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  El glaseado está elaborado con Pensieri, un licor con el que papi se regalaba todos los viernes. Perdóname, padre..., pero ¡no están tan buenas si el azúcar no es robado!». Tenías una sonrisa malévola y atractiva. —Así que vamos a robar azúcar —dijiste. —¿Lo harías? ¿Podemos? —Claro, aquí cerca hay un restaurante, el Lopsided's. Pero la tienen en esos cacharros grandes. Te recorrí con la mirada, y luego a mí. —En Thrifty Thrift seguramente encontremos un abrigo, algo así como un gabán por cinco dólares. Eso será lo que yo te compre, con unos bolsillos grandes y profundos. De todas maneras, necesitas otro abrigo, Ed. No puedes ir todos los días disfrazado de jugador de baloncesto con esa chaqueta. —Soy jugador de baloncesto. —Pero hoy eres un ladrón de azúcar. —Robamos el azúcar para las galletas —enumeraste con los dedos y voz aritmética—, conseguimos que Trevor consiga el champán y tú, Joan y Al os encargáis de la música. —El iglú —te recordé. —El iglú —repetiste—, pensar dónde hacer la fiesta y enviar la invitación a esa actriz de cine a la que seguimos. —Cinco de diciembre. Dime, por favor, dime que ese día no tienes partido. Me retiraste el pelo de la cara. Yo te besé y luego me aparté para observar tu boca. Surgió pequeña, insegura de sí misma, pero era una sonrisa. —Recuerda —dijiste— que no estamos seguros de que sea ella, así que es una locura... —Pero estamos de acuerdo, ¿verdad? —Sí —respondiste. —Sí —repetí—, e incluso si no fuera... —¿Incluso si no fuera? —Tal vez esa fecha te resulte familiar. Cinco de diciembre. Te mordisqueaste el labio extrañado y luego te quedaste paralizado, mirando el suelo cubierto de hojas. —Min, me dijiste que tu cumpleaños, juro por Dios que lo recuerdo, no era hasta... —Nuestro aniversario, hace dos meses que empezamos a salir. —¿Qué? —Será nuestro aniversario, eso es todo. Dos meses desde Greta en... —¿Ya piensas en esas cosas? —Sí. —¿Todo el tiempo? —Ed, no. —Pero ¿algunas veces? —Algunas veces. Suspiraste profundamente. —No debería habértelo dicho —me apresuré a decir—. ¿Estás...?, estás flipando. —Estoy flipando —fue lo que respondiste, si es que lo recuerdas, porque algo me indica que podrías haber decidido recordarlo de otro modo—. Estoy flipando de no estar flipando. —¿De verdad?

El modo en que sonreías me cortó de nuevo la respiración. —Sí. —¿Nos vamos? —Vale, a robar el azúcar. Oh, espera, primero lo del abrigo. —Mierda, Thrifty Thrift no abre hasta las diez. Lo sé por experiencia. Tenemos que esperar. Entonces, me besaste en aquel maravilloso lugar con confianza, con alegría, sin encogerte de hombros, con avidez, deseoso. —Madre mía —exclamaste parpadeando con asombro fingido, alejando tu café de nosotros tanto como pudiste—, me pregunto qué podemos hacer mi novia y yo durante una hora o así en un lugar escondido del parque. Clark Baker no podría haberlo expresado mejor. Esta fue la primera vez que estuvimos los dos desnudos, con nuestra ropa apilada en montones separados y sentados el uno al lado del otro, tan próximos que en una toma cenital habría sido difícil saber, ver, de quién era cada mano y dónde descansaba, mientras la luz jugueteaba y resbalaba hacia nosotros a través de la brisa, que nos ponía la carne de gallina. Estabas tan atractivo desnudo bajo aquella hermosa luz verdosa, como una criatura que no fuese de este mundo, incluso con algunas salpicaduras de barro en las piernas, sobre todo después. Respirabas cada vez más lentamente, un ligero sudor, o quizá solo humedad de mi boca, empapaba la parte baja de tu espalda y tus manos permanecían ahuecadas tímidamente entre tus piernas hasta que te animé a retirarlas para poder mirarte y empezar de nuevo. Y yo, nunca me había sentido tan hermosa, bajo la luz y en tus brazos, casi llorando. Dos últimos tragos de tu café frío y nos vestimos para marcharnos, tratando de sacudir todo lo que pudimos: calcetines reacios a desenrollarse, mi sujetador con los aros helados, la camisa, el abrigo. Pero en ese momento tenía calor, gracias al resplandeciente sol y a todo lo demás, así que enrollé la chaqueta, la sujeté bajo el brazo mientras abandonábamos el Boris Vian Park y aquel chico del carrito se preguntaba de dónde habíamos salido, y la dejé en el coche de tu hermana el resto del día, así que hasta que no regresé a casa, subí las escaleras dando pisotones, respondiendo a gritos a mi madre, aburrida, y la tiré sobre la cama, no vi cómo saltaba esto desde algún lugar hacia el suelo de mi habitación. Lo recogí y me ruboricé al pensar cómo se había entremezclado con mis cosas. Lo coloqué en el cajón, lo que quiera que fuese, luego en la caja y ahora te toca a ti ruborizarte y lamentarte. Quién sabe, tal vez sea una semilla de algún tipo, un fruto, una vaina, un unicornio que cabalgaba entre el sotobosque donde nos recostamos juntos. Ponlo en agua, podría haberlo hecho yo, haberlo cuidado, y quién sabe lo que habría crecido, lo que habría sucedido con esta cosa del parque donde te amé, Ed, tanto.

Y este es el abrigo que te compré, tan contenta de gastarme ocho dólares. —A ver qué podemos esconder aquí dentro —dijiste arrastrándome hacia ti. Nos reímos como tontos mientras lo abotonabas alrededor de los dos y me besabas acurrucada contra tu cuerpo, y trataste de caminar de aquel modo hasta la caja registradora, con andares de vagabundo de vodevil, al tiempo que yo te besaba e inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta que pensé que los botones iban a estallar y me aparté de tu lado para abrir el bolso, y te miré, Ed, te miré. Tan —jodidamente— hermoso. —¿Te lo pondrás para ir al instituto? —Ni lo sueñes —te reíste. —Por favor. Mira el estampado. Puedes decirle a la gente que te he obligado a hacerlo. —Después de la travesura del azúcar no quiero volver a verlo jamás. Aquí lo tienes, Ed. Yo a ti tampoco.

Parte del azúcar se ha caído y se ha desparramado por el fondo de la caja, así que todo ha quedado salpicado de dulzor, al contrario de como yo me siento. Aunque seamos realistas, ha salido sin problemas. En Lopsided's nos sirvieron el desayuno: fruta y tostadas para mí, dos huevos con beicon, salchichas, buñuelos de patata, un pequeño montón de tortitas y un gran zumo de naranja para ti, café con mucha leche y tres golpes de azúcar del dispensador para ambos. Hablamos un poco y yo hojeé las recetas, esperando a que terminaras de comer y te limpiases la boca, algo que finalmente tuve que hacer yo misma. Aquí y allá sentía trozos de hoja y briznas de hierba sobre la piel que la ropa incrustaba aún más en ella, como un proyecto de cerámica que hice una vez. En el espejo del baño me descubrí en el cuello incluso un pegote de barro, que limpié rápidamente ruborizada; aquel papel barato era tan áspero que busqué algún arañazo en mi reflejo y luego, mirándome a los ojos, permanecí quieta un segundo y traté de descubrir, como todas las chicas en todos los espejos de cualquier lugar, la diferencia entre amante y fulana. L OS EMPLEADOS DEBEN LAVARSE LAS MANOS fue la respuesta. Cuando regresé a la mesa, noté que los demás clientes nos ignoraban, o nos contemplaban con envidia o admiración o disgusto, o quizá no hubiera otros clientes, no lo sé. Para dejar de mirarte fijamente, jugueteé con el azúcar hasta que detuviste mi mano con las tuyas. —¿No es como volver a la escena del crimen? —El crimen aún no se ha cometido —respondí. —Aún —dijiste—, así que tal vez no deberías llamar la atención sobre el azúcar que está a punto de desaparecer. Me quedé quieta. —Soy virgen. Estuviste a punto de escupir el zumo de naranja. —Vale. —Pensé que tenía que decírtelo. —Está bien. —Porque no lo había hecho antes. —Escucha, no pasa nada —tosiste un poco—. Algunas de mis mejores amigas son vírgenes. —¿De verdad? —Ehhh. Bueno, no. Supongo que ya no. —Todos mis amigos son vírgenes —dije. —¡Ah! —exclamaste—, Bill Haberly. Mierda, se suponía que no debía decírselo a nadie. —Mira, el hecho de que sea sorprendente... —No, no. He conocido..., ya sabes, a un montón de vírgenes. —Así que dejaron de serlo después de que tú las conocieras, es eso lo que me estás diciendo. Te pusiste rojo como un tomate. —Yo no he dicho eso; además, no es asunto tuyo. Espera, me estabas tomando el pelo, ¿verdad? ¿Te estabas quedando conmigo? —Pues resulta que no. —Oye, me resulta difícil hablar de este asunto igual que a ti. —¿Te sorprende?

—Que estés hablando de ello, sí. —No, que sea... —Sí. Supongo. Quiero decir que... tuviste novio el año pasado, ¿no? Ese tío, John. —Joe. —Eso. —¿Lo sabías? A lo que me refería, Ed, era a si ya te habías fijado en mí entonces. —En realidad, me lo dijo Annette. Así que supongo que me ha sorprendido. —Bueno. No lo hicimos. —Está bien. No pasa nada. —Quiero decir que queríamos. Bueno, él quería. Los dos, aunque yo no estaba segura. —No pasa nada. —¿De verdad? —Claro, ¿qué te crees? ¿Que soy una especie de... gilipollas? —No, no lo sé. Yo solo..., es que vuelve a sucederme lo mismo. —¿El qué? —Que no estoy segura. —¡Para!, no tenemos por qué hacerlo. —¿No? —No —respondiste—. Es..., digamos que pronto, ya sabes. ¿No es así? —Para mí, pero lo tuyo es distinto. Me refiero a que están tus amigos, las hogueras y todo lo demás. —En las hogueras todo es palabrería. Bueno, la mayor parte. —Vale. —Espera, me estás diciendo que..., lo del parque, o..., ya sabes, lo de anoche... ¿no querías...? —No, no. —¿No? ¿No querías...? —No —exclamé—. Sí. Solo quería contarte lo que te acabo de decir. —Vale. —Porque no lo había hecho antes, como ya te he dicho. —Está bien —respondiste, pero entonces te diste cuenta de que no era la respuesta adecuada. Hiciste un intento—. ¿Gracias? Y yo casi respondí: te quiero. En vez de eso, me callé y tú también. La camarera acudió a rellenar nuestras tazas y dejó la cuenta. La dividimos y luego, con el montón de billetes sobre la pequeña bandeja, nos miramos el uno al otro. Tal vez tú te sintieras solo aturdido y repleto, pero yo estaba... feliz. Agradecida, supongo, y ligera. Encantada incluso, a lo que había que sumar la agitación del nuevo café que recorría mi interior. Y otra vez estuve a punto de decirlo. En vez de eso... —Ahora. —¿Cómo? Me incliné hacia ti, notando tu frente cálida contra la mía. —El azúcar —susurré—. Ahora. Pero, Ed, ya lo habías cogido.

Esta es una de esas cosas, Ed, que no vas a reconocer por nada del mundo. —Esto sí que es un cambio —dijo Joan cuando entramos, aunque no podría explicar con qué tono lo dijo, contenta pero con una ligera sospecha también. La cocina olía a cebolla y sonaba de nuevo Hawk Davies—. Me pides prestado el coche y regresas antes de la hora a la que sueles levantarte. ¿Qué sois vosotros dos, contrabandistas? No respondiste, pero desparramaste el azúcar sobre la encimera, junto a un paño donde había colocados unos pendientes de aro, eso parecían, secándose o enfriándose. —¿Y ese abrigo? —preguntó Joan—. Tiene un aspecto... —Me lo ha comprado Min. —... elegante. —Buen quiebro, hermanita. Necesito una ducha. Vuelvo en un minuto. —Tu toalla —te gritó cuando ya estabas subiendo a saltos— está en el suelo, donde la dejaste después de la ducha de hace cuatro horas que ¡me despertó! —Sabes lo que no eres, ¿verdad? —respondiste con un bostezo. Sonó un portazo. Joan me miró y se retiró el pelo de los ojos al tiempo que el agua empezaba a sonar en el piso de arriba. Aquí estoy otra vez, pensé. —Y tú ¿qué, Min? —preguntó—. ¿Necesitas una ducha? —Estoy bien —respondí. En la cocina, había unas vibraciones que no entendía, Ed, y a las que tuve que enfrentarme sola. —¿De verdad? —caviló—. Pareces un conejo frente a los faros de un coche siempre que él se sube arriba. Ven, ven y cuéntame lo que te ronda la cabeza. Me incliné sobre la encimera. Aros de cebolla, eso eran, y Joan los despegó uno por uno para añadirlos a un cuenco grande lleno de fideos, albahaca y tofu. —¿Quieres fideos? —me ofreció. —Venimos justo de Lopsided's. —Ya veo. ¿Robar en un restaurante no es algo que se hace en primer curso? Levanté el libro y comencé mi explicación. Tu hermana masticaba por encima de mi hombro, ladeando un poco la cabeza cuando quería que pasara la página, porque tenía los dedos algo manchados con zumo de lima. No dijo nada, solo siguió cogiendo con los palillos su almuerzo o desayuno, así que seguí contándole cosas —Lottie Carson, Greta en tierras salvajes, el ochenta y nueve cumpleaños...—. Abrió los ojos de par en par y los cerró con lentos parpadeos, pero siguió sin decir nada, así que le conté todo, Ed, todo excepto lo del aniversario de los dos meses y los cincuenta y cinco dólares. —Vaya —exclamó por fin. —Guay, ¿eh? —Sin duda debería prestarte mis libros de cine —dijo, y colocó el cuenco en el fregadero. —Sería estupendo —respondí—, y Hawk Davies también. —Me gusta tu manera de pensar —añadió Joan, y luego me miró muy seria, esperando. —Gracias —dije. —Y mi hermano —señaló con la cabeza hacia la escalera por donde habías subido corriendo— ¿va

a ayudarte a preparar estos extravagantes platos para el cumpleaños de una estrella de cine? —Piensas que es... —titubeé—, no sé. Cogió dos albaricoques y me pasó uno. —Que es ¿qué? —preguntó con delicadeza—. ¿Una locura? —Iba a decir posible, factible. Suspiró. El albaricoque tenía mucho jugo, así que solté el libro, abierto por la sonrisa de Lottie Carson, y me limpié las manos. —Podría resultar complicado, Min. —Sí, el iglú es de locos, ¿verdad? Quiero decir que ¿dónde se consiguen...? Ella dijo que no se refería a eso, y el ambiente de la cocina se tornó tan extraño que seguí adelante, continué hablando, y tiré el pipo a la basura. Tuve una intuición, pero no supe interpretarla. —Las galletas parecen más fáciles. La ducha dejó de sonar. Ella suspiró de nuevo y miró la receta. —Sí, bastante sencillas. ¿Dónde vas a conseguir..., cómo se llama, el Pensieri? —Tengo un plan —respondí encogiéndome de hombros y mirando hacia arriba, donde tú te estabas secando—. Lo conseguiré de algún modo, y pronto. —¿Tal vez esta noche? —preguntó Joan—. ¿Te lo ha dicho Ed? Esta noche no puede salir por ahí, tiene un asunto familiar. —No me ha contado nada —respondí. La música de Hawk Davies se detuvo. —Sí —dijo con prudencia—, suena típico de él. Y entonces no supe cómo interpretar lo que estaba sintiendo. Me miraba cautelosa, o eso me pareció, como si hubiera utilizado alguna palabra mal y temiese decírmelo, o como si yo fuera una estrella del baloncesto y el que estuviese en la habitación de arriba fuera su hermano virgen, igual que si estuviese protegiendo algo. Sentí la mano agarrotada y los ojos ardiendo. —¿Debería marcharme? —logré decir. Joan exhaló y me rozó el hombro. —No lo digas de ese modo, Min. Es solo que tenemos un asunto familiar esta noche, como ya te he dicho. Debemos prepararnos antes de que se haga demasiado tarde. Con un ligero quejido, colocó algunas cosas dentro del lavavajillas, lo cerró con el pie y cogió una esponja azul brillante. Recordé que se había sorprendido de que hubiéramos regresado tan temprano. Y ahora era demasiado tarde. —De todas maneras, debes de estar cansada, ¿no? Estuviste despierta casi hasta tan tarde como él. ¿Era eso?, pensé. ¿Que te había mantenido levantado hasta demasiado tarde? Pero no dijo nada más. —Déjame solo que me despida —le pedí. —Por supuesto, por supuesto —respondió ella. Así que subí las escaleras dando brincos, y advertí que los cojines del salón habían regresado al sofá. La puerta de tu madre estaba cerrada, como siempre. Llegue a tu habitación, que solo había visto unos minutos una vez, con su horrible aparador, jugadores de baloncesto en las paredes y una estantería con libros que te había regalado gente que no sabía, o lo sabía pero esperaba que no fuese verdad, que nunca habías leído nada. Sobre el escritorio también horrible, repleto de guarrería y platos sucios, había un transportador, otro extraño artilugio matemático. La radio murmuraba, las persianas seguían bajadas, y me llegó olor a sudor, mucho sudor, algo que suele resultar desagradable aunque en este caso no, qué me pasa, era realmente asqueroso, bueno, no. Sobre la cama tan perfecto que, en un primer momento, pensé que me estabas gastando una broma,

haciéndote el dormido con la toalla en torno al cuerpo y un poco caída, una pierna doblada por la rodilla y un brazo sobre la cara, como ocultando una sonrisa.  

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now