Extra III: Orgullo herido

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-Narra Tyr: dios de la guerra, de la gloria en combate, y de la victoria.-


De estos acontecimientos, decir que apenas habían trascurrido unas semanas desde que perdí la diestra, aunque eso no importaba, inviernos después seguiría lamentándome por aquella pérdida, mostrando el mismo carácter oscuro y lúgubre que un cadáver sin vida; aunque conseguí mejorar, sobre todo cuando me hice con aquel caldero, pero llegar hasta ese día fue duro, y no ocurrió por mi propia cuenta, precisé de ayuda, y agradecería eternamente aquella ayuda.

Cuando el lobo Fenrir estuvo atado, mi familia lo celebró, celebró que estaban a salvo y que habían vencido a un gigantesco lobo que supuestamente, podría haber amenazado sus vidas de no permanecer ahora encerrado. Mentiras, no iban a estar a salvo, nunca lo estarían. Si las nornir habían decidido preparar todo esto, no iban a salvarse; un día pagarían las consecuencias, un sueño de esa índole no aparecía sin más si detrás no se orquestaba un plan mayor. ¿Cuál sería este? Ni lo sabía, ni me interesaba saberlo.

Ahí estaban mis hermanos, todos ellos riendo durante su celebración en el gran salón de mi padre. Se creían seguros, creían haber triunfado y haber hecho lo correcto, y yo sentía que se burlaban de mí con su despreocupada actitud.

Poco duré en aquella fiesta, enseguida decidí que debía irme. Eir me había curado mis heridas, me había hecho beber algo que me atontaba el cuerpo como si fuera hidromiel, pero poco a poco ese efecto desaparecía y empezaba a volver a sentir aquel dolor y aquella angustia en el pecho. Dejé a un lado el cuerno con el que intentaba disfrutar de la velada, necesitaba irme y calmar mis dolores con la fría noche, el frío siempre atontaba los sentidos. Desde la muñeca, me corría una sensación ardiente, como si un veneno se propagara por mis venas, llegaba hasta el codo, y contra más intenso se volvía más me costaba ocultarlo, me hacía abrazar mi antebrazo algo mareado. Quería pensar que en el momento preciso en el cual pudiera ignorarlo, todo aquello remitiría, pero el dolor no solo era físico, también era emocional; seguía sintiendo que mis hermanos, sin darle importancia, habían decidido escupir en mi honor y orgullo... y era incapaz de mirarles a los ojos cada vez que pensaba en ellos o simplemente permanecía a su lado, escuchando sus eternas risas hasta cuando me encontraba solo.

¿No eran conscientes del daño que me habían hecho? Cada vez que miraba a Geri y Freki, los lobos de mi padre, sentía un sudor frío recorrer mi espalda. Cada vez que cerraba los ojos durante la noche, las pesadillas sobre un enorme lobo gris que intentaba arrancarme la otra mano, ocurrían sin descanso.

Un paseo nocturno por el prado, la hierba alta que me cubría hasta los tobillos, el susurro de esta al ser aplastada por mis pies, el frío de la noche y las gotas del rocío que sobre la hierba se formaban, el viento que contra mis oídos aullaba y el pelo que de mi rostro apartaba. Allí encontraba la paz que mi ser necesitaba, estaría bien cada vez que aquel dolor volviera a mí y los pensamientos nocivos que rememoraban mi mala suerte, invadieran mi mente. Dios del valor, dios de los héroes, dios de la guerra; así me conocían entre humanos, elfos, gigantes y enanos, no podía mancillar ninguno de esos títulos.

Aquel dolor no se estancaría ahí, iría a más con el tiempo. Al día siguiente, despuntando el alba, la herida ardió sin control nada más me hube despertado. Siempre visitaba a Eir para que procediera con sus tratamientos, pero no siempre se obtenía el resultado deseado. Me costaba hacerme a la idea de mi perdida, las intensas palpitaciones en mi muñeca no ayudaban a sofocar mi espíritu, menos aún las fiebres que me producían tanto calor y prácticamente conseguían anularme por completo, dejándome a veces postrado en la cama o mareado durante mis nocturnos paseos. Mi esposa estuvo conmigo en todo momento, sufrió mi perdida, pero por mí se mostró fuerte, todo con tal de no darle importancia. Me sentía orgulloso de ella, no tanto de mí, que me había convertido en un lastre durante su estado, pues los meses que me tocó a mí recuperarme de aquellas heridas, los pasó mi esposa gestando a mi hijo. Me dije que cuando todo esto pasara, volvería a encontrarme, a ser el glorioso dios que era, pero la espera me hizo ser impaciente, y cada vez que me mostraba ante los demás, sus miradas y susurros, fueran o no sobre aquellos acontecimientos pasados, me hacían sentir colérico y huraño. A todos culpaba de mis males, más el único culpable de aquel estancamiento, no era otro que yo mismo, y sin embargo aún no era capaz de darme cuenta.

El cantar de HymirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora