Prólogo:

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Olimpia, Siglo X a.C

Las primaveras se hacían cada vez más eternas ante el paso de los siglos. Se sentía lejana a su ser interior. Condenada a un trato del que ella poco tenía que ver. Su fidelidad hacia su madre, su único vínculo con el mundo, resultó ser su condena. Y también su castigo.

Demeter, diosa de la agricultura y portadora de las estaciones, devolvía las flores al mundo con su llegada. La llegada de su hija. La llegada de una mentira.

Persephone hacía siglos que no subía a la tierra. Siglos en los que su madre creía tenerla a su lado, ganando un poco de su lucha ya perdida.

― Hermosas flores este año. ¿Verdad, hija mía?

La suavidad y cariño que destilaba su voz cuando la hablaba era como una punzada en su corazón. Ella había hecho todo y más para sentir la aceptación de su madre, Tetis, titánide de los mares. Persephone ni siquiera estaba allí, y su madre la adoraba como si hubiese dado su vida para complacerla.

― Cada año más hermosas, madre ―dijo, ya acostumbrada al trato cortés pero afín.

Como tantos otros años, Demeter ofrecía su servicio a la tierra, devolviéndole la vida y el calor. Mientras ella paseaba por los florecidos campos con sus vaporosos tejidos que la diosa le hacía ponerse.

Se alejó de la presencia de la diosa, sigilosa y con predeterminados pasos. Era sencillo hacerlo, pues Demeter tenía total confianza en su hija.

Las flores desprendían embriagadores olores por el verde prado. A su paso, el polen de las más maduras, viajaban por el cielo con la suave brisa. Ayudando la labor de su señora esparciendo su belleza por el mundo. Clío, hija de la titánide Tetis, apreciaba esa belleza. Pero se teñía de amargura al ser obligada a cumplir con el trato que su hermana Aviehel no había podido cumplir para con Persephone.

Estaba acostumbrada a pasear por esos paisajes. Era buena con su deber, siempre había podido hacer que los demás creyeran lo que quería que creyesen. No era difícil ser Persephone. Ni siquiera la mismísima diosa del inframundo podría hacer lo que ella hacía. Y de volver todo a la normalidad, estaba segura de que Demeter notaría la diferencia.

Las manos enguantadas en su habitual disfraz, rozaron la belleza de las flores silvestres. Recogió algunas que ya habían marchitado, observando con devoción sus hermanas en plenitud. Lejos estaba el lugar que la tierra había abierto para dar paso a Hades, dios del inframundo, para llevarse a la joven ninfa. Demeter no se arriesgaba a llegar a tales lugares, temerosa de que la historia se repitiese. Ingenua era, al creer que su hija seguía bajo su yugo.

Cerca del bosque, en unos prados bajo la sombra de árboles grandes, Clío pudo ver algo que no era habitual. Un destello de luz pura que brillaba entre los recovecos oscuros del bosque. Extrañada y curiosa, se acercó. Queriendo ver algo diferente en su rutinaria existencia.

― ¿Persephone? ―decidió decir con moderada voz, sabiendo a Demeter lejana.

La diosa del inframundo no respondió a su llamada. La joven Oceánide había supuesto que se trataba de ella. Era la única que podía presentarse ante ella de modos tan diversos, ironizando su naturaleza oscura actual.

No era ella, sin embargo. Sino un haz de luz en medio de un árbol. Clío frunció el ceño ante el hallazgo. Era extraño, puro. Tan brillante que la luz la inundaba con apremiante intensidad. Se acercó un poco más, estirando la mano queriendo alcanzarlo, como si pudiera ver el interior. Pero no existía nada. Nada había en esa luz brillante.

Aión Brechas en el tiempo (Parte 3 Hera)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora