Joder, recuerdo que dijiste. Yo estaba sonriendo porque no había necesitado indicaciones como pensé que necesitaría, no demasiadas. Pude hacer algunas cosas. Y en algunos momentos lo hice muy bien.
—¿Esta vez ha sido mejor? —preguntaste. —Se supone que duele —respondí. —Lo sé —dijiste, y pusiste ambas manos sobre mi cuerpo—. Aunque supongo que lo que quiero saber es ¿qué se siente? —Como si te metieras un pomelo entero en la boca. —¿Quieres decir que entra justo? —No —respondí—, quiero decir que no encaja. ¿Has intentado alguna vez meterte un pomelo entero en la boca? Las risas fueron lo mejor.
Y luego, bien entrada la noche, nos moríamos de hambre, ¿recuerdas? —¿Llamamos al servicio de habitaciones? —pregunté. —No tentemos a la suerte, pagamos en metálico —respondiste, y buscaste un listín telefónico—. Pizza. —Pizza. Al reflexionar sobre ello me dio rabia. No pude evitar pensar: mi primera comida de adulto y lo que me apetece es algo de niños. Cuando nos la entregaron, me sentía avergonzada y me escondí en el baño. Escuché cómo hablabas con el chico como si nada e incluso te reías de algo, como si todo fuera normal, en camiseta y calzoncillos en la puerta, cogiendo la pizza con los billetes del cambio encima mientras yo me acurrucaba junto al lavabo pasándome este peine por el pelo. Me sentía como si me hubieran dejado apoyada en un poste, igual que una bicicleta o un perro mientras su dueño charla ajeno y relajado. Fue tu tranquilidad, me di cuenta de ello, tu tranquilidad y tu experiencia lo que me provocó náuseas. Agarré el peine, el mensaje de cartón del toallero, como si estuviera escondiendo pruebas vergonzosas. Nunca había sentido nada igual, pero tú ya lo habías hecho todo antes.
Con el primer mordisco de pizza me saltó una salpicadura de salsa sobre la camiseta, y tenía un aspecto tan sanguinolento que tuve que quitármela. Me diste esta, otro más del increíble número de objetos que traías en tu mochila sin fondo, y dormí a tu lado con ella puesta, y luego durante noches y noches en casa, tan larga que sentía como si estuviera dentro de ti, tú con las piernas estiradas y yo acurrucada en tu pecho, donde palpitaba tu corazón, lo que acompasó nuestros ritmos, supongo. Nos besamos con tanta ternura cuando nos despertamos, sin importarnos nuestro aliento agrio y la colcha más fea incluso por el día. Pero tuvimos que apresurarnos con el café, antes de que Lauren llamase o cualquiera lo descubriese. Ya era por la tarde y un gris reprobador cubría el cielo. «Yo también te quiero», recuerdo que dije, así que debió de ser una respuesta, tú debiste de decirlo primero, pero incluso ahora, mirando esta camiseta, trato de no pensar ni visualizar nada en absoluto. Aquella noche, sola sobre el techo del garaje, me la puse, Ed, como refugio y segunda piel, es lo que creo. Sentía la cama demasiado vacía para dormir, así que me sumergí en la oscuridad para encender algunas de aquellas cerillas, sintiendo que hacía décadas de lo del Mayakovsky's Dream, y las diminutas llamas se extinguieron con el viento tan pronto como abandonaron mis manos. Sentí frío, sin razón alguna. Sentí calor, también sin motivo. Sonriendo, llorando, esta camiseta fue mi única compañía aquella noche y muchas otras después. Me la puse, esta prenda sin importancia que ni siquiera recuerdas haberme dado de tu mochila. Esto que te estoy devolviendo no fue un regalo. Fue apenas un gesto, casi olvidado ya, esta camiseta que llevé puesta como si le tuviera aprecio. Y se lo tuve. No me extraña que rompiéramos.
Vale, estos fueron un regalo que me esperaba dentro de la taquilla el lunes. Como ya tenías mi combinación, podías hacer ese tipo de cosas. Son horrorosos, o no, no realmente, pero no me pegan. No quiero imaginar, ¡no voy a imaginar!, quién demonios te ayudó a escogerlos. O en qué estabas pensando. Míralos, colgando de manera estúpida. ¿En qué estabas pensando?
Toma estas reliquias también. Al me acaba de decir dónde las consiguió, en Bicycle Stationery, en uno de esos grandes cestos que sacan frente al escaparate como si fuera a aparecer un encantador de serpientes. Pero cuando las colocó en mis manos aquella mañana, no me lo contó. Había muchas otras cosas que decirse. Había estado sentado en el banco del lado derecho, nuestro lugar habitual, por el que yo no había aparecido desde que tú y yo empezamos a desbaratar mi vida. Parecía también una reliquia, el viejo Al con la vieja Lauren y un espacio para mí, vacío como una tumba saqueada. Era asombroso que yo pasase por allí, pero estaba tan perdida en mis temblorosos pensamientos que había olvidado entrar a Hellman por la nueva ruta para saludarte con la mano mientras lanzabas al aro, y tal vez incluso besarnos un poco a través de la alambrada como prisioneros separados. Pero ahí estaba yo, y Al se acercó para unirse a mi paso. Incluso después de diez días, las chicas probablemente caminemos de un modo distinto después de perder la virginidad, solo porque pensamos que todo el mundo puede notarlo. —¿Qué es esto? —Le juré a Lauren que hablaría contigo —dijo Al— y sé que tú también lo juraste. —¿Por qué lo juraste tú? —le pregunté.
—Por Gina Vadia en Tres verdaderos mentirosos. —Esa es buena —dije, aunque sabía que la había elegido únicamente por los coches deportivos. —Y ¿tú? —Por The Elevator Descends. —Es bonita. —Sí. —Pero no me has llamado —se quejó. —Bueno —contesté dando vueltas al paquete entre mis manos—, pensé que sería mejor comunicarme contigo mediante postal, pero no tengo ninguna. Anda, mira. —Pensé que servirían de invitaciones —dijo Al—. Para la fiesta. —¿Aún me estás ayudando con eso? —le pregunté. —No creo que Lottie Carson deba sufrir las consecuencias de que nos hayamos peleado. Hablaba con un perfecto tono inexpresivo, pero su rostro mostraba cautela, casi desesperación. Tras él, Lauren caminaba lentamente a cierta distancia, observándonos a los dos como si fuéramos una ascensión peligrosa. —Échales un vistazo. Las hojeé sin desatarlas. —Guau, volcanes. —Son perfectas, ¿no? Por su papel en La caída de Pompeya... —Claro. —Si es que vamos a homenajearla de verdad... —Sí, gracias. Ed y yo hemos pensado que primero deberíamos invitarla, para asegurarnos de que no tiene otros planes. Quiero llevarle flores, hacerlo en persona. —¿De verdad? —Bueno, me da un poco de miedo —confesé—. Tal vez solo le escriba una tarjeta —di un largo y lento trago de nada—. Gracias, Al. Son preciosas. —Por supuesto. ¿Para qué sirve la amistad? —Eso es. —Escucha, Min —Al hundió tanto las manos en sus bolsillos que pensé que nunca se las volvería a ver—. No pienso que tú y Ed... Mi puño se cerró sobre las postales. —No, no, no digas nada sobre Ed. Él no es lo que quiera que pienses que es. —No es eso. No tengo ninguna opinión sobre él. —Por favor. —De verdad. Eso es lo que quiero decirte. Lo que solté, las cosas que solté sobre él..., a lo que me refiero es que existe una razón por la que las dije. —Porque no te gusta —respondí en un tono que nunca pensé que utilizaría con mi amigo Al—. Lo pillo. —Min, no le conozco. A lo que me refiero es a que no se trata de él. —Entonces ¿de qué...? —Hay una razón. —Está bien —exclamé, harta de aquella mierda—, entonces dímela, y deja de jugar a los secretos. Al miró a mi espalda, al suelo, a todas partes. —Le juré a Lauren que te contaría esto —dijo en voz baja, y luego—: Celos..., ¿vale?..., por eso. —¿Por celos? ¿Es que habrías querido jugar al baloncesto?
Al suspiró. —No seas idiota —se quejó—, y resultará más fácil. —No lo soy. Ed... —... está contigo —Al terminó la frase por mí, por supuesto. El instituto se volvió enorme, todo a mi alrededor. Hay tantas películas así, en las que piensas que has descubierto la trama, pero en las que el director es más listo que tú: por supuesto que es él, por supuesto que era un sueño, por supuesto que está muerta, por supuesto que está escondido justo ahí, por supuesto que es la verdad y tú, en tu asiento, no te has dado cuenta en la oscuridad. Las había intuido todas, cada una de las revelaciones que me habían sorprendido, pero esta no, ni tampoco sabía cómo se me podía haber pasado. —Vaya —dije, o algo así. Al me regaló una sonrisa de ¿qué puedo hacer? —Sí. —Supongo que soy una idiota. —Uno de los dos lo es —añadió Al sencillamente—. No hay nada idiota en no pensar en mí de ese modo, Min. La mayoría de la gente no lo hace. —Pero la chica de Los Ángeles... —dije—. Oh —por supuesto, otra vez—. ¿De quién fue la idea? —Fue por aquella película, Bésame, tonto. —Pero es una película horrible. —Sí, bueno, pero no funcionó inventarse esa historia —dijo Al—. No te pusiste celosa. —Parecía maja —dije con nostalgia. —Simplemente te describí a ti —respondió Al. Entonces deseé decir ¿dónde estabas en todos mis momentos de soledad?, pero sabía que era justo a mi lado. —¿Por qué no me dijiste nada? —¿Habría importado? Suspiré temblorosa, sin poder aguantar más. Dije alguna insignificancia, emití algún sonido para no responder probablemente. —Bueno, supongo que te lo estoy diciendo ahora. —Ahora que estoy enamorada. —Tú no eres la única —dijo Al. Tenía un buen corazón, Ed. Lo tiene aún: se ha marchado a dar una vuelta con la camioneta para que pueda terminar. Pero aquella mañana —12 de noviembre—, no tenía ningún lugar donde colocarlo y apenas pude sujetar estas postales de antiguos peligros y desastres. Estaba parpadeando demasiado, lo sabía. En un segundo, sonaría el timbre. —Es demasiado, lo sé —dijo Al—. Y no tienes que..., ya sabes, sentir lo mismo ni nada por el estilo. —No puedo —respondí. —Bueno, entonces, no hagas nada —dijo él—. También está bien así, Min. De verdad. Pero dejemos de ponernos mala cara el uno al otro, sin hablarnos. Vamos a tomar un café. Sacudí la cabeza. —Tengo un examen —fue mi estúpida respuesta. —Bueno, ahora no. Pero en algún momento. Ya sabes, en Federico's. Hace un montón de tiempo que no vamos. —En algún momento —respondí, sin estar muy convencida, pero Al dijo: —Vale —y levantó un pie como suele hacer, dejándolo en equilibrio, igual que si hubiera un punto
donde hiciese falta tener cuidado. —Vale —respondí también. Daba la impresión de que Al quisiera añadir algo más. Debería haberlo hecho, aunque yo no quería que lo hiciese. No habría importado. —¿Vale, pero? ¿Es eso? —Vale —repetí y repetí y luego le aseguré que tenía que marcharme.
Hemos llegado al fondo, casi vacío. Estos restos secos son como confeti que encuentras en la calle de una fiesta a la que nadie te invitó. Pero debo admitir que solían formar parte de algo hermoso. Lauren me dijo cuando salimos por ahí aquel fin de semana que seguramente querías que te descubriese, que se terminara, y que por eso acabamos en Willows después del entrenamiento. Pienso en ello una y otra vez. Aunque creo que simplemente equivocaste la estrategia. He visto cómo sucede en los partidos, de repente los otros se abalanzan sobre ti y la pelota desaparece en el instante en el que tus ojos vacilan, en un leve momento de distracción. Te sucedía algunas veces, cuando te ponías fanfarrón o no habías dormido lo suficiente. —Dios, necesito un café —dijiste al salir del gimnasio—. Con mucha leche y tres azucarillos. Yo, como una idiota, saludé con la mano a Annette y te cogí del brazo para arrastrarte. —Vamos a Willows —dije. —¿Cómo? ¿Por qué no a mi casa? —Joan se está cansando de mí —respondí—. Además, quiero ir a casa de Lottie Carson. Hoy es el día adecuado para invitarla. —Vale, vamos para allá —dijiste—, pero ¿por qué a Willows? Me aseguraste que nunca querrías flores. —Son para ella —exclamé—. Luego te puedes tomar un café en Fair Grounds mientras yo le escribo una de estas. —¿Una de qué? —Mira. Bonitas, ¿eh? Hizo una película sobre volcanes. —¿Dónde las has conseguido? —Las compró Al. —Así que ¿las cosas han mejorado entre vosotros? —Sí, estamos bien. —Estupendo. Debe de haber echado un polvo, Todd dice que estaba demasiado nervioso, incluso en clase. ¿Ha venido a verle la chica de Los Ángeles? —Es una larga historia —respondí. Asentiste con desdén y luego recordaste que se suponía que debías escuchar ese tipo de cosas. —Cuéntamelo delante de un café —dijiste. —Las flores primero. —Min, no sé. ¿Flores? ¿Por qué? —Porque ella es una estrella de cine —contesté— y nosotros..., digamos que unos chavales de instituto. —Vamos a tomarnos un café y a hablar de ello. —No, me dijiste que Willows cierra temprano. —Sí —admitiste, eras bueno en matemáticas—. Por eso he propuesto que el café primero. —Ed. —Min. Nos quedamos quietos, enfadados el uno con el otro, pero sabiendo, al menos yo, que se trataba de otra pelea efectista.
—Todavía no te has puesto los pendientes —dijiste, como si eso pudiera oscilar la balanza a tu favor. —Ya te lo dije —exclamé—. Son como demasiado elegantes. —Ella no opinaba lo mismo cuando los compré. —Ella, ¿quién? —No lo sé —balbuceaste—. La mujer de la joyería. —Bueno, pues lo son. Podemos ir a algún sitio elegante y entonces me los pondré —esto era una insinuación, ojalá no tuviera que admitirlo, para que me invitases al baile de fin de curso. No lo habías hecho, no lo hiciste, eres un cerdo—. Pero ahora mismo, toca Willows. Vamos. Te arrastré dos o tres manzanas, sudoroso, tratando de escabullirte, moviendo las piernas de puntillas como si te estuvieras meando, en una especie de baile caricaturesco que aun así destilaba gracia. Tu mano se retorcía en la mía como una rana atrapada, tu pelo necesitaba un corte, y los labios los tenías mordisqueados y húmedos. Ojalá fuera la última vez que te encontré atractivo, Ed. Podría haberte soltado en ese momento, haber rechazado tus besos y habernos lanzado entre el tráfico para que ahora tu imagen no me persiguiese por los pasillos. Debería haber tenido una intuición justo en ese instante, en el último paso de peatones cuando el semáforo cambió, pero en vez de eso... La puerta de Willows se abrió con un pitido. En el interior, había un invernadero de posibilidades entre las que dudaste y te encogiste de hombros. —¿Qué quiere decir esa actitud? —pregunté—. Tú has regalado más flores que yo. —Eh. —Aunque imagino que llevas algún tiempo sin hacerlo, ¿eh? Estas son bonitas. Azucenas. —Eh. —Algunas son tan preciosas que nunca tendría que haber dicho aquello de las flores. Debería haberme peleado contigo una y otra vez solo para que me las regalaras. —Eh. —¿Las eliges siguiendo ese antiguo código de que los narcisos significan «siento haberme retrasado», las margaritas, «perdona que te avergonzara delante de tus amigos», y esas cosas en abanico de ahí, «estaba pensando en ti»? O ¿simplemente combinas lo que queda bien junto? — actuaba como una estúpida marioneta, con alegría y pensando que estaba siendo guay cuando todo era una estúpida broma que incluso los niños encontrarían tediosa—. ¿Cuál sirve para decir «feliz cumpleaños»? O ¿«por favor, venga a nuestra fiesta»? ¿Cuál es el código floral para «usted no me conoce, pero si es quien pensamos que es, nos encanta su trabajo y mi novio y yo hemos estado organizando un elegante evento para su ochenta y nueve cumpleaños, por favor, venga»? ¿Cómo se dice «haz mis sueños realidad»? —Tú debes de ser Annette. No, así no. —¿Cómo estás, Ed? —dijo el tipo de la floristería, calvo y con las gafas sujetas a una hilera de cuentas. Me convencí a mí misma de que no había dicho aquello o que no le había oído o que no estaba viendo cómo permanecías en silencio, incluso mientras él sacudía mi mano—. Es estupendo poner cara a un nombre por fin. —No, Ambrose —dijiste finalmente—. Solo estamos buscando... —Sé lo que estáis buscando —respondió con un arrullo y un gesto de la mano, y se dirigió hacia una hilera de frigoríficos—. Me estáis ahorrando el coste del transporte. Cargaré diez dólares en la cuenta de tu madre, Ed. ¿Conoces a su madre, Annette? —cerró la puerta y volvió hacia mí con un ostentoso ramo escarlata—. Siempre le han gustado las flores —dijo, y me lo colocó en las manos,
brillante, un impresionante arreglo, enorme en un jarrón helado entre mis dedos. Rosas rojas. Todo el mundo sabe lo que significan. —No son para ella —dijiste de repente, y Ed, esto fue también una maldita injusticia. —¿Tú no eres Annette? Annette, aún tardé un segundo en reaccionar. Era el nombre escrito en el sobrecito, sobresaliendo en un arpón de plástico como un escupitajo en mi cara. Las rosas rojas deberían ser para la novia, y esa era yo. Así que lo cogí, el sobre también estaba frío, y afilado en los bordes. —No —dijiste en voz baja. Ed, eran muy, muy bonitas. —Me gustaría ver —me escuché mentir— lo que le has escrito a... Ya lo había rasgado para abrirlo. El grito ahogado que inundó la estancia debió de ser mío, qué vergüenza. «No puedo dejar de pensar en ti». Fue un océano, un cañón de espanto. No me vino a la mente nada que se le pareciera, ninguna escena en una floristería. Deja de tragar saliva, pensé. Tienes cara de imbécil en el reflejo de la puerta. En casa, viendo esta película, habría predicho: y ahora ella le pregunta, ¿desde cuándo? Y lo dije. —Min... —Me refiero a que da la impresión de que cierto tiempo —repliqué, y noté la palabra viscosa en la boca—, porque no puedes dejar de pensar en ella. El florista se puso la mano sobre la cara. Todos tus comentarios sobre los maricas, tuve tiempo de pensar, y mira quién conoce tus secretos de pareja, Ed. —Min, estaba tratando de decírtelo. —Pero esto no es para mí —exclamé, y algo se arrugó en mi puño. Se produjo un estruendo contra el suelo, el estruendo de algo que se deja caer. —Min, te quiero. —Y no puedes dejar de pensar en mí —dije—, es lo que ponía en tu nota. Mi mente traqueteó al intentar hacer las cuentas. Debías de haber dejado de pensar en mí porque no podías dejar de pensar en Annette. Pensé en ella vestida con las cadenas, el hacha, y cerré el puño en torno a estos malditos pétalos que ves aquí. No podías dejar de pensar en quién, pensé, una fracción que fui incapaz de sumar mentalmente. Necesitaba ayuda, pero tú eras el único que sabía utilizar bien el jodido transportador. —Min, escucha... —¡Estoy escuchando! —chillé. Te tiré el sobre (ahora le va a tirar el sobre a la cara) a la cara—. ¿Estás..., cuándo...? —Oye, en primer lugar nunca dije que no fuéramos a quedar con otras personas. —¡Una mierda! —exclamé—. ¡Dijimos exactamente eso! —Yo dije que no quería quedar con nadie más —por un segundo regresé al ruidoso autobús, fue Halloween de nuevo y sentí el aire de la noche en los brazos—, no que... —¡Una mierda! ¡Dijiste que me querías! —Y te quiero, Min, pero Annette, bueno, vive justo al lado. Y sabes que hemos seguido siendo amigos. Quiero decir que tú tienes amigos, sabes cómo es eso, y nunca te lo he echado en cara... —¿Que vive cerca? —Así que venía algunas noches, solo para hacer los deberes o lo que fuera. Ella nunca se ha llevado bien con Joan, así que estábamos siempre arriba.
—Oh, Dios. —Le gusta el baloncesto, Min. No sé. Su padre era amigo del mío. Sabe escuchar. Y sí, la mayor parte del tiempo actuamos solo como amigos. —Tú... ¿te has acostado con ella? Empecé a sumar noches, aquellas en las que no hablamos por teléfono, o si lo hicimos, fue rápidamente. Las respuestas enfadadas y evasivas de Joan, que subía al piso de arriba dando pisotones para ir en tu busca. Yo sabía escuchar, sé escuchar. Lo estaba escuchando todo. Pero no decías nada, ni ahora ni entonces. Solo oía el agua que resbalaba por el suelo, una respuesta que conocía, derramada del hermoso jarrón. —Oye, Min, sé que no me crees, pero esto es duro. Para mí también. Es horrible, es raro, es como si fuese dos personas y una de ellas se sintiera..., sí, Min, realmente... realmente, realmente feliz contigo. Te quería, te quiero. Pero por la noche Annette llamaba a mi ventana y era como otra cosa, como un secreto que ni siquiera yo conocía... La estancia vibró, las puertas de cristal del frigorífico también. Te callaste. Debo de haber gritado, pensé. —Min, por favor. Fue..., somos..., diferentes, ya lo sabes —tenías la misma mirada que en la cancha, pensando rápidamente una estrategia—. Debe de haber..., no sé, una película, ¿no? ¿No hay una película que trata de dos tipos, gemelos creo, uno que hace lo correcto y otro...? —Esto no es una película —repliqué—. Nosotros no somos actores de cine. Nosotros somos..., oh, Dios mío. Oh, Dios mío. En ese momento, clavé la mirada en algo, fijamente. ¿Cuántas cosas terribles se proyectarían frente a mí, me pregunté, cuántas escenas malas en películas peores, estúpidos errores, cuántas aberraciones que debían ser arrancadas de las paredes? —Oye —dijo el florista—. Espera. Liberé mi muñeca de su mano y continué rasgando. Lo rompería todo, pensé, destrozaría lo que me diese la gana y a quienquiera que tratase de detenerme. —Espera —repitió el tipo—, espera. Me doy cuenta de que estás disgustada y, bueno, parte de la culpa es mía. Pero no puedes destruir mi tienda. Eso es mío, cariño. Ella lo fue todo para mí y nunca volveré a encontrar uno igual si tú... Salí corriendo con ambas manos llenas, bramando. Nadie de los que caminaban por la acera se preocupó. El aire era demasiado frío, como si hubiera olvidado mi abrigo, y luego noté un insoportable bochorno y calor en la boca, en el cuerpo. Me perseguiste. Mi jodida virginidad, pensé sintiendo un retortijón y dando bandazos. Lo habías previsto todo, lo conseguiste todo. Ducharnos juntos. Tu cuerpo dentro del mío. Conseguiste cada pedacito de piel mientras que yo, un puñado de pétalos en una mano, de las flores de otra persona, y esto en la otra. ¿Cuántas veces habías estado en Willows, cuántas lo habías visto justo allí, clavado con chinchetas en la pared junto a la fotografía de unos gatitos colgando de un árbol, con los ojos saltones y tristes y una estúpida advertencia que todo el mundo ha visto un millón de veces? —¿Sabías esto? —vociferé. Me ofreciste otro exasperante encogimiento de hombros. —Min, no entendí... —Yo no lo entiendo —dije tratando de no flaquear—. ¿Vas a..., me has abandonado por otra chica y ni siquiera me he enterado? Parpadeaste como si, tal vez, fuera una suposición bastante acertada. —Y luego ¿esto? ¿Esto? Y nunca...
—¡Min, fuiste tú la que lo dijo, siempre dijiste que incluso si no fuera! Dijiste que incluso si no fuera... —¿Lo sabías y no me lo contaste? De tu boca no salió ni una sola palabra. —¡Dime algo! —No sé —dijiste, hermoso bajo el sol cada vez más tenue. Podría haberte tocado, quería hacerlo, no podía soportarlo. ¿Quién eras, Ed? ¿Qué podía hacer contigo? —¿Cuál es la otra opción? —grité—. ¿Qué otra cosa hay? —Min, es diferente —dijiste, pero yo estaba sacudiendo la cabeza con violencia—. ¡Tú lo eres! Tú eres... —¡No digas bohemia! ¡Yo no soy bohemia! —... diferente. Eso fue lo que me destrozó. Hui calle abajo porque no era cierto. No lo era. Ni antes ni ahora. Tú eres un jodido atleta y podrías haberme alcanzado sin romper a sudar, pero, Ed, no lo hiciste, no estabas allí cuando llegué a una esquina lejana y perdida y me quedé quieta, jadeando, con las manos llenas de todo lo que había perdido. No era cierto, Ed, iba a gritártelo cuando dijiste mi nombre, pero te habías marchado, no eras tú. De todas las personas imaginables era Jillian Beach la que estaba allí, en el semáforo en rojo, en ese coche que su padre le había comprado con parachoques brillantes y una música horrible. Fue mi mejor amiga, Ed, así de jodidamente bajo me hiciste caer. Ella solo abrió la puerta del copiloto y yo gimoteé por todas partes. Quitó la radio. Ella, de todas las personas imaginables, y no me preguntó nada. Más tarde me vino a la mente haberla visto evitar mi mirada en las taquillas, así que debía de saber lo que significaba encontrarme allí sola y sollozando: que finalmente lo había descubierto. Pero luego me resultó simplemente mágico y muy gratificante que no dijera nada, que me permitiese llorar desesperada y horrible en su coche, que condujera lentamente hasta donde sabía que necesitaba ir y luego se detuviese. Se inclinó sobre mí y abrió la puerta. Me dio el bolso, a pesar de que mis manos estaban llenas, y un beso, Ed, incluso un beso en mi mejilla llorosa. Luego, un leve empujón. En ese momento me dio hipo, no podía ser peor, pero vi lo que ella pretendía que viera y franqueé la puerta dando traspiés. Los escasos clientes alzaron la vista hacia la chica que lloraba, y Al se levantó de la mesa en la que siempre nos sentamos en Federico's, si podemos, con el rostro pálido y grave mientras yo me deshacía en lágrimas y le contaba toda la verdad. Y la verdad es que no lo soy, Ed, es lo que quería decirte. No soy diferente. No soy bohemia como asegura todo el que no me conoce: no pinto, no dibujo, no toco ningún instrumento, no canto. Quería decirte que no actúo en obras de teatro, que no escribo poemas. No bailo excepto cuando estoy achispada en las fiestas. No soy deportista, no soy gótica ni animadora, no soy tesorera ni segundo capitán. No soy una lesbiana que ha salido del armario y se siente orgullosa, ni el chaval ese de Sri Lanka, ni una trilliza, una estudiante de instituto privado, una borracha, un genio, una hippie, una cristiana, una puta, ni siquiera una de esas chicas superjudías que tiene una pandilla con kipá y le desea a todo el mundo un feliz Sucot. No soy nada, es lo que le reconocí a Al mientras lloraba dejando caer los pétalos de mis manos, pero sujetando esto con demasiada fuerza como para permitir que cayese. Me gustan las películas, todo el mundo lo sabe —las adoro—, pero nunca estaré al frente de ninguna porque mis ideas son estúpidas y están desordenadas en mi cabeza. No hay nada diferente en eso, nada fascinante, interesante, que merezca la pena mirar. Tengo un pelo horrible y ojos de tonta. Tengo un cuerpo que no es nada. Estoy demasiado gorda y mi boca es increíblemente fea. Mi ropa es una broma y mis bromas son desesperantes y complicadas y nadie más se ríe con ellas. Hablo como una imbécil, no sé decir nada que haga pensar a la gente como yo, simplemente parloteo y farfullo
como una fuente rota. Mi madre me odia, no puedo complacerla. Mi padre nunca me llama y luego lo hace en el momento equivocado y me envía regalos enormes o nada y todo eso provoca que le ponga mala cara, y encima me puso de nombre Minerva. Hablo mal de todo el mundo y luego me enfurruño cuando no me llaman. Mis amigos se desvanecen como si los hubiera lanzado desde un avión, mi exnovio piensa que soy Hitler cuando me ve. Me rasco ciertos lugares del cuerpo, sudo por todas partes, mis brazos, la manera en que me muevo de forma patosa tirando cosas, mis notas normalitas y mis intereses estúpidos, el mal aliento, los pantalones ajustados por detrás, mi cuello demasiado largo o algo así. Trato de engañar y me pillan, me hago la interesante y meto la pata, estoy de acuerdo con los mentirosos, digo cualquier tontería y pienso que es algo inteligente. Me tienen que vigilar cuando cocino para que no queme el guiso. Soy incapaz de correr cuatro manzanas o de doblar un jersey. Finjo como una imbécil, bromeo como una loca, perdí la virginidad y ni siquiera eso lo hice bien, accediendo a ello y poniéndome triste e irritándome después, aferrándome a un chico que todo el mundo sabe que es un gilipollas, un bastardo, un imbécil y un cabrón, queriéndole como si tuviera doce años y descubriendo toda la verdad de la vida en la sonrisa de un recorte de revista. Amo como una loca, como una comedia romántica de marca blanca y serie Z, como una boba con demasiado maquillaje que dice su extraño guion a un hombre atractivo cuyo propio espectáculo de comedia ha sido cancelado. No soy una romántica, soy una tonta. Solo los estúpidos pensarían que soy lista. No soy nada que nadie debería saber. Soy una lunática que deambula en busca de migajas, soy todos y cada uno de los miserables imbéciles a los que he desdeñado y pretendido no reconocer. Soy todos ellos, cada uno de los últimos detalles horribles en un mal disfraz de última hora. No soy diferente, en absoluto, no soy distinta a otra mota cualquiera. Soy una imperfección imperfecta, una ruina ruinosa, unos restos manchados y tan destrozados que soy incapaz de descubrir lo que era antes. No soy nada, nada de nada. La única particularidad que tenía, lo único que me diferenciaba, es que era la novia de Ed Slaterton, que me amaste durante unos diez segundos, pero a quién le importa, qué más da, porque ya no lo soy y qué humillante para mí. Qué error fue pensar que era alguien distinto, como pensar que las áreas verdes te convierten en una vista hermosa, que el que te besen te transforma en alguien a quien apetece besar, que sentir calor te convierte en café, que el que te gusten las películas te convierte en director. Qué absolutamente erróneo es pensar que es de otra forma, que una caja de basura es un tesoro, que un chico que sonríe es sincero, que un momento agradable es una vida mejor. No es espantoso pensar así, una niña regordeta en un salón que sueña con bailarinas, una chica en la cama que sueña con Nunca a la luz de las vela, una loca que piensa que la quieren y sigue a una extraña por la calle. No hay ninguna estrella de cine que camina por ahí, es lo que sé ahora, no la sigas pensando en eso, no estés ridículamente equivocada y sueñes con una fiesta para su ochenta y nueve cumpleaños. Todo se ha acabado. Ella murió hace mucho tiempo, es la absoluta realidad de lo que me golpeó el pecho, la cabeza y las manos para siempre. No hay estrellas en mi vida. Cuando Al me dejó en casa, exhausta y destrozada, para subir al techo del garaje y repasar todo de nuevo, llorando sola, no había ni siquiera estrellas en el cielo. Las últimas cerillas fueron mi única luz, lo único que me quedaba, y luego esas cerillas, esas que tú me diste, cabrón, esas murieron y se convirtieron en nada también.
Esta la compré, pero no la utilicé. Al y Lauren me secuestraron para preparar lasaña de setas y llorar a la mesa en vez de esconderme en los asientos no reservados para verte jugar, como les aseguré que quería hacer. —Ten algo de dignidad —me dijo Lauren, y Al se mostró de acuerdo asintiendo con la cabeza sobre el rallador de queso—. No querrás ser la triste exnovia de la tribuna. —Soy la triste exnovia de la tribuna —respondí. —No, estás aquí con nosotros —dijo Al con firmeza. —Es lo único que soy —gimoteé—, y lo único que hago es cenar con mi madre toda deprimida, o llorar en la cama, o mirar fijamente el teléfono... —Oh, Min. —... o escuchar a Hawk Davies y tirarlo para luego rescatarlo de la basura y escucharlo de nuevo y repasar la caja otra vez. No me queda nada más. Soy... —¿La caja? —preguntó Al—. ¿Qué es eso de la caja? Me mordí el labio. Lauren lanzó un grito ahogado. —Lo sé —dije—. Lo sé, lo sé, debería haber roto con él en Halloween. —¿Qué es eso de la caja? —repitió Al. Lauren se inclinó para mirarme fijamente a los ojos. —Dime que no —exclamó—, prométeme que no tienes una caja con cosas, con tesoros de Ed Slaterton, que has estado manoseando. Por Dios santo, no. ¿No te lo dije, Al? ¿No te dije que deberíamos haber pasado por su habitación un peine de cerdas finas y haber quemado todo lo que encontrásemos relacionado con Slaterton? En cuanto nos enteramos de su comportamiento canalla, canalla, deberíamos haber alquilado unos de esos trajes antirradiaciones y haber saltado en paracaídas sobre su habitación... Lauren se calló porque yo estaba llorando, y Al se quitó el mandil y se acercó para abrazarme. Al menos, pensé, no estoy llorando tan fuerte como la última vez. —Es estúpido, lo sé —dije—. Es desesperantemente estúpido. Soy desesperantemente estúpida. Ha sido una idiotez conservar todo eso. —Creo que te has dejado llevar por la desesperación —dijo Al acercándome un pañuelo. —La Desesperada —exclamó Lauren adoptando una postura de flamenco—. Recorre el desierto destruyendo cajas con tesoros que le habían regalado hombres canallas, canallas. —No estoy lista para destruirla. —Bueno, al menos déjasela en la puerta a Ed. Podemos hacerlo esta noche. —Tampoco estoy lista para eso. —Min. —Déjala en paz —la interrumpió Al—. No está lista. —Bueno, al menos confiésanos lo más vergonzoso que hay en ella. —Lauren. —Vamos. —No. —A que canto —amenazó.
Lancé un pequeño suspiro. Al cogió de nuevo el rallador. Los envoltorios de los preservativos, eso no podía decírselo. Memos III. «No puedo dejar de pensar en ti». —Está bien..., eh, unos pendientes. —¿Unos pendientes? —Unos pendientes que él me regaló. Al frunció el ceño. —No hay nada vergonzoso en eso. —Sí lo hay, si los vieras. Lauren cogió el bloc que la madre de Al tenía junto al teléfono. —Dibújalos. —¿Cómo? —Será terapéutico. Dibuja los pendientes. —No sé dibujar, ya lo sabes. —Lo sé, por eso será terapéutico para ti y tronchante para nosotros. —Lauren, no. —Está bien, entonces represéntalos. —¿Qué? —Que los representes, ya sabes, como en una pantomima. ¡O un baile interpretativo, sí! —Lauren, esto no me está ayudando. —Al, échame una mano. Al me miró, sentada en la mesa de la cocina. Vio que estaba titubeando. Dio un trago largo, largo de su bebida con menta y limón y luego dijo: —Creo que tendría efecto terapéutico. —Al. ¿Tú también? Pero Al ya estaba moviendo una silla para dejarme espacio. —¿Necesitas música? —preguntó Lauren. —Pues claro —exclamó Al—. Algo dramático. Allí, esos conciertos de Vengari que le gustan a mi padre. Pista seis. Lauren subió el volumen. —Señoras y señores —dijo—, reciban con un fuerte aplauso las coreografías en estilo libre de... ¡la Desesperada! Me levanté arrastrando los pies y luego ocupé mi lugar, con mis amigos. Así que toma la entrada, Ed. Porque mientras el mundo y su multitud te aclamaban a ti, el segundo capitán, el ganador de las finales estatales, yo también recibía algunos aplausos. Devuélvele esto a tu hermana. Ya lo he terminado.
Está bien, una última cosa. Había olvidado por completo que estaba aquí. Lo compré en algún momento, cuando estuvimos hablando sobre la comida de Acción de Gracias hace millones de años. Tú aseguraste que el relleno era algo que había que hacer a la manera tradicional, con un bote de —era absolutamente obligatorio— esta extraña marca de castañas que apenas se fabrica. Estás equivocado, por supuesto. Las castañas en el relleno saben como si alguien masticase una rama de árbol y luego te diera un beso de tornillo. Compré esto para cocinar para ti en Acción de Gracias. Pero Acción de Gracias ya ha pasado. Al y yo vimos siete películas de Griscemi ese fin de semana en el Carnelian, y metimos a escondidas sándwiches de restos de pavo y la bebida de limón y menta machacada en cantimploras de plástico. No nos besamos, pero nos limpiamos mostaza de la boca el uno al otro, así lo recuerdo. Al acaba de ver el bote. —¿Qué hace eso ahí? —es lo que ha dicho. Le he contado lo que había deseado hacer para ti y ha arrugado la nariz. —Las castañas en el relleno saben como si alguien masticase una rama de árbol y luego te diera un beso de tornillo —aseguró. —Puaj. ¿Y...? —Oh, sí. Y en mi opinión, los pájaros azules son bonitos. Hemos llegado a un acuerdo, que cada vez que dé una opinión tiene que añadir otra para compensar todas las veces que no opinó sobre algo. Mi parte del trato, que por fin estoy cumpliendo ahora que estoy lista, era deshacerme de todo esto. —Aunque me parece haber leído algo de un aperitivo con castañas —está diciendo Al—. Creo que hay que envolverlas en prosciutto, rociarlas con grappa, asarlas y decorarlas con un poquito de perejil. —O tal vez queso azul —propuse yo. —Con eso estaría delicioso. —¿Podríamos usar castañas de bote? —Claro. Envolver algo en prosciutto contrarresta el sabor a bote. Envolver algo en prosciutto contrarresta cualquier cosa. —Sí —dije, así que, Ed, esto me lo quedo. Esto no te lo voy a devolver. Ni siquiera sabrías de su existencia si no te estuviera hablando de ello: de su enorme peso, de su estúpida etiqueta, de este pedacito de nosotros que no voy a soltar. Me hace sonreír, Ed, estoy sonriendo. Podríamos probarlo para Año Nuevo, es lo que va a proponerme Al, sé que lo hará. Estamos planeando una cena elegante. Será en honor de nadie, lo decidimos después de mucha charla, charla, charla cargada de cafeína. Hasta ahora la mayoría de los platos los hemos plagiado de El gran festín de los estorninos, que alquilamos de nuevo y paramos una y otra vez para descubrir qué tipo de vino utiliza Inge Carbonel. También tartas de regaliz. Un huevo poco cocido y relleno de anchoa, queso de cabra derretido sobre remolacha o tal vez estas castañas envueltas en prosciutto, contrarrestando todo. Velas, servilletas de verdad. Podría conseguirle otra corbata. Es un proyecto, y parte de él no funcionará (por cierto, siento lo de Annette), pero gana al asqueroso relleno que coméis los atletas, Ed. Nuestros bocetos son desastrosos, pero Al y yo sabemos interpretarlos, podemos imaginar cómo avanzan. El Año Nuevo me hará sentir..., no sé, como esas personas felices amontonadas en una larga mesa de madera, no es que sea mi película favorita pero tiene algo, a mi modo de ver. A ti no te
gustaría. La razón por la que rompimos es que tú nunca verás una película como esa. El temblor de los cuencos de sopa, ese pájaro que pica semillas en un platillo, la manera en que aparece de repente el pretendiente, varias escenas antes de que estés totalmente seguro de que forma parte de la trama. Cierro la caja, exhalo como una camioneta que se detiene, te la tiro con un gesto de Desesperada. Muy pronto me sentiré como esas personas felices, en cualquier momento a partir de ahora, sin importarme amigos ni amante ni lo que contiene ni nada. Lo veo. Y lo imagino sonriendo. Te lo prometo, Ed, también se lo estoy diciendo a Al, tengo una intuición.
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y por eso rompimos
Teen Fictionpaso este libro a wattpad, para los pobres como yo, que no podemos comprar el libro fisico :3 yo tambien los quiero <3 ahre