Capítulo II: Al este de los ríos Élivágar

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-Narra Tyr: dios de la guerra, de la gloria en combate, y de la victoria.-


¿Por qué hablé, si tanto me afanaba siempre en ignorar a mis hermanos? Quizá porque en el fondo, todos mis problemas no solo iban desembocados a que día a día, veía a los culpables de mí perdida, si no que desde entonces me sentía inútil, incapaz de hacer nada, al menos esto sí podía hacerlo; aunque claramente, Aegir no nos quería en su casa, cortesía de Thor. Podría haberle hecho un favor al gigante y mantenido la boca cerrada, pero tenía hambre y no deseaba quedarme sin comer por culpa de la enorme elocuencia de mi hermano, el dios del trueno.

Aegir no nos era un desconocido, bien sabíamos en Asgard de él, no solo por-que era el abuelo de Heimdall. El montañés, curiosamente, vivía en Midgard, en una isla llamada: Hlésey, o isla de Hlér. Hlér era el auténtico nombre de Aegir, el cual significaba mar, pues aquel gigante no era otro que la personificación del profundo océano. Él precisamente representaba aquellas turbulentas aguas a las cuales los humanos no se atrevían tocar por miedo a perder la costa y acabar sien-do engullidos por las olas. De ahí, irían directos al reino de Ran, situado en las profundidades marinas. A Ran en Midgard se le tenía aún más miedo del cual los humanos podían llegar a mostrar ante Hela. Yo jamás había visto el hogar de Ran, pero lo describían como un lugar frío, oscuro y azul. Tal era el miedo que sentían hacia ella que la llamaban la ladrona, como si con ello alguien pudiera e-vitar los crímenes de la giganta, así lo querían creer. La muerte de Ran era una muerte indigna. La diosa poseía una cierta ayuda durante sus peculiares trabajos de recogida. Sus hijas, las nueve gigantas de las olas, podían precisamente transformarse en eso, en olas, y de hecho, eran las propias olas; a veces hacían zozobrar los barcos, así luego Ran echaba sus redes y recogía los cuerpos de aquellos que murieron ahogados. Sí, aquel gigante y su familia eran muy peligrosos, pero a Thor le había parecido buena idea insultarle.

El salón de Aegir no estaba precisamente cerca de la zona en la que habíamos decidido cazar, tampoco lo estaba la casa de Hymir, por ello mi hermano decidió que deberíamos usar un medio más rápido que nuestras piernas, y las cabras de Thor cumplían esa función; eran veloces, y aunque no poseían un exquisito olor, iba a tener trasporte gratuito en un carro tirado por estas, no me iba a quejar más.

—A Heimdall le hubiera gustado ver a su familia —mencioné a Thor mientras esperaba a que este terminara de atar a sus dos bestias al carro. Las había llamado Tanngnjóstr y Tanngrisnir, nombres bastante violentos para dos cabras, aunque entendía el nombre de una de ellas, la mandíbula le hacía un sonido muy raro al masticar la hierba. Las cabras de Thor eran de un tono blanquecino, con unos potentes cuernos, y unas fuertes pezuñas, mi hermano las resucitaba y mataba tan-tas veces como quería desde que tenía a Mjölnir. Esperaba por el bien de los animales que no recordaran nada, si no empezaba a comprender por qué... bueno, creo que todas las cabras tenían esa mirada perdida y algo enloquecida, quizás no tenía nada que ver con el martillo.

—De estar —dijo Thor mientras ataba las correas al hocico de sus animales—, seguro que su abuelo no nos hubiera mirado con tan mala saña, menudo está hecho ese Aegir, ¿con quién se cree que estaba hablando? —terminó la faena sacudiéndose las manos, haciendo chocar una palma con la otra, sus cabras ya estaban listas. Una soltó un sonido lastimero y otra uno bastante más grave, supuse que intentaban trasmitir su deseo por salir corriendo a la orden de Thor.

No me tires de la lengua, pensé intentando mordérmela tras escuchar lo que acababa de decir mi hermano.

—Creo que la culpa ha sido tuya... —se me escapó.

—Venga, cállate ya y sube —dijo ignorándome.

Entré de un salto, apoyándome con la mano izquierda en uno de los lados del carro. Apenas me hube acomodado en mi asiento cuando Thor ya sacudía las riendas y sus cabras balaban y corrían hacia el palacio de Hymir. Con nosotros venía el anciano Egil, un humano, padre de dos muchachos que Thor tenía como siervos: Thjálfi y Röskva. Por regla general se los llevaba a todas partes, hoy no era el caso. El mortal era silencioso y servicial, había ayudado a Thor a colocar sus cabras para atarlas, y mientras estuvimos en el prado cazando o en el salón de Aegir conversando, Egil se había encargado de cuidar a los nobles animales ante la ausencia de su amo.

Las cabras de Thor eran tan veloces que llegaban a sobrevolar los cielos, y por ello en estos instantes nos encontrábamos contemplando los picos de las monta-ñas bajo nuestros pies. El verano estaba llegando, la nieve comenzaba a derretirse y dejaba mostrar la verde hierba oculta bajo su blanco manto. El paisaje era precioso e impresionante a esa distancia, pero la tierra de los gigantes era fría, así que pronto volvimos a encontrarnos con la fría nieve, y solo algunas zonas de pasto mostraban un incipiente verdor.

Durante el resto del camino, decidí reducir la conversación al mínimo, tan solo le di las indicaciones a Thor mientras intentaba mirar en la dirección correcta para que mis cabellos no entorpecieran mi visión. No estaba de humor para conversaciones, no lo estaba desde hacía un tiempo, y ahora que me encontraba trazando un plan para cuando llegáramos ante Hymir, menos aún. Sin embargo Thor ese día se encontraba la mar de hablador, por lo que mi concentración se vio frustra-da.

—¿Cómo está tu esposa? —preguntó—, ¿se tomó bien lo del chucho?

Apreté la zona del carro en donde descansaba mi mano izquierda, la que usaba para sujetarme a este. Solté aire por la nariz antes de responder. Thor tenía un tacto impresionante a la hora de hablar sobre temas delicados.

—Está perfectamente, tuvimos un niño hace unos inviernos, ¿ahora te estás enterando?

—¡No! —gruñó volviéndose un poco, pero sin dejar de mirar al frente— Solo quería hablar contigo, gruñes más desde que te quedaste sin mano.

Mejor no hablamos de quien gruñe más de los dos, hermanito.

—Allí está el palacio de Hymir —señalé con la muñeca derecha, dejando claro, aunque Thor no lo hubiera pillado, que no quería hablar más del tema.

Desde las alturas, el palacio se veía semejante a cualquier salón de un hombre poderoso. Una estancia alargada, construida en madera con basamentos de piedra y pilares de madera que sostenían el tejado, el cual era un barco invertido. Achiqué los ojos para intentar identificar la entrada, parecía cerrada, aunque hoy el viento zumbaba con demasiada fuerza, quizás estaba cerrada para que la nieve no accediera al interior, no porque aquel palacio ahora no albergara a nadie.

Mi hermano se centró en llevar las cabras hasta una zona segura para poder aterrizar y que estas pudieran comer y beber tranquilas. Mientras ellos disfrutaban de una apacible cena, nosotros cumpliríamos con nuestra misión, intentar hacernos con el caldero de Hymir y volver sanos y salvos a casa de Aegir.

Thor tocó tierra con bastante suavidad, bastante para ser él quien conducía el carro. Los tres bajamos de un salto: Egil, Thor y yo. El dios del trueno se dirigió al anciano mortal que esperaba órdenes con las manos por delante y la espalda recta. Egil era un siervo, uno orgulloso de estar a las órdenes de Thor.

—Tú te quedas aquí —señaló Thor a Egil con un dedo—, y te esperas a que volvamos. ¡Cuida de mis cabras!, ¿mensaje captado?

Egil no parecía acobardarse o sentir miedo por Thor, quizás estaba más que acostumbrado a la brusquedad de su amo, y comprendía todo lo que quería decir con cada gesto y grito, lo admiraba... yo no entendía a Thor.

Dada la orden, mi hermano se dirigió hacia aquel enorme palacio que desde el cielo no se había visto de unas dimensiones tan colosales como lo percibíamos ahora. Una vez cerca, la perspectiva cambiaba. Fui detrás, pidiendo a las nornir una única cosa, que mi madre estuviera en casa, o convencer a Hymir sería un trabajo muy complicado.

El cantar de HymirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora