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  Y la tarde siguiente resultó tan efervescente como lo que nos sirvieron. Me reuní contigo frente al Blue Rhino, con el sol haciéndome cosquillas, un poco tarde porque me resultó difícil encontrarlo. Había doblado la esquina equivocada, estaba muerta de sed y mis miembros se movían como si les hubiera caído grava en la maquinaria, el alcohol estaba aún en mi cuerpo igual que una canción que detestas y no puedes sacarte de la cabeza. Una vez dentro, dudé —los techos eran tan altos que cada sonido se transformaba en un golpe con eco para mi dolor de cabeza y la máquina de exprés no dejaba de gruñir como un gato salvaje—. Pero las sillas eran de hierro fresco y tenían respaldos acolchados, así que me sentí reconfortada y cómoda al sentarme. Ojeroso y pálido, pediste para los dos, y nos trajeron este brebaje maravilloso. ¿Cómo lo descubriste? ¿De dónde procedía esta bendita combinación? Nunca te pregunté cómo lo habías conocido o si ya lo habías tomado y ahora nunca lo sabré, de hecho tengo la sensación de que si tratara, a duras penas, de encontrar otra vez el Blue Rhino, no habría ningún Blue Rhino. Tal vez me topase con una puerta quemada, o con un muro de ladrillos cubierto por años de mugre para demostrar que siempre había sido solo eso y que aquella tarde a resguardo, solo un deseo o un sueño olvidado. Como la tristísima escena en Mar de almas en la que Ivan Kristeva vuelve a visitar todos los antiguos tugurios —tugurios es lo que pone en los subtítulos— y descubrimos que su felicidad era una especie de fantasma ya desaparecido para siempre y que las tres cartas en juego —siete, nueve y reina de corazones— son lo único que demuestra que en algún momento conoció a la asustada princesa destronada en la carreta del vendedor ambulante, que ahora descansa abollada y cubierta de telarañas en la mirada sorprendida de nuestro héroe. Eran un momento y un lugar secretos, tú y yo juntos, ilocalizables, fuera de este mundo. Carl Haig caminaba con paso tan vacilante que tuvo que apoyarse en el brazo de una chica, pensé que sería su hija, para llegar hasta su batería, tambaleante, con gafas de sol, una chaqueta polvorienta y unas manos que parecían golpeadas y frágiles incluso desde nuestros asientos de esquina. Sonó un leve aplauso y él comenzó a juguetear con los tambores y los platillos, dando simplemente unos golpecitos aquí y allá para comprobar lo que funcionaba y lo que necesitaba algún ajuste. La hija bebió de un vaso largo lleno de agua y un tipo con la barba trenzada subió y enderezó un enorme contrabajo justo cuando Carl estaba haciendo un redoble. El enorme instrumento empezó a emitir algunas notas, los platillos vibraron hacia el techo durante un segundo, y entonces ambos se pusieron realmente en marcha. Me incliné para descansar mi cabeza dolorida sobre tu brazo y permanecimos sentados y quietos durante un instante, mientras la música nos levantaba el ánimo. Entonces la luz se reflejó en las botellas de agua y me acordé de ellas; levanté la mía de la mesa, di un trago, la sentí fría y burbujeante en la garganta y en todo mi cuerpo agradecido y resucité justo cuando la chica soltó su vaso, se arrodilló como si fuera a colocarse un zapato, se levantó con un inmenso objeto dorado en las manos y comenzó a tocar una profunda y hermosa melodía en un trombón, extraña y resonante, revoloteando en mis oídos como el agua en mi estómago, y por primera vez desde que empezó Halloween, respiré. Las juergas y los bailes se borraron de mi memoria. Aún lo recuerdo, Ed, me acerqué más a ti, sentí cómo balanceabas la cabeza al ritmo de los sonidos de la sala, y tu calor me hizo señas desde debajo de tu camisa. Nos acurrucamos y bebimos más agua, sintiendo como si tuviera oxígeno adicional, como si también nos remineralizase y filtrara, dejándonos puros, incluso. Y me estiré para encontrar tu oído y lo susurré justo cuando tú lo murmurabas, como si nosotros también

hubiéramos ensayado, como si fuéramos un conjunto de jazz alejado del frenesí del mundo, una línea de puntos escabulléndose del instituto y la presión, redoblando con suavidad y firmeza en un lugar que nadie más podría encontrar nunca. Lo que dijimos fue, por supuesto, Te quiero. Tocaron una única canción larga, si canción es la palabra adecuada, simplemente unos cuantos sonidos graves y calmados, alargados como un banquete en el aire, y luego se acabó y aplaudimos y nos dirigimos hacia la puerta, con mi botella vacía en el bolsillo del abrigo que habíamos comprado para robar azúcar, el que me habías devuelto, el que yo te estoy devolviendo con todo lo demás. Permanecí quieta en el exterior, contigo, sintiendo como si el Blue Rhino ya se estuviera desvaneciendo, con la sensación de que si no decía algo sobre mis sentimientos en ese mismo instante, todo desaparecería y regresaríamos sin más al instituto. Así que hablé. —Quiero darte mis llaves. Estabas sonriendo, pero entonces frunciste el ceño. —¿Cómo? —He dicho que... —¿De qué estás hablando? ¿A qué te refieres? Odié a mi jodida madre. —Me refiero simplemente a que... —Suena como si estuvieras hablando de mudarme, pero, Min... —Ed... —Estamos en el instituto. Vivimos con nuestras madres, ¿recuerdas? Así que tuve que decírtelo, como una estúpida humillación. Tuve que explicarte a qué me refería, rápidamente y en voz baja, y una vez que lo supiste volviste a sonreír. Cogiste mi mano y dijiste que te ocuparías de todo, eso dijiste, Ed. Me aseguraste que habías encontrado un lugar extraordinario, y te creí. Te creí porque mira esta agua, embotellada en un lugar que parece inventado, con extraños símbolos en la etiqueta y el sabor a nada, pero una nada mejor. ¿Qué significado tiene? ¿De dónde procede algo como esto? ¿Cómo puedes encontrar de nuevo lo que deseas y justo en el momento adecuado? Nunca, probablemente. Ahora está vacía y se ha convertido en nada, ni siquiera sé por qué la guardé, y no la guardaré más. Por eso rompimos, Ed, una pequeña cosa que ha desaparecido o, para empezar, tal vez nunca estuviera realmente en mis manos.

Los cubicadores de huevos ¿qué has hecho con los demás? Vintage Kitchen tenía siete y los compramos todos, riéndonos como tontos; tú, incluso sudado del entrenamiento, fuiste capaz de conseguir un buen descuento embelesando al hombre del bigote rectangular, que debió de pensar que estábamos colocados. De hecho, yo me sentía así con siete cubicadores de huevos en el bolso. Los saqué, intercambiando algunas palabras con una Joan muda que se marchaba —debería haberlo notado entonces, otra vez—, y formé una pirámide con ellos sobre la tostadora mientras tú te duchabas. Debiste de ver su espalda alejándose por el camino de acceso a través de las persianas, porque bajaste en toalla. Acordamos más tarde, después de hacerme un moratón en la cadera con los pomos de uno de los armarios, que al día siguiente sin falta los probaríamos, pero que en ese momento tenía que marcharme a casa, con la ropa tan suelta y descolocada que estaba segura de que mi madre notaría que me la había quitado. Nuestro último todo excepto. En mi habitación, vacié los deberes sobre la cama —te puedes imaginar lo crucial que me parecía Biología ese mes— y encontré el cubicador que había echado en falta. Lo coloqué en mi armario y luego me olvidé de él, hasta que rompimos y la gallina de la caja se burló de mí con su queja de tira cómica, mirando su propio trasero y sorprendiéndose al ver el huevo en forma de cubo. El paquete tiene un aspecto tan extraño y antiguo que Will Ringer probablemente vio lo mismo, lo que él llama «un ingenioso aparatito» en la página 58 de Auténticas recetas de Tinseltown. La gallina está diciendo más o menos la versión reducida de toda esta carta: «¿#!*? ¡Ay!». Cuando Lauren tenía siete años, vio unos símbolos en un bocadillo de cómic y sus padres supercristianos fueron demasiado temerosos de Dios para explicarle que esos símbolos significaban joder, así que en primer curso bromeaba diciendo «que te almohadilla interrogación» y «que asterisco exclamación a todo el mundo». El cubicador me hizo pensar en ella y en la coartada. La llamé por primera vez en un montón de tiempo y ella, por supuesto, me lo recalcó. —Lo sé, lo sé —dije—. He estado ocupada. —Sí. Ya te vi muy ocupada en el baile. —Cierra el pico. —Es cierto. Apareces con tu superestrella del baloncesto y luego bailas con tu ex. Cuando el año pasado nos enganchamos a Las manecillas del reloj, no me imaginaba que tomarías al pie de la letra aquellas lecciones de telenovela. —Fue solo un baile. —Solo un baile que hizo que Gretchen se fuera pronto. Y eso sin contar el drama con Al. Min, me encantaría, ya sabes, que os dierais un beso e hicierais las paces. —Al sabe dónde encontrarme —respondí. —Sí —dijo ella bruscamente—. En los entrenamientos de baloncesto. —Es mi novio —repliqué—. Es lo que hace. —Eso y coger dinero de mi monedero. —Lauren —Lauren y sus rencillas de dimensiones bíblicas. Tal vez no era la persona adecuada a la que pedírselo, pensé. —Solo quiero que seáis amigos otra vez. ¿Cómo vas a celebrar la fiesta de cumpleaños de esa actriz si nosotros no estamos invitados?

—Tú estarás invitada —dije. —No, no —replicó—. No dividas y venzas. Al o nada. Llámale, Min. —Lo pensaré. —Claro que lo pensarás. Llámale. —Vale, vale. —Está desanimado y jodido. Bonnie Cruz le pidió salir y él le contestó que no se encontraba en un buen momento para pensar en ello, y no ha salido con nadie desde... —Lo sé, esa chica de Los Ángeles. Lauren permaneció callada un segundo. —Algún día llegaremos a eso —exclamó como una profesora de segundo grado hablando de álgebra —. Pero esta noche supongo que me has llamado para escuchar cómo te hago sentir culpable, ¿no? Me refiero a que no hay ninguna otra razón, ¿verdad? No podría haberla. —Bueno, también quería escucharte cantar —respondí. Imita a la perfección a alguien del campamento de convivencia al que fue cuando tenía diez años. —Jesus is my dearest flow'r (Jesús es mi flor más preciada...). —Vale, vale, apiádate de mí. Tengo que pedirte un favor. —His love sustains me through the hour... (Su amor me sostiene en el transcurso de las horas...). —¡Lauren! —Promete que llamarás a Al. —Sí, sí. —Júralo. —Lo juro por la imagen de san Pedro de tu madre. —Júralo por algo que sea sagrado para ti. Quise decir que lo juraba por ti. Por Hawk Davies. —Lo juro por El descenso del ascensor. —Vale. Por cierto, buena elección. Y ahora, ¿qué necesitas? —Que me invites a dormir a tu casa este sábado —respondí. —Por supuesto —dijo, y luego—: Oh. —Está claro. —Entonces, no estarás aquí. —Exacto. —Pero tu madre... —Le diré que voy a estar contigo toda la noche. —Durmiendo en mi casa —añadió Lauren. La línea se quedó en absoluto silencio. —Lo harás, ¿verdad? —Suena como si tú fueras a hacerlo —dijo. —Lauren. —Aclárame una cosa: y si me pillan... —No te pillarán —respondí rápidamente. —Y a ti, carcelera. —Tú también has salido a escondidas. Conmigo. Tus padres se acuestan temprano y luego se marchan a la iglesia antes de que cualquier persona normal se levante. —Y si tu suspicaz madre llama con alguna suspicaz cuestión de última hora para comprobar tu sospechosa historia...

—No lo hará. —Y ¿dónde podré encontrarte cuando tenga que llamarte rápidamente para que la llames y salves mi estúpido culo? —Me llamará al móvil. —Y ¿qué pasa si es más inteligente que un mono, Min? Entonces, ¿qué? ¿Dónde vas a estar? —En ese caso, solo tienes que llamarme. —Min, quieres que sea tu amiga y lo soy. Así que dile a tu amiga qué está pasando. —Esto... —Jesus's light is always in bloom... (La luz de Jesús está siempre en flor...). —Asterisco exclamación —exclamé, y luego se lo conté. —Vaya —dijo lentamente, temblorosa, igual que si estuviera haciendo algo doloroso. Ay. Como defraudar a alguien. Como morderse la lengua. Como expulsar un huevo en forma de cubo—. Oh, Min —añadió—, espero que sepas lo que estás haciendo.

El bolígrafo se está acabando. Lo dejaré en Leopardi's cuando haya terminado; no, ¿por qué dejarles mi basura? Lo echaré en la caja cuando haya acabado contigo, como los matones de película que se quedan sin balas y tiran la pistola. Estas últimas páginas apenas visibles serán como esta fotografía, un pedazo borroso de magia anticuada capturando una imagen de algo desdibujado, casi legendario. Probablemente nadie más hizo uno, sin importar lo que digan las estrellas, y ahora solo queda este mal vestigio del nuestro que te recuerdo con tinta cada vez más desvaída. Es como si nunca hubiéramos tenido nada. Bajamos del autobús temprano y compramos los huevos, caviar barato, el pepino y un limón grande y duro. Me contaste una historia sobre Joan, que compró un montón de pepinos hace años, por error, para hacer pastel de calabacín, y eso me recordó que tenía que invitarte a ti y a todos los de la casa, según palabras de Joan, a la cena de Acción de Gracias de parte de mi madre. No añadí todas las cosas que ella había dicho, como que las fiestas debían de ser un momento difícil, etcétera, pero te aseguré que Joan podría venir a cocinar. Te dije que tendríamos que hacerlo en algún momento, juntarnos tú y tu madre conmigo y mi madre en la misma habitación. Dije que tal vez no resultaría tan terrible, agradable incluso. Hablamos sobre los platos que tenían que prepararse exactamente del mismo modo todos los años, los tradicionales y los que dejaban espacio para la experimentación y las mejoras. No estuvimos muy de acuerdo, y por alguna razón esta vez fue raro. Respondiste que tal vez. En tu casa, tú te duchaste y yo puse agua a hervir. Sumergí los huevos como había aprendido de Joan en la sopa birmana, pero ella no estaba allí para darme su aprobación. Todo era silencio: el agua corría en el piso de arriba y en la cocina no sonaba ninguna música porque sabía que no te gustaba Hawk Davies y ya habías sido comprensivo con el Blue Rhino, así que no puse nada y esperé a que los huevos se hicieran. Bajaste completamente vestido, empezaste a cortar el pepino en rodajas y me besaste en la coronilla. Yo permanecí quieta, amándote, aunque el amor me hizo sentir no triste, sino melancólica, eso creo, por alguna razón que no llegué a descubrir. Traté de animarme leyendo con entusiasmo el libro de cocina, pero era algo muy sencillo de hacer. Las instrucciones sobraban. Sonreímos al meter los huevos en los cubicadores, aunque sin reírnos, pusimos todo en la nevera y llegó el momento de esperar. Nos tumbamos en el sofá. Encendimos la televisión, pero resultó un fiasco. Nos levantamos, metimos la segunda tanda y nos sentamos de nuevo. La tarde siguió decayendo. Sentía el estómago encogido, incluso con tus manos rodeándome y los besos en la oreja. El cronómetro se paró de nuevo y nos pusimos a trabajar; yo me fui comiendo los restos de huevo duro mientras los colocábamos, algo que no ayudó en nada a mi estómago. Lo tenías ya dibujado en un boceto digno de segundo de Cálculo, con líneas rectas y prolongadas, y en las curvas hacías cortes precisos con el cuchillo. Y entonces lo acabamos, colocando los últimos detalles en su sitio. Lo contemplamos como astronautas, temerosos de acercar nuestras manos. Era mágico, aunque pareciera más raro que otra cosa, justo lo que habíamos planeado, la receta perfecta que había encontrado en el libro allí delante de nosotros, en suave clara blanca, pero aun así extraño. Pensé, no pude evitarlo, en lo que Lauren me había dicho. ¿Sabíamos lo que estábamos haciendo? Nos quedamos quietos, mirándolo como a un Frankenstein, cuando entró Joan cargada de libros de texto y alcachofas.

—Oye —exclamó—. ¿Qué es eso que hay en mi cocina? —Nuestra cocina —corregiste. —¿Quién va a hacer la cena esta noche y todas las noches? —dijo ella quitándose una bufanda que me encantaba—. ¿Nosotros? ¿En nuestra cocina? ¿O yo? —Es... —dije yo, harta del festival de discusiones de los hermanos Slaterton. —Espera, sé lo que es —me cortó Joan—. Es el iglú del que me hablaste, Min. Lo habéis hecho. —Es el iglú de Greta con huevos cuadrados y sorpresa de caviar sobre un témpano de limón y pepino encurtido. Joan soltó las bolsas. —¿Cuál es la sorpresa de caviar? —Hay caviar dentro —aclaré. —¿Ahí dentro? —Dentro del iglú, sí. —Y ¿está todo hecho... con huevos? —Les dimos forma de cubo y luego los ensamblamos. ¿Qué te parece? Joan ladeó la cabeza para mirarlo. —No sé qué pensar —respondió—. Quiero decir que es algo así como impresionante. —¿Adecuado para una fiesta? —pregunté. —Los invitados tendrían que ser diminutos para meterse dentro. —Joan —dijiste tú. —Y ¿qué son esas cosas que están secándose en fila? —Cubicadores de huevos —respondí—. Tuvimos que comprar unos cuantos. —Estoy segura de que nunca os arrepentiréis de la inversión —dijo ella. —Joanie. —Bueno, haremos otro para la fiesta de verdad —le expliqué—. Este ha sido solo de prueba. —La fiesta de cumpleaños, ahora me acuerdo —dijo ella. —Auténticas recetas de Tinseltown —exclamé—. Es la receta de Will Ringer, inspirada en Greta en tierras salvajes. —Me contaste que ibais a hacer un iglú para el ochenta y nueve cumpleaños de Lottie Carson — dijo maravillada— y lo habéis hecho, como querías. Me refiero a como dijiste. Guau. Tú permaneciste quieto, sonriendo en cierto modo. —Dejadme que coja la cámara —dijo ella—. ¿Puedo sacar una foto? —Claro —respondí. —Este tipo de cosas —explicó con voz seria pero llena de incredulidad— deben quedar documentadas. Subió la escalera a saltos y nos quedamos solos en la cocina. Tras un prolongado silencio empezamos a hablar los dos a la vez. Yo iba a soltar alguna estupidez y tú exclamaste... —Perdona, ¿qué ibas a decir? —No, tú primero. —Pero... —De verdad. Cogiste mi mano. —Solo quería decirte que sé que ha sido raro, esta tarde. Extraño. —Sí —afirmé. —Pero creo que todo irá mejor, ya sabes, después —continuaste—. Mañana, quiero decir.

—Sé a qué te refieres —dije. —Lo siento. —No, creo que tienes razón. —Te quiero. —Yo también te quiero. —Y sabes que puedes..., que no pasa nada si cambias de idea. Me apoyé sobre ti, con fuerza, como si durante un segundo hubiera olvidado cómo mantenerme en pie. —No lo haré —aseguré, y era cierto. Aunque solo fue cierto entonces—. Nunca cambiaré de idea. Permanecimos así, escuchando cómo Joan cerraba un armario y bajaba. Ed, es ridículo, pero a ella también la quería. Y sería capaz de matarla por no haberme avisado. Aunque me resulta imposible imaginar qué podría haberme dicho que yo hubiera estado dispuesta a escuchar. —Voy a utilizar la Insta-Deluxe —te dijo—. ¿Te acuerdas? Tenemos cajas de zapatos llenas de fotos nuestras hechas con esta cámara. Es antigua, lo sé, y probablemente ya ni se fabriquen, pero la digital no me parece suficientemente buena para algo como esto. —Todavía las hacen —aseguré—. Se pusieron de moda durante un tiempo por una escena de Suceso siniestro. La máquina emitió el zumbido y el ruido de engranajes propios de un aparato anticuado. La fotografía apareció por la ranura y Joan la sacudió para que la neblina se disipara con más rapidez. —Entonces, ¿cuáles son vuestros grandes planes para el viernes por la noche? —nos preguntó mientras sacudía, sacudía, sacudía—. Ooh, ya sé. Comeros un gran iglú. Negué con la cabeza. —No puedo. Tengo una especie de asunto familiar. —Vaya —exclamó Joan lanzándote una mirada de reojo. Me habías dicho que sería mejor que te quedaras en casa, Ed, si es que lo recuerdas—. Bueno, yo voy a celebrar que he terminado mis últimos parciales, en el sofá, con alcachofas fritas, alioli y La arena de la playa. —Dicen que es increíble —aseguré, pero ya me estabas cogiendo de la mano, así que no añadí lo que quería, «Ojalá pudiera quedarme». —Y mañana por la noche, cuando yo no esté —dijo Joan con severidad—, espero que no hagáis demasiadas travesuras los dos. —Min ya tiene madre —te quejaste—. No te comportes como si lo fueras tú, Joan. Además, vamos a salir. Esto no era mentira. —Vale, vale —dijo ella—. Tienes razón. Su madre ya se asegurará, por lo que he oído. Pero tenía que decir algo, Ed. —Te veo mañana —prometiste, y lo cumpliste—. Te llamo por la mañana. —Te quiero —dije delante de tu hermana, y tú me besaste en la mejilla. —No te olvides de la fotografía —se apresuró a recordarme Joan, supongo que para que tú no tuvieras que decir nada. Me puso esto en la mano. Nos dirigimos todos hacia la puerta y nos detuvimos otro instante para contemplar el iglú y luego la fotografía y de nuevo el iglú. Tenía mejor aspecto en directo que al mirarlo ahora. Resultaba más grande en la cocina, más solemne, como algo fantástico donde pudieras entrar, el castillo de una princesa, un sueño tangible. En la imagen simplemente parece extraño. Lo era. Pero a mí me gustaba. —¿Por qué me quedo y o con la fotografía? —pregunté—. Fuiste tú quien dijo que deberíamos

documentarlo. —Guárdala tú, Min —respondió Joan en voz baja, y añadió—: Se te ocurrió a ti —o algo parecido. Dijo que había sido idea mía. Y luego algo como que la guardara por si no salía la próxima vez. Guárdala por si acaso no sale cuando lo intentes de nuevo.

No sé por qué guardé esto, lo que colgaba del toallero. Parece un poco soez, como un recordatorio de que, después de todo, tienen que cambiar las sábanas. Si hubiera podido elegir cualquier cosa, habría sido algo de la zona de bar del Dawn's Early Lite Lounge and Motel, donde ya había estado una vez en primer curso después de un baile de la sinagoga al que me llevó aquel chico, Aram. Él y yo pedimos unos enormes vasos de refresco de jengibre y miramos fijamente el techo del salón, cubierto con polvorientos pájaros disecados en torno a la moldura y una enorme mariposa en el centro que agitaban lentamente, lentamente, lentamente las aspas motorizadas que tenían por alas mientras unos altavoces emitían sonidos de naturaleza. E s extraordinario, Ed. Tengo que admitirlo. Incluso el gran cartel exterior, el Lite iluminado y parpadeante, resulta glamuroso y atractivo con esas tres flechas que se encienden por turnos para que la flecha se mueva, conduciendo a todos los que llegan por la Novena Sur hasta el aparcamiento trasero. Probablemente sea el sitio más extraordinario que tenemos. Pensaste mucho, Ed, y encontraste el lugar adecuado para llevarme. Pero no quise ir al bar. Aseguraste que no había prisa, pero la había, porque ya nos habíamos tomado unas empanadillas en Moon Lake fingiendo que era una cita más. Di unos tres mordiscos y durante toda la noche, tuve sabor a tirabeques en mi nerviosa boca. Además, alguien podría vernos en el salón. Esperé en el coche mientras tú recogías las llaves. El motel formaba arcos y se distribuía en balcones al borde del amplio aparcamiento. Desde el aire, probablemente tendría aspecto de algo, así que imaginé un ángulo aéreo del conjunto, como un fotograma de Cuando las luces se apagan, mientras atravesábamos el oscuro asfalto con nuestras mochilas. «Toma de apertura de la película La imbécil que pensó que el amor era para siempre» es lo que pondría en la leyenda. La habitación parecía una habitación, nada extraordinario. Las cortinas se cerraban con una larga vara de plástico parecida a la que Mika Harwick utiliza con los caballos en Mírame a los ojos. El escritorio era endeble y el secador de pelo, diminuto, como un revólver en la pared del baño. En un enchufe de un rincón, había incrustado un ambientador de la marca Primavera en el Aire que olía como una flor profanada. Bajé al vestíbulo para coger hielo y junto a la máquina encontré varias cajas de cartón vacías y apiladas de forma descuidada, todas de muebles. DOS CABECEROS DE MADERA, ponía en una. UNA LÁMPARA DE PIE. UNA MESITA DE NOCHE. —No consigo que esto funcione —dijiste cuando regresé. Habías girado la televisión como para darle un corte de pelo y estabas manipulando enchufes, orificios y demás, buscando una conexión. —¿Qué haces? —Prepararme para filmarlo, por supuesto —respondiste. Mi expresión no debió de reflejar que sabía que estabas bromeando. —Es para ver una película. Se suponía que podría ponerla a través del ordenador. Pensé que sería bonito. —¿Qué película? — Cuando el humo se disperse —respondiste—, de la colección de Joan. Me sonó como algo que podría gustarte. Y a mí también. Trata de un soldado y una veterinaria que se conocen en plena guerra,

fuera del país, supongo, eso dice la sinopsis... —Es buena —dije en voz baja. Solté el hielo, pero sin retirar las manos de él. Sobre la cómoda, dos pequeñas botellas, una cerveza para ti y vino blanco australiano, transportado en barco o en avión alrededor del mundo, pensé. Todo el camino desde Australia. —Vaya, ya la has visto. —A medias. Hace mucho tiempo. —Bueno, podemos verla en el portátil. —No importa. —Eh. —Quiero decir que tal vez. —También hay fresas —exclamaste sacando un recipiente de tu mochila. Habías pensado en todo, pensé. —¿Cómo has encontrado fresas en noviembre? Las cogí para lavarlas en el baño. —En una tienda que hay por encima de Nosson. Abre solo diez minutos los miércoles a partir de las cuatro de la tarde. —Cállate. —Te quiero. Me vi reflejada en el amarillento espejo. —Yo también te quiero. Cuando regresé, habías cambiado de algún modo la iluminación, aunque la colcha seguía siendo horrible, no había nada que hacer con ella. Dejé las fresas, que iban goteando. Tus hombros se elevaron bajo tu camisa, estaba deseando verlos de nuevo, tan hermosos. Extraordinarios. Y te miré a los ojos, abiertos de par en par e iluminados de cariño y malicia y lujuria. Por mí, igual que yo. Tuve una sensación, ni te creerías cómo fue. No pudiste filmarlo, así que no quedó inmortalizada. Estuvo a punto de no suceder, pero allí estaba sucediendo de todos modos. Me quité los zapatos de un golpe, mordiéndome el labio para evitar reírme. Estaba pensando en algo que el entrenador os decía siempre a ti y al equipo en el entrenamiento, mientras yo miraba. «Está bien, chicos —exclamaba en ocasiones —, manos a la obra».  

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now