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  —Juego el viernes —anunciaste. —¿Y quieres que me siente en las gradas, que vea cómo ganas y las animadoras gritan tu nombre, que te espere sola a que salgas del vestuario y que te acompañe a una fiesta con hoguera llena de desconocidos? —Cuidaré de ti —prometiste en voz baja. Alzaste la mano y rozaste mi pelo, mi oreja. —Porque yo sería —insinué—, ya sabes, tu cita. —Si estuvieras conmigo después del partido, serías más bien una novia. —Novia —repetí. Era como probarse unos zapatos. —Es lo que la gente pensará, y comentará. —Pensarán que Ed Slaterton estaba con esa chica bohemia. —Soy el segundo capitán —como si hubiera manera de que alguien no lo supiese en el instituto —. Tú serás lo que yo les diga. —Que será ¿bohemia? —Inteligente. —¿Solo inteligente? Sacudiste la cabeza. —Lo que estoy tratando de explicarte —dijiste— es que eres diferente, y tú no dejas de preguntarme por las demás chicas, pero a lo que me refiero es a que no pienso en ellas, por tu manera de ser. Me acerqué más. —Repite eso. Sonreíste. —Pero lo he dicho fatal. Lo que toda chica quiere decir a todo chico. —Repítelo —insistí—, para que entienda lo que quieres decir. —Comprad algo —gruñó la primera arpía— o salid zumbando de mi tienda. —Estamos mirando —respondiste fingiendo examinar una fiambrera. —Os doy cinco minutos, tortolitos. Me acordé de mirar hacia la puerta del Mayakovsky's Dream. —¿La hemos perdido? —No —dijiste—, he mantenido un ojo alerta. —Apuesto a que esto es otra cosa que nunca haces. Te reíste. —Te equivocas, persigo a actrices de películas antiguas la mayoría de los fines de semana. —Solo quiero saber dónde vive —aseguré. Noté cómo la fecha del cumpleaños de Lottie Carson, en la parte trasera del afiche echaba chispas en mi bolso; tenía un plan secreto. —Está bien —dijiste—. Es divertido. Pero ¿qué haremos cuando lleguemos? —Ya veremos —respondí—. Tal vez sea como en Informe desde Estambul, cuando Jules Gelsen encuentra esa habitación subterránea llena de... —¿Qué te pasa con las películas antiguas? —¿Qué quieres decir? —¿Qué quieres decir con que qué quiero decir? Mencionas películas antiguas para todo. Apuesto a que seguramente estás pensando en una ahora. Así era: el último plano largo de La vida de Rosa como delincuente, otra de Gelsen.

—Bueno, quiero ser directora de cine. —¿De verdad? Vaya. ¿Como Brad Heckerton? —No, como uno bueno —respondí—. ¿Por qué, qué pensabas? —En realidad, nada —dijiste. —Y tú ¿qué vas a ser? Parpadeaste. —Campeón de la final estatal, espero. —¿Y luego? —Luego un fiestón y estudiar en la universidad que me coja y después ya veré cuando llegue. —¡Dos minutos! —Vale, vale —revolviste en un cubo lleno de serpientes de goma, aparentando estar ocupado—. Debería comprarte algo. Fruncí el ceño. —Todo es horrible. —Buscaremos algo, para matar el tiempo. ¿Qué necesita un director de cine? Me ibas preguntando por los pasillos. ¿Máscaras para los actores? No. ¿Molinetes para los exteriores? No. ¿Juegos de mesa subidos de tono para la fiesta posterior a la ceremonia de entrega de premios? Cállate. —Una cámara —exclamaste—. Nos la llevamos. —Pero es una cámara estenopeica. —No tengo ni idea de qué es eso. —Es de cartón. No te confesé que yo tampoco lo sabía y que simplemente lo había leído en el lateral de la caja. Tampoco te había dicho, hasta ahora, que, por supuesto, estaba enterada de lo del partido y de vuestra derrota la noche en la que te conocí en el jardín de Al. Pero parecía gustarte, eso creo, eso esperaba entonces, que yo fuera diferente. —De cartón, y qué más da, apuesto a que ni siquiera tienes cámara. —Los directores no se encargan de las cámaras. Eso lo hace el director de fotografía. —Ah, claro, el director de fotografía, casi se me olvida. —No tienes ni idea de a lo que se dedica. Con tres dedos me hiciste cosquillas justo en el estómago, donde viven las mariposas. —No empieces. Pase de callejón, faltas técnicas, tengo un diccionario de baloncesto en la cabeza, y tú no tienes ni idea de ello. Te voy a comprar esta cámara. —Apuesto a que ni siquiera se pueden hacer fotografías de verdad con ella. —Pone que viene con carrete. —Es de cartón. Las fotos no saldrán bien. —Serán... ¿cuál es esa palabra en francés? ¿La que se usa para las películas raras? —¿Cómo? —Hay un término oficial. —Películas clásicas. —No, no, no me refiero a pelis de maricones como tu amigo. Sino a las raras, raras de verdad. —Al no es homosexual. —De acuerdo, pero ¿cómo se dice? Es en francés. —El año pasado tuvo novia. —Está bien, está bien.

—Vive en Los Ángeles. La conoció en una historia que hizo en verano. —De acuerdo, te creo. Una chica de Los Ángeles. —Y no sé a qué cosa en francés te refieres. —Se utiliza para pelis superraras, como, «oh, no, esa mujer se está cayendo desde lo alto de una escalera dentro del ojo de una persona». —De todos modos, ¿cómo sabes que existe esa palabra? —Por mi hermana —dijiste—. Estuvo a punto de estudiar cine. Va a State. De hecho, deberías hablar con ella. Me recuerdas a ella, un poquitín... —¿Esto es como salir con tu hermana? —Guau, este es otro momento en el que no podría decir si estás enfadada. —Será mejor que me compres flores por si acaso. —Vale, no estás enfadada. —¡Fuera! —chilló la segunda arpía como un autoritario insulto. —Cobra esto —dijiste lanzándole la cámara para que la cogiera. Y aquí te la devuelvo, Ed. En aquel gesto pude reconocer la ligera arrogancia de tu papel de segundo capitán, cómo realmente podía ser «lo que tú les dijeras», como habías asegurado. Novia, tal vez—. Cobra y déjanos en paz. —No tengo por qué soportar esto —gruñó ella—. Nueve cincuenta. Le pasaste un billete de tu bolsillo. —No seas así. Sabes que eres mi preferida. Esa fue también la primera vez que contemplé aquella faceta tuya. La arpía se deshizo en un charco ondulante y sonrió por primera vez desde la era paleozoica. Le guiñaste un ojo y cogiste el cambio. Debería haberlo considerado, Ed, como una señal de que eras poco fiable, pero lo tomé como una demostración de tu encanto, razón por la que no rompí contigo en aquel instante y aquel lugar, como debería haber hecho, y ojalá, ojalá, ojalá hubiera hecho. En vez de eso, trasnoché contigo en un autobús y en las extrañas calles del barrio perdido y lejano donde Lottie Carson se ocultaba en una casa con un jardín repleto de esculturas que proyectaban sombras en la oscuridad. En vez de eso, te besé en la mejilla en señal de agradecimiento y salimos abriendo la caja y leyendo juntos las instrucciones para saber cómo funcionaba. Es sencillo, era sencillo, demasiado sencillo. Avant-garde era el término en el que estabas pensando, lo aprendí en Cuando las luces se apagan, breve historia ilustrada del cine, pero no lo sabíamos cuando teníamos esta cámara. Había un millón de cosas, todas, que yo no sabía. Era estúpida, el término oficial para feliz, y acepté esta cosa que te estoy devolviendo, este objeto que me regalaste cuando la actriz a la que estábamos esperando apareció por fin.

—¡Se está abriendo! —¿Por dónde? —¡No, la puerta! —¿Cómo? —¡Al otro lado de la calle! ¡Es ella! ¡Se marcha! —Vale, déjame abrirla. —¡Date prisa! —Tranquila, Min. —Pero es nuestra oportunidad. —Vale, déjame que lea las instrucciones. —No hay tiempo. Se está poniendo los guantes. Actúa con normalidad. Hazle una foto. Es la única manera de saber si es ella. —Está bien, está bien. «Enrollar la película firmemente con la manivela A». —Ed, se marcha. —Espera —risas—. Dile que espere. —¿Espere, espere, creemos que es usted una estrella de cine y queremos hacerle una fotografía para asegurarnos? Yo lo hago, dámela. —Min. —De todas maneras es mía, tú me la has comprado. —Sí, pero... —¿Crees que las chicas no saben cómo utilizar una cámara? —Creo que la estás sujetando al revés. Diez pasos manzana abajo, más risas. —Vale, ahora. Está doblando la esquina. —«Mantener el objeto que desea fotografiar en el encuadre...». —Ábrela. —¿Cómo? —Dámela. —Ah, así. Ahora. Aquí. Y ahora ¿qué? Espera. Vale, sí. —¿Sí? —Creo. Algo ha hecho clic. —Escúchate, «algo ha hecho clic». ¿Hablarás así cuando estés dirigiendo una película? —Mandaré a otra persona que lo haga por mí. Por ejemplo, a algún jugador de baloncesto acabado. —Vale ya. —Está bien, está bien, ahora ¿lo enrollas de nuevo? ¿Así? —Eh... —Vamos, eres bueno con las mateeees. —Déjalo ya, además esto no tiene nada que ver con las matemáticas. —Voy a sacar otra. Allí, en la parada de autobús. —No grites tanto.

—Y otra. Vale, te toca. —¿Me toca? —Te toca, Ed. Tómala. Saca varias. —Vale, vale. ¿Cuántas hay? —Vamos a hacer tantas como podamos. Luego las llevaremos a revelar y las veremos. Pero nunca lo hicimos, ¿verdad? Aquí está sin revelar, un carrete fotográfico con todos sus misterios encerrados dentro. Nunca lo llevé a ninguna tienda, simplemente lo dejé esperando en un cajón soñando con estrellas. Aquella fue nuestra oportunidad de comprobar si Lottie Carson era quien pensábamos que era, todas aquellas fotografías que sacamos, partiéndonos de risa, besándonos con la boca abierta, riendo, pero nunca lo revelamos. Pensábamos que teníamos tiempo, corriendo detrás de ella, subiendo de un salto al autobús y tratando de distinguir su hoyuelo entre las cansadas enfermeras que discutían vestidas de uniforme y las mamás colgadas de sus teléfonos y con las verduras sobre el regazo de sus hijos, dentro de los carritos. Nos escondimos detrás de buzones y farolas, a media manzana de distancia, mientras ella seguía avanzando por su barrio, donde yo nunca había estado, y el cielo se oscurecía ya en nuestra primera cita, pensando todo el rato que las revelaríamos más tarde. Registramos su buzón con la esperanza de encontrar un sobre con el nombre de Lottie Carson y tú te colaste corriendo en su desgastado y recargado porche, perfecto para ella, mientras yo esperaba con las manos sobre la valla, contemplando cómo ibas y venías a saltos. En cinco segundos te encaramaste por encima de las púas de hierro forjado que enfriaban mis manos al anochecer, y rápido, rápido, rápido atravesaste el jardín con gnomos y lecheras y setas venenosas y Vírgenes María, burlándolos a todos como al equipo contrario. Te abriste camino con rapidez entre aquellas silenciosas estatuas de piedra, y si pudiera, las lanzaría todas a tu jodido umbral, tan ruidosamente como tú fuiste silencioso, con tanta furia como diversión hubo entre nosotros, tan fría y desdeñosa como emocionada y excitada me sentía al observar cómo te colabas en busca de pruebas y regresabas encogiéndote de hombros y con las manos vacías. Así que todavía no lo sabíamos, todavía no podíamos estar seguros, no hasta que las fotografías estuvieran reveladas. Aquellos intensos besos en el largo recorrido en autobús a casa, por la noche, nadie excepto nosotros recostados en la última fila de asientos y el conductor con los ojos fijos en la carretera, sabiendo que no era asunto suyo. Y más besos en la parada, cuando terminó aquella cita, y tu grito al alejarte en zigzag después de que no te dejara acompañarme hasta la puerta, para no soportar a mi madre mirándote de refilón a lo largo de toda la acera mientras me preguntaba dónde demonios había estado. —¡Te veo el lunes! —gritaste como si acabaras de descubrir los días de la semana. Pensábamos que teníamos tiempo. Me despedí con la mano, pero fui incapaz de responder, ya que por fin estaba permitiéndome sonreír tan ampliamente como había deseado durante toda la tarde, toda la noche, cada segundo de cada minuto contigo, Ed. Mierda, supongo que ya te quería entonces. Condenada como una copa de vino que sabe que algún día se romperá, como unos zapatos que se rozarán rápidamente, como esa camisa nueva que no tardarás en manchar. Es probable que Al lo notase en mi voz cuando le llamé, despertándole, porque era demasiado tarde, y luego le dije que no importaba, «olvídalo, perdona por despertarte, vuelve a la cama, no, estoy bien, yo también estoy cansada, mañana seguimos», cuando dijo que no tenía ninguna opinión al respecto. Ya te quería. La primera cita, ¿qué podía hacer con mi estúpida persona y el estremecimiento de «te veo el lunes»?, ¿pensando que había tiempo, mucho tiempo para ver las fotografías que habíamos hecho? Pero nunca las revelamos. Sin revelar, el carrete entero tirado dentro de una caja antes de que tuviéramos oportunidad de saber lo que habíamos conseguido, y por eso rompimos.  

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now