Primera parte

1.7K 98 48
                                    

Drapetomanía (n.)

1. f: Necesidad incontrolable de escapar. 

________________________


El suave castañeo de las tijeras se mezclaba con las fuertes voces de los dos hombres que conversaban en las sillas junto a la puerta de la barbería, apostando los resultados del partido local que se disputaría esa tarde de jueves. El joven Romeu, inmerso en la música de la radio, se impacientaba y movía su pierna para intentar calmar su emoción.

—Como no te estés quieto, muchacho, te voy a cortar una oreja. —Riñó con una risa el barbero, viendo a una joven versión de sí mismo reflejada en Romeu, quien sonrió abiertamente y le pidió disculpas, forzándose a estar como una estatua mientras el barbero le terminaba de arreglar su tupé—. Ya está, ya eres libre. —Rió quitándole la bata que protegía su ropa de los pelos y pasó un áspero cepillo por su cuello para limpiarlo.

—Gracias, Daniel. —Sonrió dejando sobre la mano del aludido unas cuantas pesetas—. Bon dia!

Daniel lo vio alejarse corriendo del local. "Bendita juventud".

Si bien sus piernas no eran precisamente largas, sí eran fuertes y le servían para correr como un galgo entre las calles de Montgat. Esquivaba con gran agilidad las farolas, saltaba, dejaba que el viento despeinara su recién estrenado corte de pelo, gastaba sus zapatos y llenaba sus pulmones con la frescura de los últimos suspiros del verano, y del mar.

La carrera contra sí mismo acabó en su casa, la casa de su querido abuelo Joan, un señor de ochenta y cuatro años quien, si no fuera por su nieto, habría muerto de tristeza hacía más de una década.

— ¿Abuelo?

—Samuel, hijo...

—Soy Romeu, vengo del barbero, —sonrió, acercándose para besar su mejilla— ¿está usted bien?

El anciano no pudo contestar, pues una voz infantil llamó al chico desde el patio mientras salía corriendo hacia sus brazos.

— ¡Romeu!

—Cuánto tiempo sin vernos. —Rió, alzando a su hermana en brazos para dejar que le llenara la cara de besos.

—Pues desde anoche. Estoy barriendo el patio.

—Haces muy bien.

Romeu caminó hasta la cocina con ella en su cintura, dejándola en el suelo cuando empezó a calentar el puchero que su madre había dejado la noche anterior para ellos tres.

—Dice el abuelo que está tarde bajemos a la playa.

— ¿El abuelo o lo has dicho tú? —Preguntó él mientras sacaba los platos azules de la alacena, y los vasos que dio a la niña para que los llevara a la mesa, advirtiéndole que tuviera cuidado con ellos.

—Los dos —Ríe inocentemente. — pero más él, dice que hace mucho que no ve los barcos.

—Los ve todas las semanas. —Rió echando su plato—. Pero claro, si queréis bajar, bajaremos. ¡Abuelo! —lo llamó—. Ve a llamarlo, Rocío, dile que vamos a comer ya.

Rocío voló hasta el salón y trajo a su abuelo de la mano, ayudándolo a sentarse. Ella a su corta edad, ya estaba acostumbrada a cuidar de su abuelo, más que al revés. Si bien no era muy seguro dejar a una niña de apenas siete años a cargo de un anciano, poco importaba ya que algunos días no tenían con quien dejar a ninguno de los dos.

—Tome, capitán. —Habló dándole una cucharada al anciano—. Yo le ayudo, no se preocupe. Otro plato ya lo comerá usted solo pero no este.

Joan solo se dejaba cuidar por Romeu, y en contadas veces por su madre; Susana, su nuera. Para él, la ternura y la paz que su nieto le transmitía solo eran comparables con las que le hacía sentir su difunta esposa. Quizás por eso dejaba que sus manos le dieran de comer y lo ayudaran a vestirse.

Cuando llegue la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora