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Resiliencia (n.)

1. En psicología, que tiene facilidad para adaptarse a situaciones adversas.

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Emprendieron el camino hacia la librería envueltos en el suave calor de la tarde, mezclado con la fresca brisa del mar que hacía mover las hojas de los árboles alzados uno tras otro en las aceras. Era la mejor hora del día, sin duda, aunque Romeu no sabría explicar con claridad si el tenue calor que aún notaba se debía al sol o a la nueva y extraña sensación que intentaba —sin éxito— pasar por alto y que aún le hacía arder las mejillas. Rezaba porque Aray no se diera cuenta de su estado de vergüenza, y Aray por su parte intentaba esconder que hacía escasos minutos, estaba envuelto en los brazos de ese chico.

— Ese era Abel, es mi mejor amigo. Vino a... Tocar un rato.

— ¿Tocáis el piano?

—No, yo no.

— ¿Y por qué tienes un piano?

— Porque mi madre sí que sabe tocarlo, pero yo toco la trompeta.

Romeu lo miró sorprendido.

— Te gustará entonces Louis Armstrong.

— Me encanta Armstrong, es mi favorito, y Ella Fitzgerald también me gusta mucho.

— ¿Y Frank Sinatra? —preguntó el menor, con brillo en los ojos. El canario meditó un momento con la mirada hacia arriba.

— No está mal.

— ¿Que no está mal? —Preguntó incrédulo— Es el mejor del mundo.

— Tampoco te pases.

— El mejor. —Reiteró— El mejor del mundo.

El moreno empezaba a aprender que ese rubio era tan bajito como testarudo. Y que lo fuese no le molestaba en lo más minino, de hecho; le gustaba.

La acogedora librería del pueblo los recibió con un olor a goma de borrar y a cajas de cartón que había que esquivar ya que estaban esparcidas por el suelo, recién abiertas llenas de libros o vacías, agujereadas, planas y listas para ser tiradas a la basura.

— Y me llaman a mí desordenado, qué sabrán... —murmuró Aray, quitando un papel enorme de color blanco que quedó enganchado a su pie.

— ¿Qué necesitabas?

— Tres cuadernos. Están por esa zona. —Señaló.

Al llegar a la estantería, el rubio se detuvo curioseando entre los materiales mientras el moreno elegía entre los escasos modelos de cuartillas que se ofrecían. Tomó Romeu un lápiz plano de color rojo, sin punta, que se le hacía familiar.

— ¿Sabes? Estos lápices me recuerdan a mi padre.

— ¿Por? —preguntó el canario girando solo la cabeza, algo sorprendido con la afirmación.

— Porque mi padre es carpintero. Tiene un montón como ese, les saca punta con una navaja —le explicaba deslizando su dedo sobre el lápiz, enseñándole como se hace.

— ¿Cómo se puede escribir con eso? —Preguntó curioso— Parece incómodo.

— No es para escribir —rió— es para hacer marcas en la pared o en la madera. Para apuntar medidas y poco más, no es para escribir textos.

Aprender cosas. Eso era lo que más le gustaba a Aray, y enseñar era lo que a Romeu le hacía sentirse grande.

El canario compró un par de cuadernos y sin demorarse más tiempo dentro de la librería, marcharon de nuevo hasta la casa de Aray. El camino era corto, el pueblo es pequeño, pero ellos alargaban la hora de separarse tanto cuanto podían. Amaban la compañía mutua, conocer sobre los gustos del otro y alegrarse tanto al descubrir que no distaban tanto de los propios.

Cuando llegue la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora