Capítulo 30

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Observé que no había guardias cerca. En cada paso que daba, lograba escuchar cómo crujía el pasto.

El jardín se encontraba muy abandonado. Todas sus plantas y flores, habían muerto hace siglos.

También, el bosque estaba en silencio...aparte del crujido de las hojas y ramas debajo de mis pies. Intenté disimular mi inquietud, mientras salía de entre los árboles. De pronto, se cruzan frente a mis ojos, los pelajes de unos zorros salvajes parecían brillar. Como si realmente estuvieran hechos de fuego, y como si realmente vinieran hacia mí.

Hasta que los miré de nuevo, y no se trataban de animales. Me refregué los ojos, y pude notar que había un grupo de ancianos decrépitos con abrigos brillantes y bastante asombrosos. Pude respirar tranquila cuando vi que no eran zorros. Me pregunté quiénes eran, aunque decidí no arriesgarme, y me fui de allí rápidamente.

Un suave viento flotaba en el paisaje, bailando entre los árboles apagados. Hacía tanto frío que me acurruqué aún más con mi capa. Cerré los ojos mientras me posé contra un árbol...y me pareció haber escuchado algo.

Apenas fui capaz de distinguir los susurros de una canción de Iglesia, a mí alrededor...Y eso que ya estaba bastante lejos de la Iglesia.

Las cosas estaban a punto de ponerse bastante interesantes.

Miré a los costados, pero no había nada. Ese coro celestial sonaba en mi mente como una tortura. Pero sólo era eso, parte de mi mente. Quizás...¿el bosque tendrá algún veneno o algo?

Quise pensar que sí...por lo que seguí mi camino y esta vez, enfocándome en que tendría que encontrar la primera puerta. Cada vez que miraba el mapa, más me confundida. Al cabo de un rato, me perdí.

Las sombras se abrieron paso a través de un jardín lleno de flores y árboles. La luna, no era nada más que una estrella en el horizonte. En cualquier otra ocasión, habría sido hermoso el paisaje. Pero no tenía idea de a dónde iba, ni cómo saldría.

Cuanto más atravesaba este bosque, más sentía que estaba alucinando. Un escalofrío se desarrolló en el aire, convirtiendo mi respiración en nubes. Mis manos estaban sudorosas, y mi cuerpo tembloroso. El exceso de adrenalina ya me estaba afectando.

Mi pulso aceleró como nunca, cuando escuché que unas pisadas fuertes se acercaban a mí. Saqué el arma de mi bolsillo, y supe que ya era hora de usarla.

Las nubes plateadas se separaron, revelando el cálido resplandor de la luna de invierno. Pequeños copos de nieve crujían bajo mis pies, mientras vagaba por el bosque. Mi nariz comenzó a congelarse, y mis dedos comenzaron a adormecerse, pero seguí presionando el revólver.

Las pisadas se hicieron más intensas, y supe que ese sujeto estaba justo detrás de mí.

Volteé mi cabeza y vi que era una enorme serpiente que parecían dos juntas, de color anaranjado. Dios mío.

Lo primero que se me ocurrió fue correr. Correr y correr hasta que tropecé con una pared de madera. Volví a mirar atrás, y ya no se trataba de una simple serpiente. La maldita estaba más grande.

Vi que esa pared pertenecía a una pequeña casa, y no dudé en meterme allí. Cerré la puerta detrás de mí, y traté de calmarme un poco. Pero no podía. Simplemente, no. Mi pecho subía y bajaba. Estaba demasiado nerviosa.

La casita era toda de madera y contenía algunos elementos de jardinería. Pero no era segura: tenía, de ventanas, unos grandes vidrios que dejaban ver todo lo que estaba allí afuera. Me acerqué a una de esas ventanas y observé si la serpiente se había ido.

Definitivamente no se fue. Del lado de afuera, había una víbora grande erguida que me miraba a través del vidrio, como esperándome. Me alejé por instinto. Tenía que reaccionar rápido o la serpiente cruzaría la ventana.

El Chico Pálido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora