero yo ya había cogido lo que quería, había vuelto a robar en Lopsided's, así que te distraje con la conversación hasta que vino el café y olvidaste que había desaparecido. Aunque tú también me la jugaste; sin embargo, el reverso de la servilleta lo descubrí demasiado tarde, no cuando llegué a casa, ni cuando la guardé en la caja, sino cuando tenía el corazón destrozado y lloroso, cuando ya no era cierto. Igual que nosotros descubrimos, cuando la camarera soltó el café y la cuenta y se marchó sigilosamente, que no había azúcar en nuestra mesa: cuando era demasiado tarde, Ed, para solucionarlo.

Esto es lo que robé. Te lo devuelvo. Pensé, mi maldito exnovio, que era encantador que llevaras esto encima para ayudarte a organizar tus ideas. Encantador, todo el rato en tu bolsillo. Yo tampoco soy una chiflada. Una idiota, eso es lo que soy.

Esto tampoco llegaste a verlo. Estuve plantificada con esta cosa entre las manos en Green Mountain Hardware, sola, callada y tratando de conjurar a Al junto a mí para poderle preguntar cosas que solo él podía saber. ¿Es esto una lima de verdad, como la que utilizan en Huida al amanecer o Fugitivos a la luz de la luna para escapar mientras los persiguen los perros y el alambre de espino se recorta sobre la luz de los reflectores? Al y yo habíamos visto esa sesión doble como parte de la Semana Carcelaria del Carnelian, que irónicamente terminó con un documental de Meyers sobre los internados. El cine estaba casi vacío aquel día, ¿a quién más se lo podía preguntar? A los trabajadores del Green Mountain, con sus chalecos y auriculares, no les podía decir: «¿Se puede meter esta lima en el horno?». Nos imaginé, a ti y a mí, víctimas de un pacto de suicidio accidental, envenenados por hierro a consecuencia de la sorpresa que quería que compartiéramos. Deseaba con todas mis fuerzas llamar a Al y decirle: «Sé que estamos enfadados, tal vez para siempre, pero ¿podrías aclararme solo esta cuestión sobre el metal y la cocina?», pero por supuesto no lo hice. Joan, pensé, tal vez podría llamar a Joan, y entonces apareció Annette doblando la esquina. —Hola, Min. —Annette, hola. —¿Qué haces aquí? —De compras para Halloween —dije alzando la lima. —Vaya, yo también —exclamó ella—. Necesito unas cadenas. ¿Me acompañas? Nos dirigimos hacia donde estaban, una hilera de rollos brillantes de los que podías tirar y comprar por metros. Annette las observó como si fueran verdaderas joyas, deteniéndose para colocar su brazo totalmente desnudo contra ellas. —¿De qué vas a disfrazarte? —le pregunté. —Estoy tratando de ver qué sensación dan —respondió—. No sé, es una especie de traje medieval que estoy haciendo con otra persona. Pero ajustado, ya sabes. De fulana, es lo que pensé. Todas las chicas que salen con deportistas se disfrazan de fulanas: bruja fulana, gata fulana, prostituta fulana. —¿Piensas que podría llevarlas sin sujetador? —¿De verdad? —traté de no chillar. —Me refiero a envolverme con ellas como si fuese una camiseta sin tirantes. No soy tan guarra. —Creo que al final de la noche tendrías moratones —dije. Se volvió para mirarme. —¿Me estás metiendo miedo? —respondió. —¿Qué? ¡No! —Es una broma, Min. Una broma. Ed me dijo que es él quien no pilla tus bromas. Joder, como diría él. —Joder —asentí tontamente. —¿Para qué es eso? —En realidad, no lo he decidido —respondí—. Estaba pensando..., ¿sabes que Ed va de prisionero? —Sí, la cadena de presos. —¿Has visto en las películas antiguas de prisioneros que solían meter una lima dentro de un

pastel?, para serrar los barrotes o algo así. Y la esposa fiel los ayuda teniendo el coche arrancado junto a la puerta trasera. Annette miró con recelo la lima. —¿Tú eres la esposa de Ed para Halloween? Estaba sonriendo, pero era como si me hubiera llamado estúpida a la cara. Me sentí desaliñada mientras sus brillantes ojos permanecían clavados en mí, una imbécil con pantalones y zapatos de gordo. —No —dije—. Solo iba a prepararle una tarta para animarle ese día. —Por lo que recuerdo, siempre está animado —respondió Annette con una ligera sonrisa. —Ya sabes a qué me refiero. —Lo sé. Entonces, ¿de qué vas a ir? —De carcelero —respondí. —¿Qué? —¿El que cuida de la prisión? —Oh, sí. Guay. —Sé que es una tontería, pero tengo un abrigo de mi padre que puedo ponerme. —Guay —repitió desenrollando su elección. —Yo no podría, ya sabes. No me pegan los trajes sexys. Annette se detuvo y me examinó de arriba abajo, probablemente por primera vez, pensé. —Por supuesto que te pegan, Min. Es solo que... —y se mordió el labio como diciendo «no importa». —¿Qué? —Bueno, que eres..., sé que no te va a gustar. —¿Cómo? —Eh... —Ibas a decir bohemia. —Iba a decir lo que Ed repite siempre. Tú eres distinta, no necesitas hacer este tipo de cosas — levantó la cadena con desdén—. Tienes un buen cuerpo, de verdad, eres guapa y todo eso. Pero tienes también todo lo demás. Por eso las otras están celosas de ti, Min. —No están celosas. —Sí —respondió casi enfadada, mirando hacia las cadenas—. Lo están. —Bueno, si están celosas, es solo porque salgo con Ed Slaterton, no por mí —dije. —Exacto —afirmó, y sacudió el pelo—. Pero tú eres la que se lo ha llevado —hizo un gesto con la cabeza hacia la lima—. Sería mejor que llevaras un arma el sábado por la noche. Todas las chicas serán Cleopatras vampiresas que tratarán de alejarle de ti con sus garras. Annette se rio y yo decidí reírme también. Se está quedando conmigo, pensé, y luego dije en alto: —Una lucha de gatas. A los chicos les encantará. —Podríamos cobrar entrada —sugirió simulando que me arañaba—. ¿Has terminado? Había decidido, con rotundidad, no comprar la estúpida lima. Con ella entre las manos, acompañé hasta la caja registradora a Annette, que avanzaba entusiasmada junto a su dependiente, que cortó la cadena y le hizo un descuento. El mío me dio la vuelta y un tique. —¿Quieres tomarte un zumo o alguna tontería así? —No, gracias —respondí saliendo con ella—. Tengo que regresar a casa y terminar el disfraz. —No te habrás asustado por lo que te he dicho del sábado, ¿verdad? Era una broma. —No —aseguré.

—Bueno, una especie de broma —aclaró con una sonrisa, cambiándose de mano la bolsa con las cadenas—. Quiero decir que todo el mundo sabe que está contigo. —Jillian no. —Jillian es una zorra —exclamó con demasiada dureza. —¡Vaya! —Es una larga historia, Min. Pero no te preocupes por ella. Miré con tristeza los coches mojados. Había estado lloviendo, mi pelo judío, rizado, oscuro y encrespado, se había convertido en una horrible nube de contaminación, e iba a llover más. Fuera de Green Mountain, me sentía desprotegida, vulnerable como la llama de una cerilla, como un cachorrito perdido en las calles sin madre, ni collar, ni una caja de cartón a la que llamar hogar. —Me preocupa todo el mundo —por qué no responder de manera honesta—. No dejan de decirnos que somos diferentes. Ahora está conmigo, pero tienes razón, alguien se lo podría llevar. Para todos sus conocidos, yo soy una extraña. No se molestó en asegurarme que me equivocaba. —No —dijo—. Él te quiere. —Y yo le quiero a él —respondí, aunque lo que me apetecía decir era gracias. Pensé, la idiota que había en mí, la imbécil con una lima en una bolsa, que Annette me estaba cuidando. —And love, who can say the way it winds like a serpent in the garden of our untroubled minds (Y el amor, quién sabe qué camino tomará, como una serpiente en el jardín de nuestras mentes calmadas) — recitó. —¿De quién es? —Salleford —respondió—. Alice Salleford. Literatura de primero. Pensé que la bohemia eras tú. —Yo no soy bohemia —objeté. —Bueno, eres algo —dijo, y me dio un rápido abrazo de adiós con sonido de cadenas. Como era de esperar, empezó a llover. Annette se fue cobijando de toldo en toldo y se despidió con la mano antes de desaparecer. Estaba hermosa, hermosa bajo la lluvia y con aquella ropa. La lima produjo un ruido metálico al golpearme, aquella estúpida idea que nadie habría entendido si la hubiera llevado a cabo. Ni siquiera tú, Ed, la habrías entendido, pensé viéndola marchar. Por eso rompimos, así que aquí la tienes. Ed, ¿cómo pudiste?

Esto no es tuyo. Alguien lo dejó en un sobre pegado a mi taquilla, sin escribir siquiera mi nombre en él. Pensé que sería algo de tu parte, pero cayó en mi mano sin nota alguna. Y cuando lo sujeté entre mis manos, sentí la ira de Al, malhumorado, honesto, increíblemente furioso. Mi entrada gratis, ganada por haberle ayudado a pegar carteles. Maldito subcomité. Podría haberme obligado a comprar una, pero ahí estaba, un regalo envuelto en cabreo. No es tuyo, pero te lo devuelvo porque fue culpa tuya. Los de los grupos de teatro encargan estas imaginativas fichas en vez de entradas para poderlas llevar alrededor del cuello todo el año, si eres de lo más penoso, y demostrar que fuiste al Baile de Todos los Santos para Toda la Ciudad. Yo nunca guardaba las mías, simplemente las dejaba en un cajón o por ahí. ESPERANZA, qué gracia. Es un recuerdo de la noche, admitámoslo ahora —un Halloween de pura maldad—, de la noche en la que debimos haber roto.

Entonces, ¿por qué rompimos? Cuando pienso en ello ahora, cuando reflexiono, recuerdo lo cansada que me sentía el sábado de Halloween por haber madrugado para escaparme a Tip Top Goods y comprar esto, que nunca te di. Más tarde, estuve bostezando en el jardín mientras pintaba con spray una vieja gorra que había comprado en una tienda de beneficencia y que solía ponerme en primer curso, entrecerrando los ojos para asegurarme de que el gris combinaba con el abrigo de mi padre, mientras Hawk Davies fluía por la ventana de mi habitación para hacerme disfrutar de ese magnífico fragmento de Take Another Train (Coge otro tren) en el que se marca un solo y se escucha un débil grito de reconocimiento, «Muy bien, Hawk, muy bien», al tiempo que yo sonreía bajo el cielo despejado. No iba a llover. Tú y yo íbamos a ir a la juerga y al baile y todo saldría bien — extraordinario, incluso—. No tuve ninguna intuición de lo contrario. Recuerdo mi felicidad, puedo notarla y siento que entonces los dos éramos felices, no solo yo. Supongo que puedo aferrarme a cualquier cosa. —Qué alegría verte contenta —dijo mi madre mientras salía con un té humeante. Había permanecido encogida, pensando que me diría que el jazz estaba demasiado alto, que teníamos vecinos. —Gracias —respondí al coger mi Earl Grey. —Aunque sea con el abrigo de tu padre puesto —añadió, ya que este año habíamos decidido que se

podía hablar mal de papá. —Solo por ti, mamá, intentaré estropearlo esta noche. Se rio un poco. —¿Cómo? —Humm, le tiraré bebidas por encima y me rebozaré en el barro. —¿Cuándo voy a conocer a ese chico? —Mamá. —Solo quiero conocerlo. —Quieres dar tu aprobación. —Te quiero —fue su intento, como siempre—. Eres mi única hija, Min. —¿Qué quieres saber? —pregunté—. Es alto, delgaducho, educado. ¿No te parece educado por teléfono? —Por supuesto. —Y es capitán del equipo de baloncesto. —Segundo capitán. —Eso significa que hay otro capitán. —Sé lo que significa, Min. Es solo que... ¿qué tenéis en común? Tomé un sorbo de té en vez de sacarle los ojos con las uñas. —Los disfraces temáticos de Halloween —respondí. —Sí, ya me lo has contado. Todos los del equipo van de prisioneros y tú los acompañas. —No los acompaño. —Sé que es un chico popular, Min. La madre de Jordan me lo ha dicho. Simplemente no quiero que te lleven por ahí como..., como una cabra. ¿Una cabra? —Yo soy el carcelero —dije—. Soy yo quien los lleva a ellos. No era cierto, por supuesto, pero que se jodiera. —Vale, vale —exclamó mi madre—. Bueno, el disfraz está mejorando. Y ¿qué es esto? —Unas llaves —respondí—. Ya sabes, un carcelero lleva llaves —por alguna estúpida razón decidí hacerla partícipe durante un segundo—. He pensado que podía enganchármelas en el cinturón y luego, al final de la noche, dárselas a Ed. Mi madre abrió los ojos de par en par. —¿Qué pasa? —¿Vas a darle esas llaves a Ed? —¿Por qué no? Es mi dinero. —Pero, Min, cielo —dijo colocando su mano sobre mí. Deseé rociarle la cara con spray para volverla gris, aunque, de repente pero sin que me sorprendiera, me di cuenta de que ya estaba gris—. ¿Eso no es un poco..., ya sabes? —¿Qué? —¿Simbólico? —¿Cómo? —Quiero decir... —Puaj. ¿Te refieres a una broma picante? ¿La llave en la cerradura? —Bueno, la gente pensará... —Nadie piensa así. Mamá, eres asquerosa. De verdad. —Min —dijo en voz baja y con los ojos recorriéndome como un reflector—, ¿te estás acostando

con ese chico? Ese chico. Una cabra. Eres mi hija. Era como una comida mal hecha que me obligaban a tragar y era incapaz de retener en el estómago. Sus dedos seguían sobre mí, rozándome el hombro como unas pequeñas tijeras escolares, desafiladas, torpes, inútiles, sin ser de verdad. —¡Eso no, no, no es asunto tuyo! —exclamé —Eres mi hija —respondió ella—. Te quiero. Bajé tres escalones hacia el camino de acceso para mirarla, con las manos en sus caderas. En el suelo, sobre periódicos, estaba la gorra que iba a ponerme. ¿Sabes cuánto me ha fastidiado, Ed, que se haya demostrado que mi propia madre tenía razón? Debí de gritar algo y ella debió de responderme vociferando y lo más seguro es que entrara en casa atropelladamente. Pero lo único que recuerdo es cómo la música se desvaneció, acabándose de manera vengativa para dejar de conformar la banda sonora de aquel día. Que se joda, pensé. «Muy bien, Hawk, muy bien». De todos modos, ya había terminado. Sin embargo, no te di las llaves. El día fue avanzando hacia el atardecer mientras yo hacía unos cuantos deberes, dormitaba, echaba de menos a Al, pensaba en llamar a Al, no llamaba a Al, me vestía y me marchaba lanzando una mirada envenenada a mi madre, que estaba echando pequeñas chocolatinas en un recipiente para luego comérselas sentada mientras esperaba a los chavales. El niño al que solía cuidar estaba en la esquina, tirando huevos a los coches mientras el sol se ponía. Me hizo un gesto obsceno con el dedo corazón. Supongo que el mundo estaba degenerando, como en esa nueva versión japonesa de Rip van Winkle titulada Las puertas del sueño que Al y yo no vimos terminar; cada vez que el héroe se despertaba era más deprimente: muere la mujer, los hijos se convierten en unos borrachos, la ciudad está cada vez más contaminada, los emperadores son más corruptos y la guerra es infinita y cada vez más y más sangrienta. Al dijo que debería haberse llamado: ¿Estás de buen humor? Nosotros lo arreglamos: la película. Debería haberme dado cuenta de que mi disfraz iba a ser un desastre cuando en el autobús un tipo viejo que en absoluto estaba de broma me dio las gracias por mis servicios, pero hasta que no pasé bajo el arco de globos de color naranja y negro para buscarte no lo vi totalmente claro, gracias a Jillian Beach. —Oh, Dios mío —exclamó ya achispada y vestida con unos pantalones cortos de rayas rojas y blancas y un sujetador de pañuelos azules. El frío de la noche le había erizado el vello como un puercoespín; Annette tenía razón, no había por qué asustarse de ella. —¿Qué pasa? —Realmente estás chalada, Min. ¿Una chica judía disfrazada de Hitler? —No soy Hitler. —Te van a expulsar. Vas a conseguir que te expulsen. —Soy un carcelero, Jillian. ¿De qué vas tú? —De Barbara Ross. —¿Quién? —Inventó la bandera. —Betsy, Jillian. Nos vemos, ¿vale? —Ed no está aquí —respondió. —No pasa nada —dije, aunque ni siquiera traté de resultar convincente, me había llamado nazi demasiado temprano para una fiesta al aire libre. Unos cuantos estudiantes de primer curso pasaron a mi lado charlando, ataviados con orejas de rata. Un puñado de Dráculas se acicalaba en un rincón. Ya estaban poniendo esa canción que odio, mientras

los entrenadores sorbían café y sudaban bajo sus capas. Fue Trevor, quién lo habría pensado, quien me rescató, cojeando y con un pie escayolado. —Hola, Min. O ¿debería decir agente Green? Mejor un poli que Hitler. —Hola, Trevor. ¿De qué vas tú? —De un tío que se rompió el pie ayer y por eso no puede estar en la cadena de presos. —Harías cualquier cosa con tal de no bailar sobre el escenario. Se rio de manera estridente y sacó una cerveza de algún sitio. —Eres divertida —dijo como si alguien hubiera afirmado lo contrario, y dio un trago antes de pasarme la botella. Podría asegurar que se la había ofrecido a todas las chicas, a todo el mundo, y que hasta llegar a mí nadie se la había devuelto sin tocarla. —Ahora no. —Ah, es verdad —exclamó—. No te gusta la cerveza. —Ed te lo ha dicho. —Sí, ¿por qué?, ¿es que no debería saberlo? —No, está bien —respondí buscándote. —Porque me lo cuenta todo, siempre. —¿De verdad? —dije desistiendo de mi búsqueda y mirándole fijamente a los ojos. También estaba borracho, como de costumbre, o tal vez nunca lo estuviera, así que me di cuenta de que no le conocía lo suficiente como para notar la diferencia. —Sí —respondió—. Las novias de Slaterton tienen que acostumbrarse a ello y si no pueden soportarlo, largarse. —¿Largarse? —Largarse —repitió asintiendo con un balanceo de cabeza. Incluso borracho, si es que lo estaba, su aspecto era suficientemente bravucón para decir palabras como largarse—. Ed y yo hablamos. —Y ¿qué te ha contado? —Que te quiere —respondió Trevor al instante, sin avergonzarse—. Que pasaste la prueba con su hermana. Que aguantaste lo de su asunto con las matemáticas. Que estáis planeando una extraña fiesta para una estrella de cine y que tengo que conseguir el jodido champán o me pateará el culo. Y que no le dejas decir marica, algo que me parece... ¿Yo puedo decir marica? —Claro —respondí—. Tú no eres mi novio. —Gracias a Dios —exclamó, y luego—: sin ánimo de ofender. Supongo que fue él quien te lo pegó. —Faltaría más. —Es solo que no creo que nos lleváramos bien fácilmente. —No te preocupes por eso —dije. —Simplemente somos..., bueno, que a mí me gustaría una chica que no me mareara con películas o tiendas que son las primeras en abrir por la mañana, ¿sabes? —Sí —respondí—. Y yo tampoco te llevaría. —Yo solo trato de divertirme, ya sabes. Ponerme contento los fines de semana, sudar mucho en los entrenamientos. —Lo pillo. Me rodeó con el brazo como un tío afable. —Me gustas, y no me importa lo que nadie diga —aseguró. —Gracias —contesté, rígida—. Tú también me gustas, Trevor.

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now