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  —Es mejor que verme comer —añadiste leyendo mis pensamientos. —Si quieres, podemos almorzar —dije—. O si es necesario, no sé, ¿volvemos a casa o algo así? —No —aseguraste. —¿Que no quieres o que no tienes que regresar a casa? —No, quiero decir, sí, bueno, que lo que tú quieras. Te dispusiste a cruzar de nuevo hacia su lado de la calle, pero te agarré del brazo. —No, quédate aquí —dije—. Deberíamos seguirla a una distancia prudencial. Eso lo había sacado de Medianoche marroquí. —¿Qué? —Será fácil —aseguré—. Camina despacio. —Es mayor —admitiste. —Tiene que serlo —continué—. Tendrá unos..., no sé, era joven en Greta en tierras salvajes y eso fue en..., veamos —le di la vuelta al afiche y busqué algún dato biográfico. —Si fuera ella —dijiste. —Si fuera ella —repetí, y cogiste mi mano. Y aunque no fuera, quise murmurar de nuevo contra tu cuello, aspirando el aroma de tu espuma de afeitar y tu sudor. Vamos, es lo que pensé, mientras la película dejaba su estela de vapor en mi mente. Veamos adónde nos conduce esto, esta aventura acompañada del zumbido de la música y la ventisca de nieve teatral, con Lottie Carson abandonando indignada el iglú y Will Ringer refunfuñando antes de ir a buscarla. Greta elegirá al hombre adecuado, sin importarle lo humilde que sea su iglú, y sus lágrimas de felicidad se congelarán como diamantes en su hoyuelo bajo esa luz que solo Mailer era capaz de conseguir. Vamos, vamos, deprisa hacia el final feliz con Lottie Carson escondiendo el anillo de compromiso en un bolsillo del abrigo justo cuando la palabra «FIN» revolotea en la pantalla, enorme y triunfante, y se produce el gran, gran beso. Esa fue la señal para mí, cariño. Tuve una corazonada de adónde nos conduciría aquel día, 5 de octubre, una corazonada avivada por el reverso de este afiche, la edición promocional de Lottie Carson, una cronología de su vida y su trabajo. Su cumpleaños estaba cerca —tenía casi ochenta y nueve años—. Eso fue lo que pensé mientras descendía abstraída por la calle. Fue el 5 de diciembre lo que visualicé al caminar juntos el 5 de octubre, vamos, vamos juntos hacia algo extraordinario, y comencé a hacer planes, pensando que llegaríamos tan lejos.

Si abres esta caja, verás que se encuentra vacía y, por un instante, te preguntarás si estaba así cuando me la diste —puedo verlo—, otro de tus gestos vanos deslizado en mi mano como un mal soborno. Pero la verdad, y te estoy contando la verdad, es que estaba llena: había veinticuatro cerillas alineadas cuidadosamente en su interior. Ahora está vacía porque las gasté. Yo no fumo, aunque en las películas queda fenomenal. Pero enciendo cerillas en esas meditabundas noches de insomnio en las que gateo hasta el techo del garaje y de la casa mientras mis padres duermen inocentemente y solo algunos coches solitarios circulan por las calles lejanas, cuando la almohada no me resulta cómoda y las mantas me molestan sobre el cuerpo sin importar si me muevo o permanezco quieta. Simplemente me siento con las piernas colgando, enciendo cerillas y observo cómo parpadean hasta apagarse. Esta caja duró tres noches, no seguidas, antes de que todas desaparecieran y se mostrara el vacío que ahora ves. La primera fue la del día en el que me la diste, después de que mi madre se marchara por fin a la cama dando un portazo y yo colgara el teléfono tras hablar con Al. Estaba demasiado feliz y alterada para dormir, y las imágenes de todo el día seguían apareciendo en la pequeña sala de proyección de mi cerebro. Hay una fotografía en Cuando las luces se apagan, breve historia ilustrada del cine en la que aparece Alec Matto fumando en una silla, dentro de una habitación y con un haz de luz que se proyecta sobre su cabeza hacia una pantalla que no vemos. «Alec Matto revisando las pruebas de rodaje de ¿Dónde se ha marchado Julia? (1947) en su sala de proyección privada». Joan me tuvo que explicar lo que son las pruebas de rodaje: cuando el director dedica algo de tiempo por la noche, mientras fuma, a ver las secuencias rodadas ese día, tal vez una única escena. Eso son las pruebas de rodaje, y yo necesité siete u ocho cerillas sobre el tejado del garaje para repasar aquella noche nuestras emocionantes pruebas de rodaje: la nerviosa espera con las entradas en la mano, Lottie Carson dirigiéndose hacia el norte en todos aquellos trenes, besarte, besarte, la extraña conversación en A-Post Novelties que me dejó angustiada después de contársela a Al, a pesar de que él no tuviera ninguna opinión al respecto. Las cerillas eran un poco como el juego de me quiere, no me quiere, pero entonces vi en la caja que tenía veinticuatro, con lo que acabaría en no me quiere, así que dejé que un pequeño manojo centelleara y humeara durante un instante, cada una un estremecimiento, una diminuta y deliciosa sacudida por cada recuerdo, hasta que me quemé el dedo y regresé, pensando todavía en todo lo que habíamos hecho juntos. —Bien, y ahora ¿qué? Tras recorrer dos manzanas, Lottie Carson había doblado una esquina y había entrado en el Mayakovsky's Dream, un restaurante ruso con capas y capas de cortinajes en los ventanales. Éramos incapaces de ver nada, al menos desde el otro lado de la calle. —Nunca me había fijado en este lugar —comenté—. Debe de estar almorzando. —Es tarde para el almuerzo. —Tal vez ella también juegue al baloncesto y coma todo el tiempo. Diste un resoplido. —Debe de jugar con los Western. Son todos unas pequeñas ancianitas. —Vale, vamos a seguirla. —¿Ahí dentro?

—¿Qué pasa? Es un restaurante. —Parece elegante. —No pediremos mucho. —Min, ni siquiera sabemos si es ella. —Podemos escuchar si el camarero la llama Lottie. —Min... —O señora Carson o algo. ¿Es que no te parece el lugar al que iría una estrella de cine, su restaurante habitual? Sonreíste. —No lo sé. —Por supuesto que sí. —Supongo. —Sí. —Vale —dijiste, y avanzaste hacia la calle tirando de mí—. Lo parece, lo parece. —Espera, deberíamos esperar. —¿A qué? —Resultará sospechoso que entremos sin más. Deberíamos esperar, digamos, tres minutos. —Claro, eso evitará sospechas. —¿Tienes reloj? No importa, contaremos hasta doscientos. —¿Cómo? —Los segundos. Uno. Dos. —Min, doscientos segundos no son tres minutos. —Oh, claro. —Doscientos segundos no podrían ser tres nada. Son ciento ochenta. —¿Sabes qué?, acabo de recordar que eres bueno en matemáticas. —Vale ya. —¿Qué pasa? —No me fastidies con lo de las matemáticas. —No te estoy fastidiando. Solo estoy recordando. Ganaste un premio el año pasado, ¿no? —Min. —¿Qué se siente? —Solo fui finalista, no gané. Veinticinco personas lo consiguieron. —Bueno, pero la cuestión es... —La cuestión es que me resulta incómodo, y Trevor y todo el mundo se burlan de mí con eso. —Yo no. ¿Quién haría algo así? Son matemáticas, Ed. No es como si..., no sé, fueras un tejedor realmente bueno. No es que tejer... —Es de maricones, igual que lo otro. —¿Cómo? No..., las matemáticas no son de maricones. —Lo son, algo así. —¿Einstein era homosexual? —Tenía pelo de marica. Miré tu pelo, y luego a ti. Tú sonreíste con los ojos fijos en un chicle que había en la acera. —Realmente vivimos en mundos diferentes, eh... —dije. —Sí —afirmaste—. Tú vives donde tres minutos son doscientos segundos. —Oh, claro. Tres. Cuatro.

—Déjalo, ya han pasado. Me arrastraste para cruzar la calle de forma alocada y temeraria, sujetándome ambas manos como en un baile popular. Doscientos segundos, pensé, ciento ochenta, ¿qué más da? —Espero que sea ella. —¿Sabes qué? —dijiste—. Yo también. Pero aunque no fuera... Sin embargo, tan pronto como entramos, supimos que debíamos marcharnos. No fue solo por el terciopelo rojo que cubría las paredes. Ni por las pantallas de las lámparas, telas de color rojo transformado en rosa cuando la luz de las bombillas las traspasaba, ni por las pequeñas cuentas de cristal que colgaban de las persianas y revoloteaban como prismas con la brisa que entraba por la puerta abierta. No fue únicamente por los esmóquines de los hombres que deambulaban por allí, ni por las servilletas rojas dobladas como si fueran banderas, con un pequeño pliegue en la esquina a modo de mástil, apiladas en la mesa del rincón para cuando hubiera que cambiarlas, banderas sobre banderas sobre banderas sobre banderas igual que si hubiese acabado una guerra y la rendición se hubiera completado. No fue solo por los platos con la inscripción roja de Mayakovsky's Dream y un centauro levantando un tridente sobre su barbuda cabeza, con la pezuña alzada para vencernos a todos y patearnos hasta convertirnos en insignificante polvo. Y no fue solo por nosotros. No se trataba únicamente de que fuéramos estudiantes de instituto, yo de tercer curso y tú de cuarto, ni de que nuestra ropa fuera totalmente inadecuada para restaurantes como ese, con colores demasiado vivos y demasiado arrugada, con demasiadas cremalleras y demasiado manchada y demasiado descuidada, rara y dada de sí, moderna y desesperante e informal e indecisa y fanfarrona y sudorosa y deportiva y fuera de lugar. No fue solo porque Lottie Carson no apartase la vista de lo que estaba mirando, ni porque estuviera mirando al camarero, ni porque el camarero estuviese sujetando una botella, envuelta en una servilleta roja doblada, inclinada por encima de su cabeza, ni tampoco porque la botella, helada y con brillo de gotitas en el cuello, estuviera llena de champán. No fue solo por eso. Fue por el menú, claro, claro, desplegado en un pequeño atril junto a la puerta, y por lo jodidamente caro que era todo y por el poco jodido dinero que teníamos en nuestros jodidos bolsillos. Así que nos marchamos, entramos y sin más salimos, pero no sin que antes cogieras una caja de cerillas de la enorme copa de coñac colocada al lado de la puerta y la apretaras contra mi mano, otro regalo, otro secreto, otra ocasión para inclinarte y besarme. —No sé por qué estoy haciendo esto —dijiste, y te devolví el beso con la mano llena de cerillas apoyada en tu nuca. La noche después de perder mi virginidad, después de que me dejaras en casa y tras varias horas sobre la cama, sin hacer nada, cansada e inquieta, hasta que me incorporé y salí a contemplar el atardecer en el horizonte..., esa noche desaparecieron otras siete u ocho cerillas. Y la tercera noche fue después de que rompiéramos, lo que hubiera merecido un millón de cerillas, pero solo recibió las que me quedaban. Esa noche tuve la sensación de que, encendiéndolas en el tejado, de algún modo, las cerillas lo quemarían todo, de que las chispas de las llamas incendiarían el mundo y a todas las personas con el corazón roto. Deseaba que todo se transformara en humo, que tú te volvieras humo, aunque esa película sería imposible de hacer, demasiados efectos, demasiado pretenciosa para lo diminuta y mal que me sentía. Hay que quitar ese fuego de la película, no importa cuántas veces lo vea en las pruebas de rodaje. Pero lo quiero de todos modos, Ed, quiero conseguir lo imposible, y por eso rompimos.

Nos escondimos en un A-Post Novelties que estaba frente al Mayakovsky's Dream, justo al otro lado de la calle, como una pelota de pimpón que hubiera rebotado, y miramos a hurtadillas a través de las estanterías llenas de qué sé yo, esperando y esperando a que Lottie Carson finalizara su glamurosa escala y saliese para que pudiéramos seguirla hasta su casa. Supongo que no podíamos estar merodeando, o quién sabe por qué acabamos en un A-Post Novelties con las dos arpías malhumoradas que lo regentaban y todas aquellas tonterías, caras y coloristas, que las personas compran a otros para sus cumpleaños cuando no los conocen lo suficientemente bien para saber, encontrar y comprar lo que en realidad les gusta. Al menos, esta cámara es lo único que me compraste en un A-Post Novelties, Ed, eso tengo que admitirlo. Paseé entre animales de cuerda y tarjetas de felicitación mientras tú te agachabas bajo los móviles que colgaban del techo hasta que, por fin, dijiste lo que te rondaba la cabeza. —No conozco a ninguna chica como tú —aseguraste. —¿Cómo? —Que no conozco a ninguna... —¿Qué quiere decir como yo? Suspiraste y luego sonreíste y te encogiste de hombros y volviste a sonreír. El móvil tenía estrellas plateadas y cometas que brillaban en círculos en torno a tu cabeza, como si te hubiera golpeado hasta dejarte sin sentido en un cómic. —¿Bohemia? —propusiste. Me planté delante de ti. —Yo no soy bohemia —exclamé—. Jean Sabinger es bohemia. Colleen Pale es bohemia. —Esas son raras —dijiste—. Espera, ¿son amigas tuyas? —¿Es que entonces no son raras? —Entonces siento lo que he dicho —te disculpaste—. Tal vez lista es a lo que me refiero. La otra noche, por ejemplo, ni siquiera sabías que habíamos perdido el partido. Pensé que todo el mundo lo sabría. —Yo ni siquiera sabía que había un partido. —Y la película esa —sacudiste la cabeza y lanzaste un extraño suspiro—. Si Trev se enterara de que he visto algo así, pensaría..., no sé lo que pensaría. Esas películas son para maricas, sin ánimo de ofender a tu amigo Al. —Al no es marica —protesté. —Ese tío hizo una tarta. —Yo la hice. —¿Tú? Pues sin ánimo de ofender, pero estaba asquerosa. —Se suponía —exclamé— que debía estar amarga, horrible como una fiesta de cumpleaños de los amargos dieciséis, en vez de dulce. —Nadie la probó, sin ánimo de ofender. —Deja de decir sin ánimo de ofender cuando haces comentarios ofensivos —me quejé—. Eso no te da carta blanca. Me miraste ladeando la cabeza, Ed, como un cachorrito tontorrón que se pregunta por qué está el

periódico en el suelo. En ese momento, me pareció un gesto mono. —¿Estás enfadada conmigo? —preguntaste. —No, no lo estoy —respondí. —Ves, esa es otra cosa. No sé cómo explicarlo. Eres una chica diferente, sin ánimo de ofender Min, ups, lo siento. —¿Qué hacen las otras chicas cuando se enfadan? —te pregunté. Suspiraste y te manoseaste el pelo como si fuese una gorra de béisbol a la que quisieras dar la vuelta. —Bueno, ellas no me besan como nosotros antes. Me refiero a que no toman la iniciativa, pero luego, cuando se enfadan, dejan de besarme y no me hablan y cruzan los brazos, como enfurruñadas, y se quedan con sus amigas. —Y tú ¿qué haces? —Les compro flores. —Eso es caro. —Sí, bueno, ese es otro asunto. Ellas no hubieran comprado las entradas para la película como has hecho tú. Yo pago todo, o tenemos otra discusión y les vuelvo a comprar flores. Me gustaba que no fingiéramos que no había habido otras chicas, lo admito. Siempre había una chica contigo en los pasillos del instituto, como si las regalaran con las mochilas. —¿Dónde las compras? —En Willows, por encima del instituto, o en Garden of Earthly Delights si las de Willows no están frescas. —Me estás hablando de flores frescas y piensas que Al es homosexual. Un rojo intenso te cubrió ambas mejillas, como si te hubiera abofeteado. —Esto es a lo que me refiero —dijiste—. Eres inteligente, hablas de forma inteligente. —¿No te gusta cómo hablo? —Nunca había oído a nadie hablar de ese modo —aseguraste—. Es como un nuevo..., como una comida picante o algo así. Como si alguien te propusiera probar la comida del restaurante tal. —Entiendo. —Y luego te gusta —añadiste—. Normalmente. Cuando lo pruebas, no quieres... a las otras chicas. —¿Cómo hablan ellas? —No dicen mucho —confesaste—. Supongo que lo habitual es que hable yo. —De baloncesto, de tiros en bandeja. —No solo, pero sí, o del entrenamiento, del entrenador, de si vamos a ganar la próxima semana... Te miré. Aquel día, Ed, estabas jodidamente guapo —ahora mismo me estás haciendo llorar en la camioneta—, igual que todos los demás. Los fines de semana y los días laborables, cuando sabías que te estaba mirando y cuando ni siquiera imaginabas que estaba viva. Incluso con estrellas brillantes molestándote en la cabeza estabas guapo. —El baloncesto es un aburrimiento —dije yo. —Guau —exclamaste. —¿Eso también me hace diferente? —Esa diferencia no me gusta —respondiste—. Apuesto a que nunca has visto un partido. —Unos tíos que se lanzan un balón y lo botan, ¿no es eso? —dije. —Y las películas antiguas son aburridas y cursis —contraatacaste. —¡Greta en tierras salvajes te ha gustado! ¡Estoy segura! Y sé que fue así.

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now