—Sí. Hubo un momento de silencio, algunos zumbidos, y escuché cómo Joan, aunque todavía no la conocía, exhalaba y consideraba si seguir indagando, mientras yo pensaba que podía colgar sin más, como un ladrón en la noche en Como un ladrón en la noche. —No cuelgues —dijo ella. Y unos segundos después, murmullos y traqueteos, tu voz a lo lejos diciendo: «¿Qué?» y Joan burlándose: «Ed, ¿tienes alguna amiga?, porque esa chica ha dicho...». —Cállate —gritaste muy cerca, y luego—: ¿Sí? —Hola. —Hola. Eh, ¿quién es...? —Perdona, soy Min. —Min, hola, no había reconocido tu voz. —Claro. —Espera, me voy a otra habitación porque ¡Joanie está justo aquí al lado! —Vale. Tu hermana dijo bla, bla, bla, agua que corría. —Esos son mis platos —exclamaste. Bla, bla, bla—. Es una amiga mía —bla, bla, bla—. No lo sé —bla—. Nada. Seguí esperando. Señor Watson, es lo primero que el inventor dijo milagrosamente desde la otra habitación, venga aquí. Quiero verle. —Ya, perdona. —No pasa nada. —Mi hermana. —Sí. —Ella es..., bueno, ya la conocerás. —Vale. —Y bien... —Eh..., ¿cómo fue el entrenamiento? —Bien. Glenn hizo un poco el gilipollas, pero eso es normal. —Vaya. —¿Cómo fue... lo que quiera que hagas después del instituto? —Tomar café. —Vaya. —Con Al. Ya sabes, para pasar el rato. También estaba Lauren. —Vale, y ¿cómo fue? Ed, fue maravilloso. Tartamudear contigo o incluso dejar de tartamudear y no decir nada era tan hermoso y dulce, mejor que hablar a mil por hora con cualquiera. Pasados unos minutos habíamos dejado atrás los nervios, nos habíamos compenetrado, nos sentíamos cómodos y la conversación avanzaba a toda velocidad hacia la noche. Algunas veces solo nos reíamos al comparar nuestras cosas favoritas: me encanta ese sabor, ese color es guay, ese disco apesta, nunca he visto ese espectáculo, ella es increíble, él es un idiota, tienes que estar de broma, de ninguna manera, el mío es mejor, inocuo y divertido como las cosquillas. En ocasiones nos contábamos historias, hablando por turnos y animándonos: no es aburrido, está bien, te he oído, te escucho, no hace falta que lo digas, puedes decirlo otra vez, nunca le había contado esto a nadie, no se lo contaré a nadie más. Me relataste lo de aquella vez con tu abuelo en el vestíbulo. Yo te conté lo de aquel día con mi madre y el semáforo en
rojo. Tú me contaste lo de aquella ocasión con tu hermana y la puerta cerrada con llave, y yo, lo de mi viejo amigo y el trayecto equivocado. Aquella vez después de la fiesta, aquella otra antes del baile. Aquel día en el campamento, de vacaciones, en el jardín, bajando la calle, en aquella habitación que nunca volveré a ver, aquel día con papá, aquella vez en el autobús, esa otra vez con papá, aquella extraña ocasión en el lugar del que te hablé en la otra historia sobre la otra vez, las ocasiones que se reunían como copos de nieve en una ventisca que convertimos en nuestro invierno favorito. Ed, aquellas noches al teléfono lo eran todo, cada cosa que decíamos hasta que tarde se convertía en más tarde y luego en más tarde y muy tarde, hasta marcharme por fin a la cama con la oreja caliente, dolorida y roja de sujetar el teléfono cerca, cerca, cerca para no perderme una sola palabra, porque a quién le importaba lo cansada que yo estuviera durante el monótono trabajo forzado de nuestros días el uno sin el otro. Echaría a perder cualquier día, todos mis días, por aquellas largas noches contigo, y lo hice. Y por eso nuestra relación quedó condenada justo en aquel momento. No podíamos tener únicamente las mágicas noches murmurando a través de los cables. Debíamos pasar también los días, los luminosos e impacientes días que lo estropeaban todo con sus inevitables horarios, las clases obligatorias que no coincidían, los fieles amigos que no se marchaban, las imperdonables aberraciones rasgadas de la pared sin hacer caso a las promesas pronunciadas pasada la medianoche, y por eso rompimos.
De esto quiero hablarte, Ed, de la verdad sobre esta moneda. Mírala. ¿De dónde es? ¿Qué primer ministro, qué rey es ese? En algún lugar del mundo la consideran dinero, pero no fue así aquel día después del instituto en Cheese Parlor. Habíamos acordado, con más debate y diplomacia que en esa miniserie de siete horas de Nigel Krath sobre el cardenal Richelieu, que tomaríamos una cena temprana o un aperitivo después del café y el entrenamiento o como quieras llamarlo, al atardecer, cuando se suponía que debías estar en casa pero estabas comiendo gofres con queso y una sopa de tomate aguada e hirviendo en terreno neutral. Estaban cansados de no coincidir contigo, aunque lo cierto es que no se había presentado ninguna ocasión. Todos pensaban, Jordan y Lauren, Al no porque no tenía ninguna opinión al respecto, que te estaba escondiendo. ¿O era que me avergonzaba de mis amigos? ¿Era eso, Min? Alegué que tenías entrenamiento y ellos contestaron que eso no era excusa, yo dije que por supuesto que lo era y luego Lauren añadió que tal vez si no te invitáramos, como en la fiesta de Al, quizás entonces aparecerías. Así que dije está bien, está bien, está bien, está bien, callaos, de acuerdo, el martes después del entrenamiento, después del café en Federico's, vayamos a Cheese Parlor, que tiene una ubicación céntrica y a todos nos disgusta por igual, y luego te lo pregunté a ti y respondiste que claro, que sonaba bien. Me senté en una mesa con bancos corridos junto a ellos y esperamos. Los bancos se combaron y los manteles individuales nos invitaron a hacernos preguntas sobre quesos unos a otros. —Oye, Min, verdadero o falso, ¿el queso parmesano se inventó en 1987? Me saqué de la boca el dedo que estaba mordisqueándome y le propiné un fuerte capirotazo a Jordan. —Vais a ser amables con él, ¿verdad? —Nosotros siempre somos amables. —No, nunca lo sois —exclamé— y por eso os quiero, algunas veces, la mayoría, pero hoy no. —Si va a ser lo que quiera que vaya a ser —dijo Lauren—, entonces debería conocernos como Dios supuestamente nos creó, en nuestro medio natural, con nuestra habitual... —Nosotros nunca venimos aquí —corrigió Al. —Ya hemos discutido eso —le recordé. Lauren suspiró. —A lo que me refiero es que si vamos a salir todos juntos... —¿Salir juntos? —Tal vez no lo hagamos —continuó Jordan—. Tal vez no sea así. Tal vez nos veamos únicamente en la boda, o... —Vale ya. —¿No tiene una hermana? —preguntó Lauren—. ¡Imagínanos a las dos vestidas igual para el cortejo nupcial! ¡En color ciruela! —Sabía que sería así. Debería avisarle de que no viniera. —Tal vez esté asustado de nosotros y no se presente —dijo Jordan. —Sí —exclamó Lauren—, y tal vez no quería el teléfono de Min y tal vez no iba a llamarla y tal vez no sean realmente... Dejé caer la cabeza sobre la mesa y parpadeé, fija en una fotografía de queso brie.
—No mires ahora —susurró Al—, pero hay una bola de sudor junto a la entrada. Es cierto, tenías un aspecto especialmente atlético y sudoroso. Me levanté y te besé, sintiéndome como en la escena de La cámara acorazada en la que Tom D'Allesandro ignora que a Dodie Kitt la tienen secuestrada justo debajo de sus narices. —Hola —dijiste, y luego bajaste la mirada hacia mis amigos—. Y hola. —Hola —fue la maldita respuesta de todos ellos. Te deslizaste sobre el banco. —No venía aquí desde hace una eternidad —comentaste—. El año pasado estuve con una persona a la que le gustaba la cosa esa, la sopa de queso caliente. —Fondue —aclaró Jordan. —¿Con Karen? —preguntó Lauren—. ¿La de las trenzas y la escayola en el codo? Pestañeaste. —Con Carol —corregiste—, y no era fondue. Era sopa de queso caliente. Señalaste la SOPA DE QUESO CALIENTE en la carta y, durante un breve instante, nos sumimos en un profundo silencio. —Nosotros siempre pedimos el especial —sugirió Al. —Entonces, pediré el especial —dijiste—. Y Al, que no se me olvide —diste unos golpecitos sobre tu mochila—, Jon Hansen me pidió que te diera una carpeta para el trabajo de Literatura. Lauren se volvió para mirar a Al. —¿Vas a Literatura con Jonathan Hansen? Al negó con la cabeza y tú bebiste un largo, largo trago de agua con hielo. Contemplé tu garganta y la deseé, cada una de las palabras que habías pronunciado, todas para mí. —Con su novia —aclaraste por fin—. Joanna Nosequé. Aunque, y no se lo digáis a nadie, no por mucho tiempo. Eh, ¿sabéis de qué me acabo de acordar? —¿De que Joanna Farmington es amiga mía? —contestó Lauren. Sacudiste la cabeza e hiciste una seña con la mano al camarero. —De la máquina de discos —respondiste—. Aquí tienen una máquina de discos. Colocaste la mochila encima de la mesa, sacaste la cartera y frunciste el ceño al ver los billetes. —¿Alguien tiene cambio? —preguntaste, y entonces alargaste el brazo hacia el bolso de Lauren. No sé nada sobre deporte, pero pude sentir el strike uno, strike dos, strike tres zumbando sobre tu cabeza. Abriste la cremallera y revolviste cosas. Mis ojos se dirigieron hacia Al, que trataba de no dirigir sus ojos hacia mí. La única persona, además de Lauren, que tiene permiso para hurgar en el bolso de Lauren es quienquiera que la encuentre muerta en una cuneta y esté buscando su identificación. Asomó un tampón y entonces diste con el monedero, sonreíste, lo abriste y dejaste caer las monedas sobre tu mano. —El especial para todos —pediste al camarero, y te levantaste para acercarte a la máquina de discos, dejándome sola en una mesa con conmoción postraumática. Lauren miraba su monedero como si yaciera muerto en la carretera. —Por Jesucristo y su padre biológico. —Como diría tu madre —añadió Jordan. —Ellos se comportan así entre amigos —exclamé desesperada—, comparten el dinero. —¿Se comportan así? —preguntó Lauren—. ¿Qué es esto, un especial de naturaleza? ¿Es que son hienas? —Esperemos que no se emparejen de por vida —masculló Jordan. Al solo me miraba, como si deseara saltar sobre su caballo, disparar el revólver y abrir la escotilla
de emergencia, pero solo a una señal mía. Y yo no le di la señal. Regresaste, sonreíste a todo el mundo y, strike mil millones, empezó a sonar Tommy Fox. Ed, no sé cómo explicártelo, pero nosotros, nunca te lo dije, hacemos chistes sobre Tommy Fox, ni siquiera buenos chistes, porque es demasiado fácil reírse de Tommy Fox. Sonreíste de nuevo y lanzaste esta moneda sobre la mesa, clin, giro, clin, giro, mientras todos clavábamos la mirada en ella. —Esta no funcionaba —dijiste señalando al centro de la mesa, la tierra de nadie donde este objeto inútil seguía girando. —No me digas —exclamó Lauren. —Me encantan las guitarras de esta canción. Te sentaste y me rodeaste con el brazo. Yo me recosté sobre él, Ed, tu brazo resultaba agradable incluso con Tommy Fox en el aire. —Está de broma —dije, de nuevo desesperada. Tenía esa esperanza y mentí por ti, Ed. La moneda repiqueteó hasta detenerse y yo la guardé en mi bolsillo mientras comíamos y balbuceábamos y nos levantábamos a trompicones y pagábamos y nos marchábamos. Tus ojos mostraban tanta dulzura cuando me acompañaste a la parada del autobús mientras ellos se alejaban en dirección contraria... Los vi arremolinarse y reír. Oh, Ed, dondequiera que sirva este dinero, pensé con tu mano sobre mi cadera y la moneda inútil en el bolsillo, dondequiera que se pueda usar, cualquier extraña tierra que sea, vayámonos allí, quedémonos en ese lugar, solos.
Fíjate bien y verás un pelo o dos que quedaron enganchados en la goma cuando me la arrancaste. ¿Quién haría una cosa así? ¿Qué tipo de hombre, Ed? En aquel momento, no me importó. Fue la primera vez que estuvimos en tu casa, donde leerás esto, desconsolado. Fui por primera vez contigo hasta donde vives, juntos en el autobús, después de verte entrenar. Me sentía agotada, somnolienta por no haberme tomado mi habitual café en Federico's. En realidad, harta de aburrirme en las gradas mientras tú practicabas tiros libres, con el entrenador soplando su estridente silbato en señal de «Trata de encestar más». De hecho, dormité un segundo sobre tu brazo en el autobús y cuando desperté, me estabas mirando con melancolía. Estabas sudoroso y hecho un desastre. Noté el mal aliento en mi boca incluso después de dormir solo un instante. El sol se colaba a través de las ventanas superiores, llenas de mugre y descuidadas. Me dijiste que te gustaba contemplarme mientras dormía. Que ojalá pudieras verme despertar por la mañana. Por primera vez, aunque para ser totalmente sincera no fue la primera, traté de pensar en algún lugar, uno extraordinario, donde pudiera suceder aquello. Todo el instituto sabe que si llegamos a la final estatal, los componentes del equipo se alojan en un hotel y el entrenador mira hacia otro lado, pero nuestra relación no duró tanto. Cuando franqueamos la puerta trasera, gritaste: —¡Joanie, estoy en casa! Y escuché a alguien responder:
—Ya sabes las normas..., no hables conmigo hasta que te hayas duchado. —¿Te quedas con mi hermana un segundo? —me preguntaste. —No la conozco... —protesté en un salón con todos los cojines del sofá alineados en el suelo como fichas de dominó. —Es simpática —me tranquilizaste—. Ya te he hablado de ella. Cuéntale las películas que te gustan y no la llames Joanie. —Pero tú acabas de llamarla Joanie —exclamé, aunque ya estabas subiendo a saltos la escalera. El sofá desprovisto de cojines, pilas de revistas atrasadas, una taza de té, toda la habitación desordenada. A través de la puerta se colaba una música que me gustó al instante, pero que no pude reconocer. Sonaba a jazz, aunque no del lastimero. Caminé hacia la melodía y encontré a Joan bailando en la cocina con los ojos cerrados, acompañada de una cuchara de madera. Había montones de cosas picadas por la encimera. Ed, tu hermana es hermosamente sorprendente, díselo de mi parte. —¿Qué es? —¿El qué? —no mostró sorpresa ni nada. —Lo siento. Me gusta la música. —No deberías disculparte porque te guste esta música. Hawk Davies, La intuición. —¿Cómo? —«Las intuiciones se tienen o no se tienen». ¿No has escuchado a Hawk Davies? —Ah, claro, Hawk Davies. —No mientas. Es guay que no le conozcas. Ah, volver a ser joven. Subió el volumen y continuó bailando. Podría..., pensé, tal vez debería regresar al salón. —Tú eres la chica que llamó la otra noche. —Sí —admití. —Una amiga —recitó—. ¿Cómo te llamas, amiga? Le contesté que Min, diminutivo de tal y todo lo demás. —Vaya un discurso —dijo ella—. Yo soy Joan. Y me gusta que me llamen Joanie tanto como a ti Minnie. —Ed me ha avisado. —¡No confíes en un chaval que siempre está asquerosamente sudoroso y al final de cada jodido día tiene que darse una jodida ducha! Gritó las últimas palabras hacia el techo. Pisotón, pisotón, pisotón, la lámpara de la cocina repiqueteó y la ducha se abrió en el piso de arriba. Joan sonrió y luego me echó una ojeada mientras se disponía de nuevo a picar cosas. —¿Sabes qué?, espero que no te importe, y sin ánimo de ofender, pero no pareces una chica que permanezca en la banda. —¿No? —Tú eres más... —chas, chas, buscó la palabra, chas, chas. Detrás de ella había un portacuchillos. Como dijese bohemia...— interesante. Me obligué a no sonreír. No parecía adecuado responder «Gracias». —Bueno, hoy he sido una chica que se ha quedado en la banda —dije—. Supongo. —¡Eh! —respondió con intensidad y sarcasmo, los ojos abiertos de par en par y el cuchillo levantado como el mástil de una bandera—. ¡Vamos a ver cómo los chicos juegan un partido de entrenamiento para luego verlos jugar el partido de verdad! —¿No te gusta el baloncesto?
—Perdona, ¿te ha gustado a ti? ¿Cómo ha sido verle entrenar? —Aburrido —respondí al instante. Solo de batería en el disco. —Sales con mi hermano —dijo sacudiendo la cabeza; luego se acercó a la cocina, removió lo que estaba preparando y chupó la cuchara, era algo con tomate—. Serás una viuda, una viuda del baloncesto, completamente aburrida mientras él dribla por todo el mundo. Así que no te gusta el baloncesto... Ya era cierto, Ed. Y ya me había preguntado si sería correcto hacer los deberes o simplemente leer mientras tú entrenabas. Pero nadie más lo hacía. Las otras novias no hablaban mucho entre ellas y nunca se dirigían a mí, simplemente me miraban como si el camarero se hubiera equivocado de aliño. Pero quedaba tan bien y valía tanto la pena que me saludaras con la mano, y el sudor en tu espalda cuando os dividíais en un equipo con camiseta y otro sin ella. —... y no entiendes de música, entonces, ¿qué te gusta? —Las películas —respondí—. El cine. Quiero ser directora. La canción se acabó, comenzó la siguiente. Por alguna razón, Joan me miró como si le hubiera pegado un puñetazo. —He oído... —dije—, Ed me contó que estuviste estudiando cine. ¿En State? Ella suspiró y se puso las manos en las caderas. —Durante un tiempo. Pero tuve que cambiar. Volverme más práctica. —¿Por qué? Dejó de oírse la ducha. —Nuestra madre enfermó —respondió señalando con la barbilla hacia el dormitorio más alejado, algo de lo que nunca me habías hablado, en ninguna de nuestras noches al teléfono. Pero soy buena cambiando de tema. —¿Qué estás preparando? —Albóndigas suecas vegetarianas. —Yo también cocino, con Al. —¿Al? —Un amigo mío. ¿Puedo ayudarte? —Toda mi vida, Min, durante eones he esperado que alguien me hiciera esa pregunta. Confío en que estés de acuerdo con que los mandiles son inútiles, pero toma, coge esto. Se acercó a la puerta y manipuló el pomo un segundo antes de dejar caer algo en mi mano. Gomas para el pelo, las colocabais allí, en todos los pomos de la casa. —¿Eh? —Recógete el pelo, Min. El ingrediente secreto no es tu melena. —Entonces, ¿cómo haces las albóndigas suecas vegetarianas? ¿Con pescado? —El pescado es carne, Min. Con setas de ostra, anacardos, cebolleta, pimentón dulce que tengo que buscar, perejil y tubérculos rallados que tú puedes rallar. La salsa ya está preparada e hirviendo. ¿Suena bien? —Sí, pero no es muy sueco que digamos. Joan sonrió. —En realidad, no es muy nada —admitió—. Solo estoy probando, ¿sabes? Experimento, eso es lo que hago. —Podrías llamarlas albóndigas experimentales —sugerí, con el pelo recogido. Me alargó el rallador. —Me gustas —afirmó—. Dime si quieres que te preste mis viejos libros de Estudios
Cinematográficos. Y avísame si Ed te trata mal para que pueda hacerle picadillo. Así que imagino que estarás sobre un plato acompañado de limón y cualquier otra cosa, Ed. Pero bajaste por la escalera con el pelo alborotado y ropa cómoda: una camiseta de un concierto, los pies descalzos y pantalones cortos. —Hola —saludaste envolviéndome con tus brazos. Me diste un beso y me quitaste, ay, la goma del pelo. —Ed. —Me gusta más así, sin ánimo de ofender, está mejor suelto. —Necesita llevarlo recogido —se quejó Joan. —No, estamos descansando —dijiste tú. —Sí, y cocinando. —Al menos podías poner una música decente. —Hawk Davies aplastaría a Truthster como si fuera una uva. Vete a ver la televisión. Min me está ayudando. Hiciste pucheros mientras mirabas dentro del frigorífico, y cogiste la leche para beberla directamente del cartón y luego verterla en un cuenco con cereales. —Tú no eres mi verdadera madre —dijiste, y obviamente se trataba de una vieja broma. Tu preciosa hermana te arrancó la goma de la mano y la dejó caer en la mía, como un gusano blanducho, una serpiente perezosa, un lazo totalmente abierto y dispuesto a amarrar algo en un rodeo. —Si yo fuera tu verdadera madre... —dijo ella. —Ya sé, ya sé, me habrías estrangulado en la cuna. Te marchaste al salón a tomar tu tentempié y Joan y yo preparamos las albóndigas suecas vegetarianas, que resultaron ser deliciosas y sorprendentes. Le pasé la receta a Al esa noche, y él dijo que sonaba fenomenal y que tal vez podríamos prepararlas el viernes por la noche o el sábado o el sábado por la noche o incluso el domingo por la noche, que le pediría a su padre la noche libre en la tienda, pero yo respondí que no, que no tendría tiempo en todo el fin de semana, que iba a tener unos días ajetreados. Mi agenda estaba llena, y no es que tenga agenda. Te desplomaste estirado sobre los cojines, ¿qué hacían en el suelo?, acompañado de los cereales y la caja tonta, que podía ver pero no oír desde la cocina. Cociné con Joan como si también fuera mi hermana, o algo así, y al final bailé a su lado. Con Hawk Davies ofreciéndome su intuición, ofreciéndosela a todo el mundo aquella tarde en tu cocina. Me solté el pelo con el pelo recogido, atado con una goma de tu pomo, mientras tú permanecías tendido en el suelo, con la camiseta subida, los pantalones sueltos y caídos y los riñones al aire, como los había contemplado todo el día. Te lo devuelvo, Ed. Te lo devuelvo todo.
Supongo que tendría que haberlo colgado, que debería haber estado en diagonal sobre mi cama, como tachando cualquier otra cosa: LOS BEAVERS DEL INSTITUTO HELLMAN. E imagino que la razón por la que nunca lo coloqué en ninguna parte fue porque los colores de los Beavers, amarillo y verde, desentonaban con lo que hay sobre mi cama, el cartel de mi película favorita, Nunca a la luz de las velas, con Theodora Sire levantando las cejas para siempre en el póster que Al me regaló en mi último cumpleaños, después de buscarlo durante una eternidad, como si insinuara que lo que había sobre mi cama era poco elegante e indigno de mí. No lo colgué en la pared, no quería colgarlo, y debería haberlo sabido entonces. También podría haber puesto L A NUEVA NOVIA DE ED DEL INSTITUTO HELLMAN cuando lo encontré el viernes enganchado en una rendija de mi taquilla, ondeando con la brisa procedente de los viciados conductos del aire como cuando los diplomáticos llegan al Hotel Continental. Tuve que forcejear un poco para sacarlo y sentí cómo mi rostro ruborizado sonreía y luchaba por no sonreír. Todo el mundo sabe que aunque los banderines se ponen a la venta los días de partido, siendo las animadoras secundarias las encargadas de ofrecerlos a voces y con una sonrisa en la cafetería, solo los llevan los estudiantes de primer curso, los padres y otras almas despistadas, además de las novias de los jugadores, que los birlan para repartirlos como rosas de tallo largo el viernes por la mañana. Y la gente lo vio y sacó conclusiones. Jillian Beach no tenía nada que se moviese al viento en su taquilla, y suficiente gente chismosa me había visto contigo en el entrenamiento de esa semana después de clase para imaginar de quién había recibido el banderín. El segundo capitán, debió de comentarse en algún lado entre gritos ahogados, y Min Green. Tal vez la gente les preguntó a Lauren y a Al si era cierto. Tal vez ellos respondieron que sí, simplemente sí, o quizás algo peor que prefiero no imaginar. Y dentro de mi taquilla, la entrada. Probablemente tampoco pagaste por ella. No sé cómo funciona lo de la zona reservada, acordonada para los amigos y familiares, protegida por los chicos del equipo
universitario junior, todos orgullosos por la importancia de su tarea de vigilancia. La entrada desapareció hace mucho, rota y quemada hasta convertirse en nada y humo. Me dijiste después que sentías no haber podido conseguir una entrada para Al, pero que, por supuesto, podía acompañarnos a la fiesta posterior o a donde fuéramos si perdíamos, aunque Al me respondió que tenía planes, que no, gracias. Cuando llegué a mi asiento, Joan estaba a mi lado, cargada con unas galletas envueltas en papel de aluminio, aún calientes. —Vaya, un banderín —recuerdo que dijo—. Ahora todo el mundo sabe de qué lado estás, Min. Tenía que gritar para hablar conmigo. Un padre que estaba detrás de nosotras puso su mano sobre mi hombro: Siéntate, siéntate, que aunque el partido no haya comenzado necesito una panorámica totalmente despejada de la cancha de madera brillante y las chicas que menean los pompones. —Con los Beavers, supongo —respondí. —Es el supongo lo que más reconforta. —Bueno, es... —quería decir «el de mi novio», pero temía que Joan me corrigiera— cosa de Ed. Trato de ser amable. Y él me lo dio. —Por supuesto que lo hizo —dijo Joan, y abrió el paquete de papel de aluminio—. Prueba las galletas. Les he puesto nueces en vez de avellanas, dime qué te parecen. Las sostuve en las manos. Joan no había estado en casa el resto de nuestra primera semana juntos, dejándome sola, leyendo en tu desordenado salón mientras tú te duchabas. Aunque me habías invitado a subir. Pero tenía miedo de que regresase, ignoraba cuál eran las reglas, así que esperaba hasta que bajabas aún mojado de la ducha y nos tumbábamos juntos sobre los cojines, en el suelo, con la televisión pisando nuestras palabras. Te diré la verdad: prefería cuando tú me ayudabas a tocarte, deslizando nuestras manos por encima y por debajo de tu ropa limpia, que cuando tú me acariciabas, tan insegura me sentía de cuándo podría regresar Joan a casa y pillarnos. —¿Vas a ir a la fiesta de después? —¿Yo? —preguntó Joan—. No, las hogueras no son para mí, Min. Vengo a algunos partidos, aproximadamente a la mitad, porque no quiero ser una mala hermana, pero las fiestas posteriores son cosa suya, ya se lo he dicho a él. Las normas son que no vuelva a casa tan tarde que luego se tire durmiendo todo el sábado, que no se quede toda la noche por ahí y que si vomita, lo limpie. —Parece justo. —Dile eso a él —exclamó Joan con un resoplido—. Ed quiere vivir sin reglas y que le sirvan el desayuno en la cama. Saltaste a la cancha cuando anunciaron tu nombre a través de la atronadora megafonía, que aullaba de manera profesional. Me dolían los oídos por la intensidad del cariño que te demostraban. Tú cogiste la pelota de manos del entrenador y la moviste a ambos lados, driblando, driblando, como si el estadio al completo no estuviera rugiendo, e hiciste un lanzamiento que, desde donde yo estaba sentada, pareció dudoso pero entró, y el techo saltó por los aires e hiciste el ganso y te inclinaste en una reverencia y golpeaste a Trevor sonriendo y entonces —igual que debió de sentirse Gloria Tablet cuando sirvió café a Maxwell Meyers y al día siguiente estaba haciendo un casting—, entonces me señalaste, a mí directamente, y sonreíste y yo me quedé helada y moví el banderín hasta que el siguiente jugador fue anunciado y tú lanzaste el balón a Christian con fuerza y sonrisa de diablillo. —¿Ves a qué me refiero? —dijo Joan. —Tal vez yo pueda meterle en cintura. Me rodeó con el brazo. Se había echado algo, pude notar el aroma, o tal vez fuera solo la canela o la nuez moscada que había usado en la cocina. —Oh, Min, eso espero.
Anunciaron al resto del equipo. Sonaron silbatos. Durante un segundo pensé que, por alguna razón, las palabras de Joan me harían llorar, así que agité el banderín para airear mis ojos llorosos. —Pero tanto si lo consigues como si no —me advirtió—, no le retengas mucho más allá de la medianoche. —Tú no eres mi verdadera madre —tuve el valor de decir, aunque luego me sentí estúpida y me di cuenta de que no era la broma adecuada. Era la tuya, tu broma con Joan, así que frunció el ceño y dirigió la mirada hacia los pompones. Se hizo el silencio, aunque todo el mundo estuviera gritando. —Están buenas —dije de las galletas, la clave para «lo siento». —Sí, bueno —respondió ella, y me palmeó la mano en señal de «te perdono», aunque definitivamente no había sido la broma correcta—, no te las comas todas. Y el partido empezó. El clamor y el estruendo no se parecían a nada que hubiera experimentado antes, ni siquiera a cuando estaba en primero y acudí al primer encuentro para animar a nuestro equipo porque mis primeros amigos no eran los adecuados y no conocía a ningunos mejores. El gimnasio al completo estaba vivo, animando y saludando y aferrándose a los compañeros, y el sonido de las trompetas cuando alguien marcaba quedaba ahogado por los gritos, entusiasmados o decepcionados según el equipo con el que fueras. Ruido de silbatos y luego sudorosos momentos de calma, miradas, encogimiento de hombros, gestos con los largos brazos de «no, mierda» cuando se cometía una falta o un error. Todas las manos se alzaron en la cancha, el balón es mío, la canasta, el punto, el resultado, el partido, te perdí de vista en el barullo de cuerpos escuálidos, te encontré de nuevo, te dejé marchar para consultar el resultado en el marcador. Era frenético, Ed, y me gustó el frenesí y golpeé con los pies en las gradas para unirme al estruendo, hasta que mis ojos se toparon con el reloj y solo habían transcurrido quince escasos minutos. Había pensado que, tal vez, estaría a punto de acabar, y resoplé y el banderín se transformó de repente en una haltera demasiado pesada para volver a levantarla. Quince minutos, solo, ¿cómo podía haber pasado tan poco tiempo? Parpadeé mirando el cronómetro para asegurarme y Joan sonrió al darse cuenta. —Lo sé —dijo—. Son eternos. Es como la definición del diccionario de date prisa y espera. Te había perdido el rastro el tiempo suficiente para que al encontrarte de nuevo, mi cerebro pensara: ¿Por qué estás mirando a ese tío? ¿Quién es? ¿Por qué él y no otro, cualquier otro?, y es que había algo equivocado en el cuadro en el que me encontraba. Era como si una manzana se presentara como candidata al Congreso o un soporte para bicicletas llevara puesto un bañador. Me habían cortado y pegado en un entorno con el que, se notaba al instante —o, sin duda, después de quince minutos—, no concordaba. Así me sentía. Igual que Deanie Francis en La medianoche está cerca o Anthony Burn en el papel de Stonewall Jackson en No bajo mi responsabilidad, inadecuados para el papel, mal seleccionados. La mochila —con los deberes y el libro de Robert Colson que le había prestado a Al y que por fin me había devuelto añadidos al enorme peso que sentía en las piernas— ¿tendría que cargarla durante la estrepitosa noche que obviamente se avecinaba, ya que el marcador se había inclinado abrumadoramente a nuestro favor? ¿Qué se hace con el banderín y la varilla de plástico para sujetarlo? ¿Se tiran al fuego? ¿Por qué nadie lleva jamás un banderín en las fiestas? ¿Qué estaba haciendo en el gimnasio, un lugar al que nunca acudía voluntariamente? Ni siquiera vendían café y yo quería uno, Dios, deseaba uno, hasta el punto de estar dispuesta a golpear a alguna madre para robarle el termo. Pero no había escapatoria: las ventanas, demasiado altas y ni siquiera abiertas, migas y nueces a mis pies, el hermano de Christian apoyado en mí por accidente, Joan, que se reía con la madre de alguien al otro lado. No te vas; te quedas. Pensé que estaba callada, pero poco a poco noté la garganta ronca y ardiendo de todo lo que estaba gritando. Desconecté de todo y al bajar de las nubes te
encontré señalándome de nuevo y esperé no haberme perdido otras ocasiones en las que hubieras sonreído mirando hacia arriba para encontrarme con el ceño fruncido, aburrida y con la vista en otra parte.
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y por eso rompimos
Novela Juvenilpaso este libro a wattpad, para los pobres como yo, que no podemos comprar el libro fisico :3 yo tambien los quiero <3 ahre