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  Ed, ¿conoces —no, claro que no— Como la noche y el día, esa película de vampiros portuguesa que el Carnelian proyectó durante toda una semana? Por supuesto, no fuiste a verla. Yo me la tragué dos veces. Trata de una chica que tiene un aburrido empleo como oficinista y que regresa a casa por un cementerio, soñando. Un día, se le hace de noche, conoce a un vampiro. y durante un tiempo queda con él cada noche. Luego suena música y ella sueña lo mismo que él mientras llora en su tumba: un baile de referencias católicas y calaveras incomprensible. Luego, ella es el vampiro y él, un joven oficinista, y la aventura amorosa comienza de nuevo, pero un día hay un eclipse y todo acaba en tragedia y cenizas. Cuando arrastré a Al para verla por segunda vez y le dije que era imposible ver Como la noche y el día y no tener ninguna opinión al respecto, él contestó por fin que opinaba que debería haberse titulado Lo hicimos al anochecer. Y es cierto que las escenas amorosas tienen una luz extraña, como un espacio intermedio en el que los personajes se enfrentan y acostumbran al aturdimiento que les produce soñar con una vida. Era la misma iluminación que cuando me recogiste a las siete en Steam Rising, mi tercera cafetería favorita pero la mejor cerca de mi casa. Los amantes portugueses se separan aturdidos y mordisqueados, sin saber qué sucederá a continuación, como yo tampoco sabía lo que nuestro encuentro nos depararía en aquel extraño amanecer. Las calles estaban tan silenciosas como un cementerio y nosotros nos habíamos enrollado en el coche de Steve y yo tal vez lo había estropeado todo, pensé, había equivocado mis entradas a escena, ignorando junto a la hoguera la forma en la que habías abofeteado a mis amigos con aquella elección en la máquina de discos. O tal vez simplemente estaba cansada. Esperaba que funcionase, que siguiera funcionando, aunque tal vez todo hubiera cambiado desde que me dejaste en casa a la una de la madrugada. Simplemente cansada, pensé, mientras seguía preocupada bajo la marquesina con una intensa lluvia que no ayudaba en absoluto, y entonces me apresuré hacia el coche de tu hermana cuando te detuviste, con el paraguas bajo el brazo porque no podía sujetarlo en alto al mismo tiempo que nuestros dos cafés. —Hola —dijiste—, quiero decir, buenos días. —Hola —respondí, e hice un gesto con el rostro mojado de «hagamos como que nos hemos besado». —No puedo creerlo. —¿El qué? —¿El qué? Lo temprano que es. ¿En qué estabas pensando? —Bueno, es lo que tiene el Tip Top Goods. Es mágico, pero los horarios son como de otro mundo. Solo los sábados, de siete y media a nueve de la mañana. —Así que ¿ya has estado antes? —Solo una vez. —Con Al. —Sí, ¿por qué? —Nada. Es que... —¿Qué? —Que anoche me echaste una buena, por lo de Jillian. —Porque me gritara toda borracha, sí.

—Pero tú hablas de Al todo el tiempo y se supone que no debo ponerme celoso, solo es un comentario. —¿Celoso? Yo nunca he salido con Al. Es un amigo, solo un amigo. Es distinto. —Vale, celoso no, pero ni siquiera incómodo, creo que eso es a lo que me refiero. —Porque él no es, no ha sido mi novio. —Si no es homosexual y sale contigo todo el tiempo, es que le gustaría serlo. O es tu novio o quiere serlo o es supuestamente homosexual. Esas son las opciones. —¿Cómo? ¿Dónde has aprendido eso? Me lanzaste una sonrisa malhumorada. Dejé de agarrar el café con tanta fuerza y solté el paraguas en mi regazo. —En el instituto Hellman —contestaste. —Bueno, pues esas no son las opciones —dije yo—. Existen los amigos. —Está bien. —Está bien, entonces... —¿Qué? —Que... por qué... —¿Que por qué estoy actuando así? Me preparé para la respuesta, casi con los ojos cerrados. —Sí. Me sonreíste con un suspiro. —Supongo que estoy cansado. Es temprano. —Por eso te he traído un café. —Yo no bebo café. Te miré fijamente un segundo. —¿Cómo? Te encogiste de hombros y giraste el volante. —Nunca le he cogido el gusto. —¿El gusto? ¿Alguna vez has tomado café? —Sí. —¿De verdad? Te detuviste en un semáforo en ámbar y observaste el mundo entre el vaivén de los limpiaparabrisas. Tomé un sorbo de mi vaso. Era temprano también para mí. Había tenido el tiempo justo de darme una ducha y garabatear un «He salido» a mi madre; por suerte había dejado elegida la ropa cuando por fin nos dijimos adiós y estuve deambulando por la habitación pensando en nosotros. —No —confesaste por fin—. Me refiero a no realmente. He dado sorbos, por supuesto. Pero siempre..., bueno, nunca me ha gustado, así que cuando todo el mundo lo está bebiendo, yo... Suspiraste enseñando los dientes. —¿Qué? —Lo tiro. Sonreí. —¿Qué pasa? —Nada —respondí. —Tú haces lo mismo con la cerveza. —Sí. —Y además, el entrenador asegura que el café es malo.

—Al contrario que beber todos los fines de semana. —Te impide crecer. —Estás en el equipo de baloncesto. —Y te puedes hacer adicto a la cafeína. —Claro —dije dando otro sorbo—, puedes ver a los adictos a la cafeína viviendo bajo el paso elevado. —¡Vamos! Y sabe asqueroso. —¿Cómo lo sabes? Lo tiras. Escucha, ¿no te sientes terriblemente cansado? —Sí, ya te lo he dicho. —Entonces prueba esto. Con mucha leche y tres azucarillos, como yo lo tomo. —¿Cómo? No. Tiene que ser solo. —Tú no bebes café, acabas de decírmelo. —Aun así, sé eso. Tiene que ser solo, de cualquier otra manera es para chicas y maricones. —Ed —dije yo—, mírame. Volviste los ojos hacia mí, con la barbilla sin afeitar y el pelo mal peinado, la mañana grisácea detrás de ti, también hermosa. Traté de cambiar tu actitud. —Debes... olvidarte... de ese rollo de los maricones. —Min... —Entra en el siglo XXI. —Está bien, está bien, ya entro. —Especialmente con Al, ¿de acuerdo? —De acuerdo. —Porque él no lo es. —He dicho que vale. —Y la gente se lo llama constantemente. —Entonces debería dejar de echarle leche al café. —Ed. —De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo, lo siento, lo siento, lo siento. —Ya resulta bastante complicado sin que estés insultando a mi amigo sin parar. —Min... —Y no, no, no digas «sin ánimo de ofender». —Lo que iba a decir es... ¿qué resulta complicado? —Ya lo sabes. —No, no lo sé. —Esto. Tú y yo, y todas nuestras diferencias. Ir a una hoguera y sentirme fuera de lugar y que ahora tú hagas algo que realmente no quieres, solo por mí. Es como una película de vampiros portuguesa. —¿Cómo? —Somos diferentes, Ed. —Eso es lo que no paro de decirte. Y tampoco paro de decirte que me gusta. Quiero venir aquí, Min. Solo que..., bueno, las diez y media habría sido perfecto. Estoy cansado, es todo. —¿De verdad? —Sí, de verdad. Realmente, realmente cansado. Me tuviste despierto hasta tarde. Con un shhhhh, las ruedas del coche que ibas conduciendo, el de Joan, atravesaron un charco. Sonreí, te quería, y me mordí el labio para evitar decirlo. —Pero mereció la pena —aseguraste.

Te besé. —¿Ha sido nuestra primera pelea? Te besé de nuevo. —Sabes bien. Me reí. —Bueno, es el café con mucha leche y tres azucarillos. —Pues si sabe así, dámelo. Te lo acerqué. Lo cogiste, bebiste un sorbo, luego otro y parpadeaste. A continuación, diste un trago largo, largo. —Te lo dije. —Dios mío. —¿Estás bien? —Esto es... —Un brebaje revitalizante, así lo llamamos Al y yo. —Está absolutamente delicioso, aunque sea una palabra de maricones, ups, lo siento, sin ánimo de ofender, lo siento de nuevo. ¡Delicioso! ¡Joder! Es como una galleta, sabe como una galleta montándoselo con un donut. —Pues espera a que la cafeína te haga efecto. —Voy a tomar esto todas las mañanas de mi vida y cuando lo haga, voy a gritar: «¡Min tenía razón y yo estaba equivocado!». De hecho, lo gritaste. Me pregunto si ahora lo dirás todas las mañanas, Ed. Bueno, no me lo pregunto porque sé que no lo haces, aunque espero que pienses en ello mientras permaneces callado. Lo piensas, ¿no? —Así que —dijiste asintiendo mientras yo te indicaba el desvío— ¿invitaste a Al a un brebaje reconstituyente cuando le trajiste a este lugar de locos? —Revitalizante. Seguramente. Habíamos estado despiertos toda la noche, porque era la única manera de tener levantado a Al a esta hora. —La única manera de tener levantado a cualquiera. Y ¿qué hicisteis durante toda la noche? —Me llevó a una orgía. El intermitente hizo tic, tic, tic. —Te estás quedando conmigo, ¿verdad? —Me acosté sobre todo con chicas. Un montonazo de chicas desnudas practicando sexo en una orgía. Por supuesto, sé que prefieres no pensar en algo así porque eres homófobo. —De acuerdo, te estás quedando conmigo. —Y Al se acostó con todas tus novias y todas aseguraron que él les gustaba más. Me diste un manotazo y yo solté un alarido al ver la pequeña salpicadura de café que había aterrizado en el cuello de mi camisa. Nunca salió. —¿Sabes qué? —dijiste—, nunca estoy seguro de si estás tomándome el pelo o te has enfadado o lo que sea. —Lo sé, Ed. —No había conocido a ninguna chica, ni a nadie, que hablara de este modo. ¿Es eso por lo que..., es eso lo que querías decir con complicado? Te alboroté el pelo. El café estaba caliente y empapó la tela hasta mojarme el cuello, pero no me preocupó. Te había gustado su sabor. —No quería decir nada —aseguré—. Solo estaba cansada, yo también.

—Pero ahora no. —No —afirmé dando otro sorbo. —Yo tampoco. —Es por la cafeína. Dejaste el coche en punto muerto y sacudiste la cabeza. —No —dijiste—, no es solo por eso. —¿No? Seguías sacudiendo la cabeza. —Yo creo que hay algo más. Lo había, Ed. Atravesamos la calle corriendo en dirección a Tip Top Goods, con el paraguas bajo el brazo porque no podía sujetarlo en alto al mismo tiempo que el vaso de café y tu mano. Estaba abierto, las nuevas lámparas de vidrio colocadas en fila sobre un lustroso banco chino de color rojo, alineadas junto a la ventana, lanzaban su vistosa luz hacia nosotros por primera vez y el habitual cartel de TIP TOP GOODS ABRE SOLO LOS SÁBADOS DE 7.30 A 9.00, SIN EXCEPCIÓN había sido sustituido por el de ABIERTO, LO CREAS O NO. El interior era como el de un palacio, Ed, con parasoles y animales disecados en el techo, maniquíes vestidos como gitanos sentados en el diván del opio y escribiendo postales antiguas con valiosas plumas, las alfombras sobre las paredes, el papel pintado en el suelo, el propietario en las nubes con su narguile y su boina negra, sonriendo por nada, y justo cuando entramos, todavía sonriendo, este libro sobre un montón de bandejas plateadas: Auténticas recetas de Tinseltown. Como cosa del destino, fue la sensación que tuve mientras permanecía de pie en la tienda, sin aliento y con esto en mis manos. Ahora, por supuesto, siento que no fue el destino sino la fatalidad, ya que fue fatal y un error que leyéramos aquella receta y nos entusiasmáramos y compartiese contigo mis planes de ensueño. Fuera el cielo se despejó de forma tan repentina y mágica como un vampírico atardecer portugués acompañado de pájaros empenachados y una banda sonora de arpa. No duró, no estuvo despejado mucho más tiempo, y por eso rompimos, pero al cerrar este libro para devolvértelo, no pienso en eso, sino en nosotros sujetándolo entre las manos para comprarlo y traérnoslo, porque, maldita sea, Ed, esto no fue por lo que rompimos. Me encanta, lo echo de menos, odio devolvértelo, esta cosa complicada es por la que permanecimos juntos.  

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now