No sé por qué, Ed. No es que no te hubiera visto antes. Todos te conocían, tú eres como, no sé, un actor al que todo el mundo ve crecer. Todos te habían visto antes, nadie puede recordar no haberte visto. Pero de repente, sentí una verdadera necesidad de contemplarte de nuevo en ese mismo instante, esa noche. Pasé apretujándome contra el chaval que había ganado el premio de ciencias y miré en el salón, la guarida con las fotografías enmarcadas en las que Al aparece con aspecto incómodo en los escalones de la iglesia. Estaba abarrotado, como todas las habitaciones, con demasiado calor y excesivo ruido, así que corrí escaleras arriba, llamé con los nudillos por si ya había alguien en la cama de Al, cogí la chaqueta de lana y me deslicé fuera en busca de aire, y por si te encontraba en el jardín. Y allí estabas, allí. ¿Qué me empujó a hacer tal cosa mientras tú esperabas de pie, con una sonrisa irónica y dos cervezas en las manos, a que Trevor vomitara sobre el parterre de flores de la madre de Al? Yo no tendría que haber estado buscando plan, no para mí. No era mi cumpleaños, es lo que pensé. No había razón alguna por la que debiera haber salido al jardín, sola. Eras Ed Slaterton, por Dios, me dije a mí misma, ni siquiera estabas invitado. ¿Qué me pasaba? ¿Qué estaba haciendo? Pero ya estaba hablando contigo y preguntándote qué sucedía. —A mí nada —respondiste—. Pero Trev está un poco mareado. —Que te jodan —balbuceó Trevor desde los arbustos. Te reíste y yo también. Alzaste las botellas hacia la luz del porche para distinguir cuál era cuál. —Toma, esta no la ha tocado nadie. Normalmente, no bebo cerveza. A decir verdad, no bebo nada. Cogí la botella. —¿Esta no era para tu amigo? —No debería mezclar —afirmaste—. Ya se ha tomado media de Parker's. —¿En serio? Me miraste y cogiste de nuevo la cerveza porque yo era incapaz de abrirla. Lo hiciste en un segundo y al devolvérmela, dejaste caer las dos chapas en mi mano como monedas, como un tesoro secreto. —Hemos perdido —me explicaste. —Y ¿qué hace cuando ganáis? —pregunté. —Beberse media botella de Parker's —dijiste, y luego... Joan me contó más tarde que una vez os habían dado una paliza en una fiesta de deportistas después de haber perdido un partido, y que por eso acabáis en fiestas ajenas cuando perdíais. Me dijo que sería duro salir con su hermano, la estrella del baloncesto. «Serás una viuda —aseguró mientras lamía la cuchara y subía de volumen a Hawk—. Una viuda del baloncesto, completamente aburrida mientras él dribla por todo el mundo». Pensé, qué estúpida fui, que no me importaba. ... y luego me preguntaste mi nombre. Yo contesté que Min, diminutivo de Minerva, diosa romana de la sabiduría, porque mi padre se estaba sacando el doctorado cuando nací, y que no, que ni me lo preguntara, que solo mi abuela podía llamarme Minnie, porque, como ella decía, y yo repetí imitando su voz, me quería más que nadie. Tú dijiste que te llamabas Ed. Como si no lo supiera. Quise saber cómo habíais perdido. —No me preguntes eso —exclamaste—. Contarte cómo perdimos herirá todos mis sentimientos. Eso me gustó, todos mis sentimientos. —¿Cada uno de ellos? —pregunté—. ¿De verdad? —Bueno —añadiste, y diste un trago—, podrían quedarme uno o dos. Aún podría tener alguna sensación. Yo también tuve una sensación. Por supuesto, me contaste cómo habíais perdido el partido, Ed, porque eres un chico. Trevor roncaba sobre el césped. La cerveza me sabía mal y la tiré discretamente
a mi espalda sobre la tierra fría, mientras en el interior la gente cantaba. «Cumpleaños amargo, cumpleaños amargo, te deseamos, Al —y Al nunca me reprochó que hubiera permanecido fuera con un chico sobre el que no tenía ninguna opinión en vez de entrar para ver cómo soplaba sus dieciséis velas negras sobre aquel corazón negro e incomible— cumpleaños amargo». Me contaste el relato completo, con tus delgados brazos dentro de aquella chaqueta raída y acartonada, y recreaste todas tus jugadas. El baloncesto sigue resultándome incomprensible, unos tíos en uniforme que botan una pelota, frenéticos y gritando, y aunque no te escuchaba, presté atención a cada palabra. ¿Sabes lo que me gustó, Ed? La expresión tiro en bandeja. Saboreé las palabras, tiro en bandeja, tiro en bandeja, tiro en bandeja, entre tus fintas y faltas, tus tiros libres y bloqueos y las meteduras de pata que lo mandaron todo al carajo. El tiro en bandeja, un movimiento en picado que salía como habías planeado. Mientras todos los invitados cantaban dentro de la casa: «porque es un amargo chico excelente, porque es un amargo chico excelente, porque es un amargo chico excelente, y siempre lo será». En una película, mantendría el volumen de la canción tan alto a través de la ventana que tus palabras se escucharan como un chapurreo deportivo mientras terminabas de relatar el partido y tirabas la botella elegantemente por encima de la valla, haciéndola añicos, y luego empezabas a preguntarme: —¿Podría llamarte...? Pensé que ibas a preguntar si podías llamarme Minnie. Pero simplemente querías saber si podías llamarme. ¿Quién eras tú para pedirme aquello, a quién le estaba contestando que sí? Te habría dejado, Ed, te habría permitido llamarme eso que odio que me llamen, excepto si lo hace la persona que me quiere más que nadie. En vez de eso dije que sí, claro, que podías llamarme para, tal vez, ver una película el próximo fin de semana, y, Ed, lo que sucede con los deseos del corazón es que tu corazón ni siquiera sabe lo que desea hasta que lo tiene delante. Igual que una corbata en un mercadillo, un objeto perfecto en un cajón de naderías, apareciste allí, sin invitación, y de repente la fiesta pasó a un segundo plano y tú eras lo único que yo quería, el mejor regalo. Ni siquiera lo había estado buscando, no a ti, y ahora eras lo que mi corazón deseaba, mientras despertabas a puntapiés a Trevor y te sumergías a grandes zancadas en la noche. —¿Ese era... Ed Slaterton? —preguntó Lauren con una bolsa en la mano. —¿Cuándo? —respondí. —Antes. No digas cuándo. Lo era. ¿Quién le había invitado? Vaya locura, él aquí. —Lo sé —afirmé—. Nadie le ha invitado. —¿Y estaba apuntando tu número de teléfono? Cerré la mano sobre las chapas de las botellas para que nadie las viera. —Esto... —¿Ed Slaterton te va a invitar a salir? ¿Ed Slaterton te ha invitado a salir? —No me ha invitado a salir —respondí. Técnicamente no lo habías hecho—. Solo me ha preguntado si podía... —¿Si podía qué? La bolsa crujió con el viento. —Si podía invitarme a salir —admití. —Dios Santo que estás en el cielo —exclamó Lauren, y luego, rápidamente—, como diría mi madre. —Lauren... —Ed Slaterton acaba de invitar a Min a salir con él —vociferó en dirección a la casa. —¿Cómo? —Jordan salió. Al miró a través de la ventana de la cocina, ofuscado y sorprendido, frunciendo el ceño sobre el
fregadero como si yo fuera un mapache. —Ed Slaterton acaba de invitar a Min... Jordan miró en torno al jardín en busca de Ed. —¿De verdad? —No —aseguré—, no realmente. Solo me ha pedido mi número de teléfono. —Claro, eso podría significar cualquier cosa —resopló Lauren lanzando servilletas mojadas dentro de la bolsa—. Tal vez trabaje para la compañía telefónica. —Vale ya. —Tal vez, simplemente esté obsesionado con los prefijos. —Lauren... —Te ha pedido salir. Ed Slaterton. —No va a llamar —insistí—. Solo ha sido una fiesta. —No te infravalores —dijo Jordan—. Ahora que lo pienso, posees todas las cualidades que Ed Slaterton busca en sus millones de novias. Tienes dos piernas. —Y eres una forma de vida basada en el carbono —añadió Lauren. —Vale ya —exclamé—. Él no es..., es solo un chico. —Escuchadla, solo un chico —Lauren siguió recogiendo basura—. Ed Slaterton te ha pedido salir. Es un disparate. Como Los ojos en el tejado. —No es tan disparatado como lo que, por otra parte, es una gran película, y el título es Los ojos en el cielo. Además, no va a llamar. —Simplemente, me parece increíble —dijo Jordan. —No hay nada que creer —aseguré a todos los que estaban en el jardín, incluida yo—. Hemos celebrado una fiesta y Ed Slaterton estaba ahí, pero ya se ha acabado y ahora estamos limpiando. —Entonces, ven a ayudarme —dijo Al por fin, y alzó la ponchera chorreante. Me apresuré a entrar en la cocina y busqué un paño. —¿Vas a tirar eso? —¿El qué? Al señaló las chapas de mi mano. —Sí, claro —contesté, pero al darle la espalda me las metí en el bolsillo. Al me acercó todo, la ponchera y el paño para secarla, y me echó un vistazo. —¿Ed Slaterton? —Sí —respondí tratando de bostezar. El corazón me golpeaba con fuerza en el pecho. —¿De verdad te va a llamar? —No lo sé —dije. —Pero... ¿deseas que lo haga? —No lo sé. —¿No lo sabes? —No va a llamarme. Es Ed Slaterton. —Sé quién es, Min. Pero tú... ¿qué quieres? —No lo sé. —Sí lo sabes. ¿Cómo no vas a saberlo? Soy buena cambiando de tema. —Feliz cumpleaños, Al. Al solo sacudió la cabeza, probablemente porque yo estaba sonriendo, supongo. Supongo que sonreía, una vez terminada la fiesta y con estas chapas de botella ardiendo en mi bolsillo. Tómalas,
Ed. Aquí están. Te devuelvo la sonrisa y aquella noche, te lo devuelvo todo. Ojalá pudiera.
Esta es una entrada de la primera película que vimos, mira lo que pone en ella: Greta en tierras salvajes, sesión matinal para estudiantes, 5 de octubre, una fecha que jamás dejará de ponerme nerviosa. Ignoro si es la tuya o la mía, pero lo que tengo claro es que compré las dos y esperé fuera, tratando de no caminar impaciente en medio del frío. Estuviste a punto de llegar tarde, lo que se convertiría en algo habitual. Tenía una intuición: Que no ibas a aparecer. Ese era mi presentimiento, mientras la cámara enfocaba de arriba y abajo la calle vacía en la película de aquel día, 5 de octubre, conmigo sola, en gris, caminando impaciente frente al objetivo. Y qué, pensé. Solo eres Ed Slaterton. Aparece. ¿A quién le importa? Aparece, aparece, ¿dónde estás? Que te jodan, todo el mundo tenía razón sobre ti. Demuestra que están equivocados, ¿dónde estás? Y entonces, desde no se sabe dónde, entraste de nuevo en mi vida, dándome unos golpecitos en el hombro, con el pelo peinado y húmedo, sonriendo, tal vez nervioso. Tal vez sin aliento, como yo. —Hola —exclamé. —Hola —respondiste—. Siento llegar tarde, si es que llego tarde. No me acordaba de cuál era este cine. Nunca vengo aquí. Lo tenía confundido con el Internationale. —¿El Internationale? —el Internationale, Ed, no es el Carnelian. El Internationale proyecta adaptaciones británicas de las tres mismas novelas de Jane Austen una y otra vez, y documentales sobre contaminación—. ¿Y quién te estaba esperando en el Internationale? —Nadie —dijiste—. Estaba muy solitario. Prefiero este. Nos quedamos quietos, el uno al lado del otro, y abrí la puerta. —Así que ¿nunca has estado aquí? —Una vez en una excursión del colegio para ver algo sobre la Segunda Guerra Mundial. Y antes de eso mi padre nos trajo a Joan y a mí a ver una peli en blanco y negro, debió de ser antes de que conociera a Kim. —Yo vengo, digamos que, todas las semanas. —Está bien saberlo —dijiste—. Así siempre podré encontrarte. —Ajá —respondí saboreando tus palabras. —Vale, dime lo que vamos a ver, ¿de nuevo? —Greta en tierras salvajes. Es la obra maestra de P. F. Mailer. Casi nadie consigue verla en la gran pantalla. —Guau —exclamaste echando un vistazo al solitario vestíbulo. Únicamente estaban los habituales hombres con barba que entraban solos, otra pareja probablemente de universitarios y una anciana con un bonito sombrero que llamó mi atención—. Voy a comprar las entradas. —Ya las tengo —dije. —Vaya —respondiste—. Bueno, ¿qué puedo comprar yo? ¿Palomitas? —Claro. En el Carnelian hacen de las de verdad. —Estupendo. ¿Te gustan con mantequilla? —Lo que tú quieras. —No —dijiste rozándome el hombro; estoy segura de que no lo recuerdas, pero yo me derretí—, lo que tú quieras. Conseguí exactamente lo que quería. Nos situamos en la sexta fila, donde siempre me gusta
sentarme. El mural descolorido, el suelo pegajoso. Los hombres barbudos idénticos y acomodados en butacas distantes, como las esquinas de un rectángulo. El perfil de la anciana de pie en la parte trasera, quitándose el sombrero y colocándolo junto a ella. Y tú, Ed, con tu brazo por encima de mis hombros provocándome un escalofrío, mientras las luces se apagaban. Comienza Greta en tierras salvajes con la apertura de un telón. Lottie Carson es una corista de teatro con un hoyuelo en la mejilla que la convirtió en Belleza Cinematográfica de Estados Unidos y en amante de P. F. Mailer. No es mucho mayor que yo ahora, lleva un abanico de encaje y un diminuto sombrero al tiempo que canta una canción titulada Tú eres mi norte, cariño. Miles de la Raz no puede apartar los ojos de ella. Mientras, tú cogías mi mano entre las tuyas, cálidas y electrizantes, dejando las palomitas abandonadas. Entre bastidores, se comporta como un gilipollas. «Greta, te he dicho un millón de veces que no hables con ese vago y asqueroso trombonista». «Oh, Joe, solo es un amigo, es todo», etcétera. Más diálogo, otra canción, creo, y... ... me estabas besando. Sucedió de repente, supongo, aunque no es repentino besar a alguien en una cita, especialmente si eres Ed Slaterton, y también, para ser fiel a la verdad, si eres Min Green. Fue un buen primer beso, suave e impactante, y puedo sentirlo ahora en la camioneta del padre de Al, como una luz y un aleteo en el cuello. Me pregunté qué harías a continuación, y entonces, con un rat-tat-tat de ametralladoras disparando contra las cajas de instrumentos mientras Lottie Carson grita, te devolví el beso. Ella debe abandonar la ciudad, pero nosotros nos quedamos exactamente donde estábamos. El hombre de confianza de Miles de la Raz la mete en el tren y ella, enfadada, le lanza el visón sobre su cara rabiosa. Seguramente no recuerdes esa escena porque en ese instante me estabas besando apasionadamente, con la boca húmeda y un ligero sabor a menta de la pasta de dientes. Al y yo la vimos en segundo, en su casa, en sesión doble con Coge esa pistola, acompañada de pizza y un café helado que a mí me hizo balbucear, aunque a Al solo le puso nervioso y le temblaba la rodilla tanto que no sabía dónde poner las manos. Así que conozco la escena. Ella se arrepiente de su gesto con el visón porque el tren se dirige hacia el norte. En Yukon se encuentra con Will Ringer, abrigado hasta las orejas en un trineo de perros y dispuesto a llevarla el resto del camino hasta su escondite... Mientras tu mano descansaba en mi cuello sin que yo supiera si la deslizarías hacia abajo para tocarme por encima de mi segunda camiseta favorita, la que tiene esos extraños botones de perla que obligan a lavarla a mano, o si la llevarías hasta mi cintura antes de meterla por debajo. ¿Y si te lo impido? ¿Y si quiero? ¿Y si se lo dices a alguien? Tus manos estarían sobre mi cuerpo y solo habían pasado veinte minutos de la primera película de nuestra primera cita. Así que interrumpí el beso cuando Lottie Carson se acuesta sola en el iglú, mientras Will Ringer, porque ella se lo pide, porque la quiere, duerme con los perros. Permanecimos sentados y quietos el resto de la película, en la oscuridad, apenas agarrados de la mano hasta que llegó el final y el gran, gran beso, y luego, mientras parpadeábamos en el vestíbulo, te pregunté qué te había parecido. —Bueno —respondiste, y te encogiste de hombros, me miraste, te volviste a encoger de hombros y sacudiste la mano con un gesto de así, así; entonces deseé tomarte de la muñeca y colocar tu palma justo donde antes te había impedido que la colocaras. Mi corazón, Ed, aporreaba mi pecho deseando que sucediera, justo en ese instante, el 5 de octubre, en el cine Carnelian. —Bueno, a mí me ha gustado —aseguré esperando no haberme ruborizado con aquel pensamiento —. Gracias por verla conmigo. —Claro —dijiste, y luego—: Quiero decir, de nada. —¿De nada?
—Ya sabes lo que quiero decir —añadiste—. Lo siento. —¿Quieres decir que lo sientes? —No —exclamaste—, quiero decir que ¿qué hacemos ahora? —Vaya —dije, y me miraste como si no te supieras el diálogo. ¿Qué podía hacer contigo? Había esperado que se te ocurriera algo a ti, ya que la película era cosa mía—. ¿Tienes hambre? Sonreíste levemente. —Juego al baloncesto —contestaste—, así que la respuesta siempre es sí. —De acuerdo —dije pensando que podía tomarme un té. ¿Y verte comer? ¿Era eso lo que me deparaba la tarde, todo el 5 de octubre? Con Greta aún deslumbrante en mi cerebro, quería que hiciéramos algo, no sé... Y entonces lancé un grito ahogado, de verdad. Tuve que mostrártelo porque no era algo que pudieras ver sin más: la ruta que nos conduciría a algún lugar, el inicio del relato que podría convertir e l 5 de octubre en una película tan hermosa como la que acabábamos de ver. Era algo más que la anciana pasando junto a nosotros, más que cualquier cosa que pudieras contemplar a la luz de la lluviosa tarde. Era el sueño de un telón que se abría, y te cogí de la mano para llevarte al otro lado, hacia algún sitio donde fuéramos más que una estudiante de tercero y otro de cuarto dándose el lote en un cine, algún lugar mejor que té para la chica y una merienda para el deportista, mejor que una tarde cualquiera para todo el mundo, algo mágico en una gran pantalla, algo diferente, algo... ... extraordinario. Lancé un grito ahogado y te indiqué la dirección. Te ofrecí una aventura, Ed, justo delante de ti, pero no fuiste capaz de verla hasta que yo te la mostré, y por eso rompimos.
Me parte el corazón devolverte esto, pero así quedamos igualados porque tú ya tienes el corazón roto, o eso creo. De todos modos, me resulta imposible volver a mirar a Lottie Carson, por razones obvias, así que si no te lo devolviera, quedaría olvidado por ahí, en algún montón de basura, en vez de que te contemple cuando abras la caja y te haga llorar con su sonrisa, su hermosa sonrisa, la famosa sonrisa de Lottie Carson. —¿Cómo? —exclamaste contemplando a la anciana, que bajaba por la avenida. —Lottie Carson —dije. —¿Quién? —La del cine. —Sí, la vi en la última fila. Con el sombrero. —No, esa es Lottie Carson —repetí—. Al menos, eso creo. La que aparecía en la película. Greta. —¿De verdad? —Sí. —¿Estás segura? —No —admití—, por supuesto que no. Pero podría ser. Salimos y tú entrecerraste los ojos y frunciste el ceño. —No se parece en nada a como sale en la película.
—Eso fue hace años y años —dije—. Tienes que utilizar la imaginación. Si fuera ella, significa que se coló en el Carnelian para verse a sí misma en tierras salvajes, y nosotros somos los únicos que lo sabemos. —Si fuera ella —repetiste—. Pero ¿cómo puedes estar segura? —No hay manera de estar seguros —dije—. Al menos, ahora. Pero, ¿sabes qué?, tuve una corazonada durante el gran beso del final. Sonreíste y supe en qué beso estabas pensando. —Tuviste una corazonada. —No me refiero a ese beso —respondí sintiendo de nuevo tus manos que apartaban cariñosamente mi pelo de nuestros rostros—. El beso de la película. —Espera un minuto —exclamaste, y entraste de nuevo en el cine. La puerta osciló hasta cerrarse y te contemplé a través del cristal manchado como en una película desenfocada, en una copia sin remasterizar. Te acercaste apresuradamente a la pared, te inclinaste y luego, rápido, rápido, rápido, franqueaste de nuevo la puerta, me cogiste de la mano y cruzamos alocadamente la Décima hasta la tintorería. Miré la hora en el reloj de la pared, sobre los percheros que revisan cuando están buscando tu prenda. Me di cuenta de que la película había sido corta y de que disponía de mucho tiempo antes de la hora a la que le había dicho a mi madre que estaría en casa y a la que le había prometido a Al que le llamaría con todos los detalles. La ropa se movió como si estuviera en un simulacro de incendio, desfilando en una ordenada exhibición de moda y envuelta en plástico, luego se detuvo y un horrible vestido se reunió con un cliente en un abrazo arrugado. Pero empujaste mi mejilla, tu mano tan cálida sobre mi piel, y vi lo que querías que viera. Afiches los llaman, lo sé por el libro Cuando las luces se apagan, breve historia ilustrada del cine. Habías birlado el afiche del Carnelian. Este es original, antiguo, se nota en los tonos, y reposaba rugoso y feliz en tu mano. Lottie Carson, con la ventisca al fondo, preciosa en su abrigo de piel, la Belleza Cinematográfica de Estados Unidos. —Esta chica —dijiste—, esta actriz y la señora que bajaba por la calle, ¿aseguras que son la misma persona? —Mírala —exclamé, y tomé la otra esquina del afiche. Tocarlo me cortó la respiración. Yo sujetaba una esquina, tú, otra, una tercera mostraba el logotipo de Bixby Brothers Pictures y la última había desaparecido, ¿ves?, rasgada y abandonada en una chincheta del vestíbulo cuando lo robaste para que pudiéramos contemplar juntos a Lottie Carson. —Si es ella, probablemente viva por aquí —caí en la cuenta. Ya se encontraba algo lejos, con su abrigo y su sombrero, como a un cuarto de manzana—. Cerca, quiero decir. En algún lugar. Eso sería... —Si fuera ella —volviste a decir. —Los ojos son los mismos —aseguré—. La barbilla. Mira el hoyuelo. Miraste hacia el final de la manzana, luego a mí y luego la fotografía. —Bueno —dijiste—, esta es sin duda ella. Pero la señora que baja por la calle podría no serlo. Dejé de mirarla y volví la vista, Dios mío, qué belleza, hacia ti. Te besé. Puedo sentir mi boca sobre la tuya, noto la sensación de lo que sentí entonces, aunque ya no lo sienta más. —Aunque no fuera —murmuré contra tu cuello cuando se acabó; la clienta de la tintorería carraspeó para llamar nuestra atención cuando salía con su horrible vestido desmayado sobre el codo, y yo me aparté de ti—, deberíamos seguirla. —¿Cómo? ¿Seguirla? —Vamos —te animé—. Podemos comprobar si es ella. Y, bueno...
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y por eso rompimos
Teen Fictionpaso este libro a wattpad, para los pobres como yo, que no podemos comprar el libro fisico :3 yo tambien los quiero <3 ahre