6.

730 80 113
                                    

Epifanía (n.)

1. (f.) Momento de sorpresiva revelación.

________________________

El sol empezaba a esconderse. Delante de sus ojos, el cada vez menos imponente sol se hundía en el Mediterráneo con toda la lentitud posible, dejando tras de sí un brillante tono anaranjado que pintaba las nubes del atardecer catalán. Los tres habían dejado hace rato el Oriol amarrado a su poste, prefiriendo secarse la ropa y el pelo en la brisa constante. Se sentaron sobre la arena. Abel dejó su cabeza descansar sobre el regazo de Aray, y echó sus ojos hacia arriba. El canario le devolvió una tierna mirada a su amigo, acompañándola de una caricia a su mejilla.

— Te veo raro sin gafas —apuntó el mayor.

— Yo a ti te veo borroso.

— Gilipollas... —susurró, dejando correr los dedos sobre su pelo. El otro moreno suspiraba, cerrando los ojos durante un segundo cuando notó que el mayor le empezó a dar suaves tirones de los rizos. Enredaba en su dedo un mechón y tiraba suavemente de él, como sabía que le gustaba—. ¿Me dejas peinarte?

Abel abrió los ojos.

— ¿Peinarme cómo?

Aray arrugó la nariz observando el pelo de su amigo.

— Es que con este pelo tan rizado no te puedo hacer mucho...

— ¡Péiname a mí, Aray! —Pidió el menor.

Abel sabía que ninguna otra frase no habría hecho más feliz a su amigo.

— ¿Me dejas?

— ¡Sí!

Abel se echó a un lado, dejando que el mayor se pusiera de rodillas. Romeu se sentó delante de él. Aray tuvo que coger aire cuando deslizó sus dedos por primera vez entre los mechones del rubio, apartándole el flequillo aún algo húmedo de la cara. Romeu miró al otro catalán que se había quedado a su derecha y le devolvía una amistosa sonrisa. Se lo pensó un momento antes de estirar las piernas sobre la arena, dar una palmada a su regazo, e invitarle:

— Ven, acuéstate.

No lo dudó ni un segundo. Se acostó con su cabeza sobre las piernas de su amigo, mirándole con gratitud y notando bajo la nuca la tela algo mojada de su pantalón sucio.

Mientras tanto, Aray jugaba entre los esponjosos mechones de Romeu, que ahora estaban impregnados por un poco de sal. Los dividía y los volvía a dividir para volver a unirlos, entrecruzándolos, dándose cuenta de lo bonito que se sentía provocar con sus yemas los suspiros que Romeu dejaba escapar. Aquello se sentía como el paraíso. Escuchar el suave rugido de las olas del mar, rompiendo y deslizándose sobre la orilla, aplanando a su paso la arena que quedaba a varios metros de ellos y dejando las burbujas de la espuma que estallaban, muy pequeñas haciendo un cosquilloso y agradable sonido. La cálida respiración de Aray sobre la nuca de Romeu, y su pelo que ahora se adornaba en cuatro pequeñas trenzas de espiga que el canario no ataba. Y, cómo no nombrarla: una sonrisa que no se borraba del rostro de Abel al saber que su mejor amigo estaba teniendo el mejor día de su con las manos enredadas entre los cabellos rubios de Romeu.

Qué pena que tuvieron que separarse cuando ya apenas quedaba algo de luz natural que iluminara la playa.

— Nos vemos mañana, ¿vale? —Se despidió Romeu— ¡ A ti ya te veré el fin de semana, Abel!

— ¡Vale!

— ¡Hasta mañana!

Juntos, Aray y Abel volvieron a Tiana, y allí se separaron. Esa noche, el canario se metió a su habitación con la sensación aún dentro del pecho y del estómago y de la cara. Se puso el pijama sintiendo que cada prenda que se ponía o quitaba le hacía unas cosquillas horribles y maravillosas. Se reía solo, en voz baja, como se había estado riendo durante todo el camino a casa junto a Abel, y a lo largo de la cena con su madre, quien se contagiaba de su emoción y no paraba de preguntarle "¿pero qué te pasa?" y él trataba de esconder el rubor de sus mejillas en el plato de la cena, ¿cómo iba a decírselo?

Cuando llegue la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora