Segunda parte

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Lágrimas de San Lorenzo:

Con este nombre se conoce popularmente a las perseidas, la lluvia de estrellas que se produce cíclicamente a mediados de cada mes de agosto, cerca de la festividad de San Lorenzo, el 10 de agosto.

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El ruido del flash accionado por el índice de Aray hizo que el chico volviera a acomodar su postura. Romeu estaba sentado en su moto, dirigiendo una mirada al canario por encima del hombro, con el ceño fruncido porque el sol le molestaba en los ojos. Así había capturado aquella fotografía.

Esa tarde, habían ido los dos juntos a una gran explanada de tierra lejos del pueblo donde el rubio pudiera probar los arreglos que había hecho a su moto.

—¿Ya? ¿Puedo arrancar?

—Sí, ya puedes —Anunció bajando su cámara.

Aray amaba la fotografía, y también fotografiar todo lo que amaba. A su madre, a su hermana y su cuñado, a Bambi, las flores, el mar, Romeu. Romeu... Es curioso cómo ahora se puede añadir su nombre a la lista de cosas que Aray quiere inmortalizar. Romeu no era muy "inmortalizable", no:

—¡Con cuidado!

Romeu era inmortal.

Para Aray, aquel verano estaba siendo el mejor de su vida, todo gracias a él. A él y sus poco cuidadas excusas de botellines de cerveza, a sus caricias a escondidas, sus besos muy, muy pero que muy fugaces y esa voz que cantaba todos los temas de Sinatra. A esos dedos que disfrutaban con tocar su barba, que le cogían de la mano por la calle, que le tapaban los ojos por la espalda para después darle un beso en la mejilla. Y a Abel, cómo Aray no iba a pensar en Abel.

Lo recuerda bien, fue un jueves de principios de agosto, cuando bien entrada la tarde, sus dos amigos corrían hacia el mar. "¡A ver quién llega antes!" Retaba la jovial voz del menor al otro catalán. El estruendoso chapoteo que hacían al correr rompiendo las olas, sus risas, "¡has perdido!", "¡Suelta, suelta, Abel, cabrón!" sus juegos fueron lo que le hizo al canario darse cuenta, de que ya no echaba de menos Tenerife. Ni un poco. Que esa era ahora su playa favorita, y no quería ver ninguna más.

Cada día del verano parecía hacerse más caluroso para Aray. Y eso estaba bien. Empezaba los días revisando su ventana y rogando que llegara el miércoles, porque cada miércoles, sin falta, había un pequeño ramo de margaritas en el alféizar atado con un cordel marrón. A veces había una frase de una canción atado al hilo que amarraba las flores, y él guardaba todos esos pedazos de papel con frases en inglés que, muchas veces, ni siquiera entendía.

Y un día sintió que no volvería a sentir nunca más, cuando al levantarse a la hora de siempre, muy temprano, descubrió una sola flor metida en un bote de cristal. Aray estaba estaba muy sorprendido, alegre, confundido: era una rosa. Una rosa blanca y muy hermosa, en el alféizar de su ventana. Tomó entre sus manos el frío vaso para oler el aroma de aquella flor, y al tomarla entre sus dedos descubrió un papel doblado por la mitad en el fondo de este. Dejó la rosa sobre la cama, y volviendo a sentarse sobre las arrugadas sábanas, leyó el papel en voz baja:

Day by day.

—Día a día...

Confundido, y hecho un manojo de ilusiones saltó de la cama para ir a trabajar. Y si aquel día empezaba bien, iba a continuar mejor, pues sobre el mediodía, una aguda y familiar voz cruzó la puerta de la tienda.

—¡Aray!

—¡Hola, mi amor!

Rocío corrió a abrazarle con una papel en la mano, y después de un par de cariñosos achuchones, el chico la sentó en el mostrador.

Cuando llegue la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora