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  —Sí, sí pasa. No debería haber hecho esa mierda. —Tenías un asunto familiar, está bien. —¡Ja, ja! —dijiste. No pude evitarlo, tu reacción me provocó una risa tonta. Tú sonreíste, sorprendido, y dijiste de nuevo—: ¡Ja, ja! —¡Ja, ja! —¡Ja, ja! ¿Quieres saber lo que es un asunto familiar para Joan? Que quiere hablar conmigo, así que echa a mis amigos. Vaya gilipollez, un asunto familiar. Lo aprendió de mi madre, pero no le va a funcionar, ella no es mi madre. Por alguna razón, parecías asustado al decir aquello, un gesto que te había visto en los entrenamientos cuando el entrenador tocaba el silbato y pensabas que tal vez la habías fastidiado y tenías un problema. —No pasa nada —dije. —Quiero decir que podía haber esperado. Pero por supuesto no podía, porque ¡hoy está fuera todo el día! ¡Con Andrea! Pero si es solo mi novia, ¡échala de casa porque tenemos que hablar en este mismo momento! —¿Qué quería decirte? Detuviste tu deambular y te sentaste de forma repentina en una silla del rincón. Luego te levantaste de manera casi cómica, como en una película de Piko y Son, solo que tú no estabas intercambiando sombreros con nadie. —Escucha —dijiste—, quiero contarte algo. —Vale. Decidí que se trataba de algo sobre tu madre, pero me equivoqué de nuevo, Ed, como siempre, idiota de mí. —Lo que quería decirme es que contigo estoy..., que vamos muy deprisa, eso dijo. Le contaste lo de la estrella de cine y ella sabe que yo no soy así y entonces dijo algo sobre las otras chicas con las que salgo, las de antes. Pero que tú eres tan inteligente y como..., no sé, inexperta, es lo que ella dijo, pero no de ese modo, ¿sabes? —Sí —respondí con el estómago en el suelo. ¿Me estabas dando plantón porque tu hermana te lo había mandado? —Y vale, comprendo a qué se refiere, pero, Min, no tiene ni idea de lo que está hablando. Es tan..., todo el mundo es tan estúpido, ¿sabes? Y Christian también, y Todd, cualquiera que diga estupideces, vivís en mundos diferentes, como si hubieras caído de una nave espacial. Tenía que decir algo. —Sí —asentí—. ¿Entonces...? —Entonces, que los jodan —exclamaste—. No me importa, ¿sabes? Sentí una sonrisa en el rostro, también lágrimas. —Porque, Min, lo sé, ¿vale?, sé que soy un estúpido con lo de las películas para maricones, lo siento, mierda, también soy estúpido por eso. Sin ánimo de ofender. ¡Ja, ja! Pero quiero intentarlo, Min. Cualquier fiesta que quieras organizar, cualquier cosa, no ir a hogueras. Lo que quieras hacer para ese ochenta y nueve cumpleaños, aunque no recuerde el nombre de quien los cumple. —Lottie Carson. Me acerqué a ti, pero alzaste las manos, no habías acabado. —Y dirán cosas, ¿vale? Sé que las dirán, por supuesto que las dirán. Tus amigos probablemente también lo hagan, ¿vale? —Sí —respondí.

Me sentí furiosa, o sentí algo con furia mientras te acompañaba de un lado a otro, esperando caer en tus brazos en movimiento. —Sí —repetiste con una amplia sonrisa—. Vamos a seguir juntos, quiero estar contigo. Vamos a hacerlo. ¿Vale? —Vale. —Porque no me importa lo de la virginidad, el ser diferente, bohemio, las fiestas extrañas con una tarta repugnante, ese iglú. Simplemente juntos, Min. —Sí. —Al revés de lo que todo el mundo nos dice. —¡Sí! —Porque, Min, escucha, te quiero. Lancé un grito ahogado. —No tienes, no tienes que... Sé que es una locura, Joan dice que he perdido realmente la cabeza, pero... —Yo también te quiero —dije. —No tienes que... —Deseaba decírtelo —respondí—. Pero todo el mundo asegura... —Sí —dijiste—. Yo también. Pero es cierto. —Sí —admití—. No me importa lo que digan, ni una palabra de lo que digan. —Te quiero —dijiste de nuevo, y entonces te detuviste y nos lanzamos juntos sobre el sofá, riéndonos, hambrientos, con la boca abierta en un largo y desesperado beso, rodando hacia el suelo, que estaba duro, ay, demasiado duro sin los cojines. Nos reímos. Continuamos besándonos, pero el suelo resultaba incómodo. —¿Qué ha pasado con los cojines? —También ha sido cosa de Joan —respondiste—. Pero a la mierda eso y a la mierda ella. Me reí. —¿Qué quieres hacer ahora, Min? —Probar el Pensieri. Parpadeaste. —¿Qué? —El licor para las galletas —aclaré—. Lo he conseguido. Quiero probarlo. Deseé que no me preguntaras de dónde lo había sacado y no lo hiciste, así que nunca te lo conté. —El licor para las galletas —repetiste—. Claro. Sí. ¿Dónde está? Me levanté y lo cogí, sin vasos, y retorcí la parte de arriba de la botella hasta que se abrió y noté aquel aroma extraño e intenso, como a vino pero con un toque de algo, vegetal o mineral, impactante y extraño. —Tú primero —dije, y te lo alargué. Frunciste el ceño ante la botella, luego sonreíste, tomaste un trago lento e inmediatamente lo escupiste sobre tu camiseta. —¡Joder! —gritaste—. Esto es... ¿qué es esto? Sabe como un higo picante muerto. ¿Qué tiene? Me estaba riendo tanto que fui incapaz de responder. Sonreíste y te quitaste la camiseta. —¡No quiero ni tocarlo! ¡Joder, me ha caído en los pantalones! Trataste de derramar el licor en mi alocada boca y me salpicaste la camisa. Chillé y agarré la botella como si fuese una granada de mano, temiendo que cayera Pensieri por todas partes; tú te bajaste los pantalones, sonriendo, yo sentí el pegajoso licor en mi piel, solté la botella, me quité la

camisa sin desabotonarla y escuché algo que se rasgaba; un botón rodó bajo la televisión. Respiraba agitadamente bajo el sujetador, burlándome de ti mientras luchabas con las perneras de tus vaqueros. He visto La llamada de la jungla en la gran pantalla, Ed, he visto una copia totalmente remasterizada de Los acróbatas, pero nunca había visto nada tan hermoso como tú en ropa interior, igual que un niño pequeño, y luego desnudo, riendo a carcajadas, con un hilillo de licor en el pecho, excitado, mirándome en el salón. Conservé esa hermosa imagen en lo más profundo de mi ser durante el camino de regreso a casa horas después, con el Pensieri en el bolsillo del abrigo que te compré y que me habías dado porque el tiempo se había tornado frío y había empeorado, envolviéndome con aquella prenda que nunca volverías a ponerte, abotonándola para que pudiera ocultar mi camisa destrozada, pensando durante todo el camino de vuelta a casa en tu gesto desnudo y sonriente. Nada se le aproximó en hermosura. Ni siquiera lo que conseguiste hacer conmigo después, sin aliento y ruborizada tras responder tu siguiente pregunta, paciente con tus dedos y tu boca que recorrían lentamente mi piel de modo que no podía distinguir los unos de la otra. Conseguiste lo que ningún chico había logrado porque ningún otro me había pedido ayuda con tanta dulzura, pero ni siquiera eso, a pesar de ser estupendo y de cortarme la respiración, superó a tu imagen sonriente. Nunca te lo dije, ni siquiera después de confesarte que te quería todas aquellas veces durante todo aquel día, nunca te dije lo hermoso que fue, al revés de lo que todo el mundo nos estaba diciendo. Nunca te lo dije porque fue demasiado formidable, hasta ahora que estoy llorando en Leopardi's con mi amigo recuperado y es solo algo que recordar a la luz de aquella maravillosa mañana en la que me sonreías mientras yo te devolvía la sonrisa. —Y ahora, Min —me preguntaste jadeando—, ¿qué quieres hacer? Y lo que respondí en aquel momento me ruboriza ahora.

Indeleble es la palabra que utilizan en el libro Cuando las luces se apagan, en el que no dejan de hablar de imágenes con esta característica. La máscara metálica del emperador antes de hundirse en la oscuridad en Reino de furia. La mirada triste y despectiva de Patricia Ocampo en la diligencia a punto de partir en Últimos días en El Paso... Significa, lo busqué en internet para asegurarme, que permanece en tu mente. Yo solo lo había escuchado de la tinta. Recuerdo una de esas imágenes en la que aparezco en la concha acústica de Bluebeard Gardens. La estoy viendo: llevaba unos vaqueros, la camisa verde que me dijiste que te gustaba pero que ahora probablemente serías incapaz de distinguir entre varias, las bailarinas negras que se salían de mis pies y el jersey anudado a la cintura y colgando porque había arrancado a sudar de hacer a pie todo el trayecto desde el autobús. Estaba sentada donde tocan las marchas del Cuatro de Julio, donde acuden viejos famosos intérpretes folk para cantar gratis sobre el final de las injusticias, mero cemento gris y frío fuera de temporada, con hojas muertas y alguna ardilla ocasional que pasa frenéticamente. Y yo, sentada con las piernas estiradas en forma de uve comiendo los pistachos que tu hermana había especiado y colocado en esta elegante lata para ti. Nunca se desvanecerá. No es fiel a la realidad —no fue en absoluto así—, porque estábamos juntos, pero cuando rememoro aquello, tú no apareces en la fotografía. En la imagen indeleble, estoy sola comiendo pistachos y alineando perfectamente las cáscaras en semicírculos que se hacen cada vez más pequeños, como paréntesis dentro de otros paréntesis. En la realidad, tú estabas comprobando que había electricidad. —Aquí hay —gritaste con entusiasmo desde detrás de un montón de lonas—, una hilera entera de enchufes. —¿Funcionan? —¿Debería meter los dedos? Estoy seguro de que funcionan. ¿Quién los habría desconectado? Es suficiente para las luces y la música. El viejo radiocasete de Joan debería servir, es horrible pero tiene potencia. —Y ¿las luces? —Nosotros tenemos luces de Navidad, pero es un coñazo sacarlas. ¿Las tienes tú en algún lugar mejor que nuestro desordenado desván? —esperé—. Ah, claro. —Claro. —Tú no celebras la Navidad. —Yo no celebro la Navidad —repetí. —Y ¿las luces de Janucá? —preguntaste regresando a mi lado—. Esas sí las ponéis. Me refiero a que es la Fiesta de las Luminarias, ¿no? —¿Cómo sabes eso? —He leído sobre los judíos. Quería informarme. —Anda ya. —Annette me lo contó —admitiste frunciendo el ceño al mirar un pistacho abierto—. Pero ella lo leyó en algún sitio. —Bueno, pues yo no tengo. Te ayudaré a encontrarlas en el desván. No son demasiado navideñas, ¿verdad? —Blancas, algunas de ellas.

—Perfecto —dije, y estiré las piernas aún más. Permaneciste de pie, mirándome y masticando ruidosamente, satisfecho. —¿De verdad? —Sí —respondí. —Y te reíste. —No me reí. —Pero no se te había ocurrido —dijiste dando unos cuantos pasos rápidos adelante y atrás sobre el escenario, atlético y bello. Bluebeard Gardens era perfecto, con su aspecto desvencijado y pintoresco como Besos antes de salir al escenario o Y ahora las trompetas. Había sillas para sentarse abajo, en el auditorio. Espacio para bailar, un estrado donde podríamos colocar la comida. Y fuera, pasado el escenario y los asientos, las hermosas esculturas montarían guardia, severas y silenciosas. Soldados y políticos, compositores e irlandeses, todos rodeando el perímetro, enfadados sobre un caballo u orgullosos con un bastón. Una tortuga con el mundo a sus espaldas. Algunas cosas modernas como un gran triángulo negro y tres figuras encima de otra que seguramente proyecten una sombra espeluznante por la noche. Un jefe indio, enfermeras de la guerra de Secesión, un hombre que descubrió no sé qué... la hiedra había cubierto la placa demasiado para verlo, pero llevaba un tubo de ensayo en la mano, donde los pájaros se habían posado, y una carpeta a un lado. Dos mujeres con túnica que representaban las artes y la naturaleza, un regalo de nuestra ciudad hermana en algún lugar de Noruega. Aunque no invitáramos a nadie, formarían una atractiva y glamurosa multitud: el comodoro, la bailarina, el dragón del Año del Dragón de 1916. Yo había venido a merendar aquí algunas veces cuando era niña, pero mi padre siempre decía, puedo escuchar sus palabras, indelebles, que había demasiado ruido. Sin el jaleo era el lugar perfecto, perfecto para la fiesta del ochenta y nueve cumpleaños de Lottie Carson. —Me pregunto si habrá guardias por la noche —dije. —No. —¿Cómo lo sabes? —Amy y yo solíamos venir por aquí. Ella vivía en Lapp, a solo una manzana de distancia. Desde su porche se ven los leones. —¿Amy? —Amy Simon. En segundo. Se mudó, a su padre le trasladaron. Ese tipo era un verdadero gilipollas, estricto y paranoico. Así que solíamos enrollarnos aquí. —Así que no soy la primera chica a la que desnudas en un parque... —dije sonriendo y pensando en ello. Empecé a meter las cáscaras una por una en esta lata. Alzaste la vista hacia la curvatura de la concha acústica durante un segundo, «es perfecto por si llueve», me habías asegurado. Habías pensado en todo, habías estado pensando en la fiesta, tú solo. —Pues sí —dijiste—. Tú eres la única. Aunque no la única a la que he intentado desnudar en un parque. Me reí un poco, metí unas cuantas cáscaras más. —Imagino que no puedo culparte por intentarlo. —Todas las chicas —afirmaste—, todas reaccionaban igual, poniéndose frenéticas si mencionaba a otra. —Soy diferente, lo sé —dije, un poco aburrida del comentario. —No me refiero a eso —exclamaste—. Quiero decir que te quiero. Cada vez que lo decías, lo decías de verdad. No era como la segunda parte de una película en la que Hollywood reúne a los mismos actores con la esperanza de que funcione otra vez. Se parecía a una

nueva versión, con otro director y otro equipo intentando algo distinto y empezando de cero. —Yo también te quiero. —No puedo creer que sea esto lo que quieres. —¿El qué? —pregunté—. ¿A ti? —No, me refiero a planear una fiesta. Encuentro un parque, simplemente te lo enseño, y actúas como si hubiera hecho algo. —Lo has hecho. Esto es ideal. —Quiero decir que con mis amigos..., les compramos estupideces a nuestras novias. —Sí, lo he visto por ahí. —Ositos de peluche, dulces, revistas incluso. No digas que es una estupidez porque todos pensamos eso, todo el mundo, pero es lo que hacemos. Vosotros ¿qué hacéis? ¿Os regaláis poemas o algo así? Yo no voy a escribirte un poema. De hecho, Joe solía escribirme poemas. Una vez, un soneto. Se los devolví en un sobre. —Lo sé. Esto es..., me gusta esto, Ed. Es un lugar perfecto. —Y no puedo comprarte flores porque todavía no hemos tenido una pelea, una de verdad. —Ya te dije que nunca me compraras flores. Puedo verte alzando los ojos y sonriendo sobre el escenario. Te devolví la sonrisa, como una idiota que no quería flores, y la jodida florería fue donde todo se vino abajo, la razón por la que el fondo de esta caja está cubierto de pétalos de rosa muertos, igual que un santuario en una autopista donde ha ocurrido un accidente. —¿Tenemos que irnos? Estábamos haciendo pellas, pero yo tenía un examen. —Nos queda tiempo, un poco. —Cielos —exclamaste—, ¿qué podemos hacer mi novia y yo en un parque...? —Ni lo sueñes —dije—. En primer lugar, porque hace demasiado frío. Te inclinaste y me diste un largo beso. —Y ¿en segundo? —En realidad, esa es la única razón que se me ocurre. Tus manos avanzaron. —No hace tanto frío —aseguraste—. Y no tendríamos que quitárnoslo todo. —Ed... —Quiero decir que no tendríamos que hacer mucho. Me desembaracé de tus brazos y eché las últimas cáscaras en la lata. —Mi examen —dije. —Está bien, está bien. —Pero gracias por traerme aquí. Tenías razón. —Te dije que era perfecto. —Entonces, para la fiesta tenemos comida... —Bebida. Trevor me prometió que lo haría. Aunque no será solo champán, no puedo decir más. —Vale. Y Trevor ¿no hará el imbécil en la fiesta? —Bueno —dijiste—, te garantizo que lo hará. Pero digamos que no demasiado. —Está bien. Entonces, comida, bebida, música, luces. Todo excepto las invitaciones y la lista de invitados. —Todo excepto —repetiste con una sonrisilla. Te tiré una cáscara y luego me levanté para recogerla. Lo hice sin saber por qué, al menos en aquel

momento. No había razón alguna para guardarlas, eran cosas sin importancia, e incluso ahora no parecen nada más. Sin embargo, todo lo demás ha desaparecido. El «quiero decir que te quiero» ha desaparecido, y tu baile sobre el escenario, y toda la perfección para la fiesta. Incluso la fiesta habría desaparecido si la hubiéramos celebrado: la música devuelta a Joan, las luces de nuevo en el desván, la comida digerida y las bebidas vomitadas. Habríamos llevado a Lottie Carson a su casa con gran amabilidad y la habríamos ayudado a atravesar su propio jardín de esculturas hasta la puerta principal por la noche tarde, muy tarde, cansada por la encantadora celebración, agradecida y llamándonos queridos. Todo desaparecido, indeleble pero invisible, casi todo menos todo excepto. El señor Nelson dijo que había superado mi récord permanente, quince minutos tarde en un día de examen, pero eso también desapareció junto al suficiente y la pregunta de redacción en la que me marqué un verdadero farol, y desaparecida está la razón por la que llegué tarde, cómo corrí hacia ti y te besé en el cuello y apreté mi mano contra tu cuerpo, murmurando que parecía como si te gustara bastante hacer todo excepto. No hicimos mucho, como prometiste. Un poco, y ese poco ha desaparecido, veintitantos minutos que salieron disparados hacia dondequiera que vayan los actores cuando la película ha terminado y nosotros estamos parpadeando ante las luces de los rótulos de salida, hacia dondequiera que se marchen los antiguos amores cuando se mudan con los gilipollas de sus padres o simplemente miran hacia otro lado cuando pasan a su lado por los pasillos. Y la sensación, la verdadera perfección de aquella tarde en la que pensaste en mí, que recordaste este jardín y me esperaste a la salida de la clase de Geometría para que hiciera pellas y viese lo que sabías que me gustaría..., esa sensación se ha desvanecido también para siempre. Pero las cáscaras siguen aquí, Ed. Míralas, ahora son importantes y me pesan en el corazón cuando abro la lata y las agito en mis manos doloridas de escribirte. Se han vuelto indelebles, Ed, porque todo lo demás se ha desvanecido, así que tómalas. Tal vez si tú te quedas con ellas, yo me sienta mejor.

Hay una escena en Veredicto en lágrimas en la que el abogado de la acusación suelta un ramo de rosas y poco a poco la cámara va descendiendo hacia las flores y los tallos, continúa por la mesa y avanza poco a poco hasta el estrado. Y mientras tanto se escucha a Amelia Hardwick farfullar con indignación, acusación, justificación, histeria y finalmente vergüenza al darse cuenta de que tiene que ser cierto: Es una asesina. Estaba en el cenador aquella tarde tranquila. Su amnesia es real. Y llora con lágrimas de impotencia, ante la evidencia irrefutable, como un telón que se cierra. Yo sufro amnesia respecto a Memos III. Si Karl Braughton, con los pulgares en los tirantes, me preguntara: «Min Green, ¿jura que no ha visto ni un solo fotograma de la serie Memos?», yo miraría primero a los serios miembros del jurado y luego a Sidney Juno —que no aparece en la película, pero es tan guapo que le colaría en ella— y respondería sí, sí, eso diría, porque esas películas son tan jodidamente estúpidas que me entran ganas de rechinar los dientes. Pero aquí están las entradas, salidas como una bofetada en la cara de esta caja llena de dolor. Así que contempla cómo me postro, negándolo. Al acaba de verlas y de exclamar: «¡¿Memos III?!», sin dar crédito a sus ojos. Le hubiera abofeteado, pero la situación entre nosotros aún es delicada. Le explicaré que tú querías ir, Ed, así que fuimos. Yo no dejaba de pasear la mirada por la sala casi vacía hasta que me preguntaste si quería un burka para que ninguno de mis «eso que no te está permitido decir» amigos me viera aquí, asistiendo a mi primera película de Memos. (Apuesto a que ahora lo dices todo el tiempo, ¿no, Ed?: maricón, maricón, maricón). En realidad, no buscaba a mis amigos, solo quería descubrir si había alguna otra mujer entre el público. Y la había acompañando a un grupo de chicos de once años que estaban de cumpleaños. Esto lo recuerdo, pero la película ha quedado borrada por la amnesia a consecuencia, Ed, de lo que me dijiste justo cuando se apagaron las luces y empezó aquella serie horrible de anuncios de coches y colegios universitarios y qué sé yo, que el Carnelian ni en un millón de años proyectaría antes de una película, pero que el Metro incluye sin pudor, aunque desde un punto de vista puramente estético, debo admitir que el de Burly Soda es bastante guay. Te volviste hacia mí y dijiste, con un vehículo listo para el combate parpadeando en tu rostro: —Recuérdame cuando estemos comiendo que hay algo de lo que quiero hablar contigo. —¿El qué? —Recuérdamelo cuando estemos comiendo... —No, ¿qué es? —Bueno, el próximo fin de semana tenemos que hacer algo ineludible y creo que deberíamos pensar en cómo organizarlo. Fue como si una gigantesca espátula hubiera caído sobre mí, con fuerza y lanzando salpicaduras. Me senté aplastada, como una repentina y sorprendida hamburguesa, un trozo de carne en un cine repleto de chavales. ¿Ineludible? ¿Te referías a acostarnos? ¿Al ineludible y jodido sexo? ¿Como si no pudiera escapar el próximo fin de semana? Me rodeaste con el brazo. Yo me aseguré de mantener las piernas juntas, aunque una rodilla, la más cercana a ti, la sentía nerviosa y me temblaba. ¿Cómo organizarlo? Me sentía furiosa, balbuceante, pero también algo más —sumisa, enamorada de ti, algo — que me impidió decir nada. Memos III lanzó su ataque, pero yo no vi nada. Ni un solo fotograma,

señores del jurado, ni una sola imagen. Si hubiera hecho pucheros, habrías pensado que era por la película, así que me quedé quieta, intentando detener mi cerebro, no pensar en nada. Traté de evitar cualquier sentimiento, de simular que no era consciente de que, en algún momento, adoptarías esta actitud, lo de ser Ed Slaterton y todo eso, con derecho a la ineludible relación sexual. Pero la película, la grosera película con bromas de puños apretados, ha quedado borrada y olvidada. Y lo que me fastidia ahora, mientras Al contempla las entradas como si hubiera encontrado mi carné de pertenencia al Ku Klux Klan, es que no soy aquella amnésica. Apuesto a que eres tú el que no se acuerda de la sesión de las tres y media en el Metro, que creo que pagaste. Como de todo lo demás, Ed.

—¿Que pensaste qué? —exclamaste. Estábamos en Lopsided's, el regreso al escenario del robo del azúcar, tú tomándote lo que quiera que coman los tíos por la tarde y que no es ni el almuerzo ni la cena ni las grandes cantidades de palomitas de los cines, hoy un sándwich club y patatas fritas, y yo, té, recordándome por enésima vez que debía meter bolsitas de buena calidad en el bolso para cuando fuésemos a las cafeterías. —¿De verdad pensaste que justo antes de que la película empezara iba a decirte que el próximo fin de semana perderías —bajaste la voz y te inclinaste hacia delante para que no se enterara todo el Lopsided's— la virginidad? ¿Algo así como: por cierto, cariño? ¿Qué clase de chiflado piensas que soy? —De la clase que dice chiflado. —Y ¿por eso has estado sentada de ese modo durante la película? No me extraña que no te haya gustado. Dejé que el alivio me inundase, como si hubiera saltado dentro de una piscina perfecta y estuviese disfrutando de ese maravilloso instante de tranquilidad antes de empezar a nadar. —Sí. Por eso no me ha gustado Memos III: ¡Cuidado ahí abajo! —Bueno, estaría dispuesto a verla otra vez. —Cierra el pico. —¡Es cierto! Por ti, para que pudieras concentrarte. —Eso es horriblemente encantador. No, gracias. —Tal vez deberías consultar en ese precioso libro de cine tuyo si es de guays que te guste a la primera. —Tal vez deberías consultar con ese precioso entrenador tuyo si es bueno para tu juego. —Al entrenador le encantan esas películas. Llevó a todo el equipo a ver Memos II al final de la temporada pasada. Te miré, eras lo único que tenía. Al no me había llamado, ni siquiera después de que yo le llamara y colgase cuando contestó. No pude darle vueltas a todo esto con su ayuda y nunca lo haré. —Lo triste es que no sé si estás de broma. —Sí, definitivamente hoy no entiendes ninguna de mis palabras. Ineludible, joder. Ya te he dicho que no tenemos que seguir un programa, que no hay ningún premio. —Está bien, entonces, ¿a qué te referías? ¿Qué pasa el próximo fin de semana? —Que es Halloween, taruga. —¿Qué? —Bueno, tú querrás ir a lo que organizan tus colegas, que es muy bohemio y eso que no me está permitido decir. —Es solo una fiesta. —Como lo mío. —Sí, en el campo de fútbol, con tres alumnos expulsados cada año. Asentiste con la cabeza, sonreíste y suspiraste, mirando con tristeza tu plato vacío, como si quisieras comerte otro sándwich club con patatas fritas. —Todavía echo de menos a Andy.

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now