6

62 0 0
                                    

  Aquí está. Me ha costado una eternidad volver a dejarlo como estaba, ya que tus increíbles notas en Matemáticas se habían sumado todas a la hora de doblar esta cosa. Cuando abrí mi taquilla el lunes por la mañana, parecía como si una nave espacial de papiroflexia de las antiguas pelis de ciencia ficción de Ty Limm hubiera aterrizado encima de Conocimientos sobre nuestro planeta, dispuesta a lanzar su electro-diezmador contra la espina dorsal de Janet Bakerfield para destruirle el cerebro. Eso fue lo que la nota hizo también conmigo cuando la desdoblé y la leí. Sentí un hormigueo por todo el cuerpo y me volví estúpida. Tal vez me esperaste aquella primera mañana en el instituto, nunca te lo pregunté. Tal vez la escribiste en el último minuto después del segundo timbre y la deslizaste a través de las rendijas antes de salir a toda mecha hacia clase como hacéis siempre los deportistas, desestabilizando a los más lentos cuando saltáis junto a sus mochilas como en una máquina de pinball. Tú no sabías que nunca voy a mi taquilla hasta después de la primera clase. En realidad, nunca te aprendiste mi horario, Ed. Resulta misterioso que nunca supieras cómo encontrarme pero siempre me encontrases, porque nuestros caminos luchaban por separarse el uno del otro a lo largo de toda la ruidosa y aburrida jornada en el instituto: por las mañanas, yo pasaba el tiempo con Al, y normalmente con Jordan y Lauren, en los bancos del lado derecho, mientras tú lanzabas tiros de calentamiento en las pistas traseras, con tu mochila esperando junto a las demás y los patinetes y las camisetas sudadas en un aburrido montón; no teníamos ni una sola clase en común; tú comías temprano y hacías mates masticando los corazones de manzana como si todo formara parte del mismo partido, y yo lo hacía tarde en el rincón del césped de los raros, rodeada de pijos y hippies que discutían por encima de las ondas de radio con bandas sonoras encontradas, excepto en los días calurosos, en los que firmaban la tregua con reggae. En Barcos en la noche, Philip Murray y Wanda Saxton se encuentran en la última escena bajo un toldo que los protege de la lluvia y se marchan juntos bajo el aguacero —desde la primera escena, sabemos que a ambos les gusta caminar bajo la lluvia, pero que no tienen con quien hacerlo— y es el milagro del final. Sin embargo, para nosotros nunca ha habido encrucijadas, una bendición ahora que vivo con el temor de tropezarme contigo. Solo nos hemos visto a propósito, después del instituto y antes de tu entrenamiento, tras cambiarte rápidamente y ahuyentar a tus compañeros de equipo que estaban calentando, hasta que tenías que marcharte, un beso más, tenías que marcharte, uno más, vale, ahora sí, de verdad, de verdad que tengo que marcharme. Y esta nota fue una bomba que me dejó como un flan, haciendo tictac bajo mi vida cotidiana, guardada en mi bolsillo todo el día y releída con avidez, en mi bolso toda la semana hasta que temí que se arrugara o alguien la fisgase, en mi cajón entre dos libros aburridos para escapar del escrutinio de mi madre y luego en la caja y ahora de vuelta a tus manos. Una nota, ¿quién escribe una nota como esta? ¿Quién eras tú para dejármela? Retumbaba en mi interior sin parar, provocando una explosión tras otra, con la emoción de tus palabras como metralla nerviosa en mi corriente sanguínea. No puedo tenerla cerca más tiempo. Voy a arrojártela como una granada tan pronto como la desdoble y la lea y llore una vez más. Porque yo tampoco, y que te jodan. Incluso ahora.

Cuando miro este cartel rasgado por la mitad, pienso en la aberración que supuso lo que hiciste y que no me importara en aquel momento. No puedo mirarlo mientras escribo porque me preocupa que Al lo vea y tengamos que hablar otra vez sobre ello, como si lo hubieras roto por la mitad de nuevo y de nuevo yo no hubiera dicho nada. Probablemente pienses que es de la noche que fuimos al baile, pero no. Probablemente pienses que se rajó por accidente, sin razón alguna, igual que sucede con los carteles de todos los eventos, que terminan deshechos por la lluvia o despegados por los conserjes para dejar sitio a los siguientes; como los del baile de gala que están ahora por todas partes con un minucioso dibujo de Jean Sabinger de uno de esos ornamentos de cristal en el que, si te fijas con atención, se refleja gente que baila, curvada como en una casa de los espejos, sustituyendo a las calaveras y los murciélagos y las calabazas de este. Pero lo hiciste tú, cabrón. Lo hiciste tú y montaste una escena. Cuando llegué al instituto, con el pelo ridículamente húmedo y los deberes de Biología avanzada sin hacer en la mochila, Al estaba en los bancos de la derecha, con los carteles sobre el regazo en una enorme pila naranja. Jordan y Lauren estaban allí también, cada uno —tardé un segundo en darme cuenta— con un rollo de celo en la mano. —Oh, no —exclamé. —Buenos días, Min —dijo Al. —Oh, no. Oh, no. Al, se me había olvidado. —Te lo dije —le espetó Jordan. —Se me había olvidado por completo y necesito encontrar a Nancie Blumineck para suplicarle que me deje copiar los deberes de Biología. ¡No puedo! No puedo hacerlo. Además, no tengo celo.

Al sacó un rollo de celo; sabía que me olvidaría. —Min, lo juraste. —Lo sé. —Me lo juraste hace tres semanas frente a un café que yo pagué en Federico's, y Jordan y Lauren fueron testigos. —Es cierto —aseguró Jordan—. Lo somos. Lo fuimos. —Yo certifiqué notarialmente la declaración jurada —añadió Lauren con solemnidad. —Pero no puedo, Al. —Lo juraste —insistió Al— por el gesto de Theodora Sire cuando lanza el cigarrillo al agua del váter de como se llame. —Tom Burbank. Al... —Juraste ayudarme. Cuando me comunicaron que era obligatoria mi participación en el comité de organización del Baile de Todos los Santos para Toda la Ciudad, tú no tuviste que jurar asistir a todas las reuniones como hizo Jordan. —Vaya aburrimiento —comentó Jordan—, aún tengo los ojos en blanco. Estos son réplicas de cristal, Min, incrustadas en las aburridas cuencas de mi cráneo. —Tampoco tuviste que jurar, como Lauren, que apoyarías a Jean Sabinger durante la elaboración de los seis bocetos del cartel a medida que cada uno de los subcomités de decoración iba presentando sus comentarios, dos de los cuales la hicieron llorar, ya que Jean y yo seguimos sin hablarnos después del incidente del baile de primer curso. —Es verdad, lloró —aseguró Lauren—. Yo personalmente le soné la nariz. —No es verdad —protesté. —Bueno, es cierto que lloró. Jean Sabinger es una llorona. Es su temperamento artístico, Min. —Lo único que tú prometiste para conseguir tus entradas gratuitas por formar parte de mi subcomité —continuó Al— fue dedicar una mañana a pegar carteles. Esta mañana, de hecho. —Al... —Y no me digas que es una estupidez —dijo Al—. Soy tesorero auxiliar del instituto Hellman. Trabajo en la tienda de mi padre los fines de semana. Toda mi vida es una estupidez. El Baile de Todos los Santos para Toda la Ciudad es una estupidez. Estar en el comité de organización sin pretenderlo es la mayor de las estupideces, incluso cuando, en especial cuando, es obligatorio. Pero que sea una estupidez no es excusa. Aunque yo personalmente no tenga ninguna opinión al respecto... —Madre mía —exclamó Jordan. —... hay quienes sostendrían que, por ejemplo, alguien que encuentra imprescindible perseguir a Ed Slaterton está mostrando cierto grado de estupidez, y aun así, ayer mismo abusé de mi influencia como miembro del consejo de estudiantes y busqué su número de teléfono en la secretaría a petición tuya, Min. Lauren fingió desmayarse. —¡Al —exclamó imitando la voz de su madre—, eso es una violación del código de honor del consejo estudiantil! Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a confiar en ti... Bueno, ya vuelvo a confiar en ti. En ese momento, todos me estaban mirando. Ed, tú nunca te preocupaste ni un segundo por ninguno de ellos. —Vale, vale, pegaré los carteles. —Sabía que lo harías —dijo Al alargándome su celo—. No he dudado ni un instante de ti. A formar parejas, chicos. Dos cubrirán del gimnasio a la biblioteca y los otros dos, el resto.

—Yo me voy con Jordan —dijo Lauren tomando la mitad del taco—. Prefiero no interferir en el festival de tensión sexual que Min y tú estáis disfrutando esta mañana. —Todas las mañanas —corrigió Jordan. —Para ti todo es consecuencia de la tensión sexual porque tus padres son el señor y la señora Supercristianos —le dije a Lauren—. Nosotros, los judíos, sabemos que las tensiones subyacentes se deben siempre a un nivel bajo de azúcar en la sangre. —Sí, bueno, vosotros matasteis a mi Salvador —añadió Lauren, y Jordan se despidió con la mano —. No permitamos que ocurra de nuevo. Al y yo nos dirigimos hacia la puerta Este, saltando por encima de las piernas de Marty Weiss y de esa chica de aspecto japonés que suele hacer manitas con él junto a las macetas secas, y pasamos la mañana exentos de las clases, pegando los carteles como si significaran algo; Al estirándolos y yo colocando trozos de celo en las esquinas. Al me contó una larga historia sobre Suzanne Gane (clases de conducir, cierre del sujetador) y luego dijo: —Entonces, tú y Ed Slaterton. No hemos hablado mucho de ello. ¿Qué..., qué...? —No lo sé —respondí, celo, celo—. Él..., va bien, creo. —Vale, no es asunto mío. —No es eso, Al. Es solo que..., que..., ya sabes, él es... frágil. —Ed Slaterton es frágil. —No, la relación. Me refiero a él y yo, así lo siento. —Vale —dijo Al. —No sé lo que va a pasar. —Entonces ¿no vas a convertirte en una de esas novias de deportista sentada en las gradas? ¡Buen tiro, Ed! —No te gusta. —No tengo opinión al respecto. —De todos modos, ellos no lo llaman tiro —le corregí. —Vaya, estás aprendiendo la terminología baloncestística. —Lanzamiento —dije—, eso es lo que dicen. —La renuncia a la cafeína va a ser dura —comentó Al—. En las gradas no se sirve café después de las clases. —No voy a dejar de ir a Federico's —aseguré. —Claro, claro. —Te veré allí hoy. —Olvídalo. —No te gusta. —Te he dicho que no tengo opinión al respecto. De todas maneras, cuéntamelo después. —Pero, Al... —Min, detrás de ti. —¿Qué? Y allí estabas tú. —¡Oh! —recuerdo que exclamé demasiado alto. —Hola —dijiste, e hiciste un leve gesto con la cabeza hacia Al, que, por supuesto, se avergonzó con su taco de carteles de Halloween. —Hola —respondí. —Nunca sueles estar por aquí —dijiste.

—Estoy en el subcomité —una información que simplemente ignoraste. —Vale, ¿te veo luego? —¿Luego? —Después de clase, ¿vas a ir a verme entrenar? Pasado un segundo me reí, Ed, y traté de reaccionar como si fuera ambidiestra, mirando a Al con expresión de «¿Te puedes creer lo que está diciendo este tío?» y al mismo tiempo a ti con cara de «Hablamos después». —No —respondí—, no voy a ir a verte entrenar. —Bien, entonces llámame más tarde —dijiste, y tus ojos revolotearon por el hueco de la escalera—. Déjame que te dé el número bueno. Y sin pensarlo, Ed, cometiste aquella aberración: cortaste un trozo del cartel que acabábamos de colocar. No lo pensaste, Ed, por supuesto que no, porque para Ed Slaterton el mundo entero, cualquier cosa pegada en la pared, era una superficie sobre la que podía escribir. Así que cogiste el rotulador que Al llevaba detrás de la oreja antes de que pudiese farfullar siquiera y me apuntaste este número que te estoy devolviendo, este número que ya tenía, este número que, en mi cabeza, sigue siendo un cartel que nunca se romperá, antes de devolver el rotulador y alborotarme el pelo y bajar a saltos las escaleras, dejando esta mitad en mi mano y la otra herida en la pared. Contemplé cómo te marchabas, Al contempló cómo te marchabas, contemplé a Al mientras contemplaba cómo te marchabas y me di cuenta de que tenía que decir que eras un gilipollas por hacer aquello, pero no fui capaz de pronunciar esas palabras. Porque en ese mismo instante, Ed, el día en el que compartí mi último café con Al en Federico's después del instituto, antes de que —sí, mierda— empezara a sentarme en las gradas para verte entrenar, aquel número en mi mano se convirtió en el billete de despedida a las mañanas de pegada de carteles de mi vida, a mis amigos habituales, un anuncio de lo que todo el mundo sabe que sucederá porque sucede todos los años. «Llámame más tarde», habías dicho, así que tenía permiso para llamarte después, por la noche, y eso es lo que más echo de menos, Ed, esas noches al teléfono, atractivo cabrón. Porque durante el día, estaba el instituto. Los timbres demasiado ruidosos o traqueteantes en altavoces rotos que nunca se arreglan. Los suelos chirriantes y con huellas, los golpes de las taquillas. Escribir mi nombre en la esquina superior derecha del examen o que el señor Nelson me descontará automáticamente cinco puntos, o en la esquina superior izquierda y que el señor Peters me descontará tres. El bolígrafo que se rinde a mitad de examen y deja cicatrices de tinta invisible sobre el papel, o que se suicida goteando en mi mano, mientras trato de recordar si me he tocado la cara hace poco y me he convertido en una minera con tinta en las mejillas y la barbilla. Los chicos que se pelean junto a los cubos de basura por cualquier razón, aunque no son mis amigos, no son mi pandilla; mi antigua compañera de taquilla que llora en el banco en el que me sentaba durante el primer curso con un grupo al que apenas veo ya. Exámenes, exámenes sorpresa, intercambiar identidades al pasar lista cuando hay un sustituto, cualquier cosa para pasar el rato, más timbres. El director en el intercomunicador, dos minutos enteros de zumbidos y murmullos de fondo, y luego un clarísimo «Ya está, Dave» y la desconexión. Una mesa en la que venden cruasanes para el club de francés volcada por Billy Keager, como siempre, y la mermelada de fresa convertida en una pegajosa mancha en el suelo durante tres días antes de que alguien la limpie. Antiguos trofeos en una caja, una placa, vacía y con forma de ataúd, a la espera de inscribir los nombres de este año. Soñar despierta y despertar frente a un profesor que espera una respuesta y se niega a repetir la pregunta. Otro timbre, el anuncio de «Ignorar ese timbre» y Nelson, que recrimina con el ceño fruncido —«He dicho que lo ignoremos»—, a la gente que cierra sus mochilas. Los formularios en el aula, grapados de tan mal modo que todo el mundo

tiene que darles la vuelta para rellenarlos. Las tonterías y las pruebas para la función del instituto, las pancartas para el gran partido del viernes, y luego el robo de la gran pancarta y el anuncio de delatar a quien lo haya hecho si alguien sabe algo. Jenn y Tim, que rompen, uno que se lleva el coche de Skyler, el rumor de que Angela está embarazada y luego el desmentido, «no, es gripe, todo el mundo vomita cuando tiene gripe». Los días en los que el sol ni siquiera trata de salir de entre las nubes ni de ser bueno por una vez en su vida de astro. La hierba mojada, los dobladillos húmedos, los calcetines equivocados que olvidé tirar y que ahora llevo puestos. La hoja furtiva que cae de mi pelo, donde ha permanecido durante horas, seguramente para delicia de alguien. Serena, que gorronea una compresa en el baño a chicas a las que ni siquiera conoce durante la segunda clase porque le ha bajado la regla y no tiene nada para ponerse, como siempre. El gran partido del viernes, adelante, Beavers, acabad con ellos, Beavers, una estúpida broma que resulta aburrida a todo el mundo excepto a los de primer curso y a Kyle Hapley. Las pruebas para el coro, tres chicas que venden prendas de punto para ayudar a las víctimas de un huracán, la biblioteca sin nada que ofrecer sea lo que sea que haya que buscar. Quinta hora, sexta, séptima... mirar el reloj y copiar en los exámenes, por qué no. De repente, sentir hambre, cansancio, calor, enfado, una tristeza increíblemente sorprendente. La cuarta hora, cómo podemos estar solo en la cuarta, es lo que es. Hester Prynne, Agamenón, John Quincy Adams; la distancia, el tiempo, la velocidad es igual a algo, mínimo común lo que sea, el radio, la metáfora, el mercado libre. El jersey rojo de alguien, la carpeta abierta de quién sabe quién, preguntarse cómo es posible perder un zapato, uno solo, y no darse cuenta de que ha permanecido esperanzado en el alféizar durante semanas. Llama a este número del tablón de anuncios, llama si has sufrido algún abuso, si quieres suicidarte, si te apetece marcharte a Austria este verano con estos otros fracasados de la fotografía. «¡ESFORZAOS!» con mala letra sobre un fondo descolorido, «PINTURA FRESCA» sobre un suelo seco, gran partido el viernes, necesitamos vuestro apoyo, dadnos vuestro apoyo. Combinaciones de taquilla, máquinas expendedoras, enrollarse con alguien, hacer pellas, ocultar que fumas, que te pones los cascos en clase, que llevas ron en una botella de refresco y caramelos de menta para ocultar el olor en el aliento. Ese chaval enfermizo con gafas de culo de botella y una silla de ruedas eléctrica, gracias a Dios no soy él, o con collarín, o con sarpullido o con ortodoncia, o ese padre borracho que apareció en un baile para cruzarle la cara, o esa pobre criatura a la que alguien tiene que decirle «Hueles mal, haz algo, o nunca, nunca, nunca te irá bien». Por el día, todo el día y todos los días era: saca buenas notas, apunta, finge algo, desprecia a alguien, disecciona una rana y mira si se parece al dibujo de una rana diseccionada. Pero al llegar la noche, las noches eran para ti, por fin al teléfono contigo, Ed, mi mayor alegría, lo mejor. La primera vez que marqué tu número fue como la primera vez que alguien llamaba a otra persona: Alexander Graham lo que sea, casado con Jessica Curtain en una película muy aburrida, frunciendo el ceño ante sus prototipos durante meses de montaje antes de lograr pronunciar por fin su mágica frase a través del cable. ¿Sabes cuál fue, Ed? —¿Dígame? —maldita sea, era tu hermana. ¿Cómo podía ser este el número bueno? —Eh, hola. —Hola. —¿Podría hablar con Ed? —¿De parte de quién? Oh, por qué tenía que preguntarme eso, pensé tirando de la colcha. —Una amiga —contesté con una timidez estúpida. —¿Una amiga? Cerré los ojos.

y por eso rompimosWhere stories live. Discover now