11.

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La mañana siguiente se sintió como un horror. Alexander sentía que estaba encadenado, que su alma estaba así. Sus emociones estaban intactas, muertas tal vez. Había caído en una tristeza, casi un tipo de depresión horrible, y al parecer no quería liberar su cuerpo.

Su anatomía se despegó de las sábanas. El colchón estaba hundido a su lado, algo extraño. Fue entonces cuando se percató de un ligero detalle, el detalle de que no se encontraba en su cuarto. No era su casa. No era ese lugar al que llamaba hogar. Las paredes pintadas de blanco, el techo de azul cielo y la cantidad de fotos de Maria le dió a entender que estaba en la habitación de Eliza, quien estaba durmiendo como si se tratara de un muerto a su lado.

Sus ronquidos eran casi susurros, no provocaban molestia absoluta. Así que, de manera silenciosa, Alexander abandonó la cama. Anduvo hacia la puerta. Volvió un momento sus ojos hacia el suelo donde pudo encontrar a su calzado descansar. Tomó aquellos y salió del lugar.

Conocía ese piso perfectamente. Penetró en la cocina. Variados objetos de amontonaban en el fregadero. Pero decidió ignorar aquel hecho. Su cansancio superaba límites comunes, así que prefirió enviar sus fuerzas restantes en su desayuno.

Cuando por fin tomó asiento, decidió analizar lo que había pasado la noche anterior. Retomó todo de manera cronológica. Recordaba aquel vecindario adinerado y a Eliza bailando entre la multitud del lugar. También recordaba a John sentado encima de la encimera de la cocina. La cocaína. El sexo.

Ocultó su rostro tras las palmas de sus manos. ¿Qué había hecho? Había sido su primera vez consumiendo drogas. Solamente había probado de la nicotina, provocando una negación hacia ella. Y, para hacerlo aún más dramático, había mantenido sexo con Laurens.

Realmente, John había suplicado. Él logró que Alexander se colocase sobre él en el sofá. Él pidió y obtuvo. Quizás el caribeño era como un padre que sentía una extraña necesidad de malcriar a su único hijo, pero aquella situación era más que diferente.

La droga era una explosión, pero juntarla con experiencias sexuales resultaba el triple de hiriente. Hamilton no finalizó, pero había sido uno de los mejores polvos. Público, explícito. Incluso Hercules los había grabado encantado. Alexander podía asegurar que, en cuanto se encontrase, podría ver aquella pieza de arte.

Su melodía de llamada comenzó a resonar. El caribeño se levantó y recogió el teléfono de la encimera.

—Buenos días, bella durmiente. —saludó burlón Hercules.

En el fondo, Aaron gritó desesperado. Alexander estaba muy confundido ante aquella llamada. ¿Era importante o fácilmente podía colgar? Rodó sus ojos cuando el irlandés respondió al moreno con referencias a la noche anterior.

—Oye, Burr quiere verte. —explicó finalmente el mayor, parecía aburrido ante el tema a debatir. —¿Podemos ir a donde estás?

El caribeño aceptó, señalando su situación correcta.

Eliza pudo haber decidido tomar las riendas. Seguramente se llevaría a Alexander a su vivienda a escondidas. Primero se hallaba el bienestar de los demás, aún con mayores razones el de su mejor amigo. Posteriormente se encontraba la hora de las explicaciones o los movimientos justificados.

En treinta minutos, el timbre sonó. La pareja de amistades entró en aquel departamento, logrando que con sus voces despertaran a la propietaria de aquel. Eliza salió de su cuarto algo confundida, ¿cómo habían entrado aquellos sujetos? De pronto recordó la presencia de Alexander y le restó importancia a la situación.

Anduvo hacia su cafetera, encendiéndola y haciéndose un amargo café.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Ahora llega lo mejor! —señaló emocionado Mulligan. Los ojos de Burr acompañaron a los de Hamilton, quien sonreía avergonzado.

En el video, John cerraba sus preciosos ojos verdes y abría su boca, formando una "O" con sus labios. Alexander simplemente rozó el pómulo del pecoso con sus labios. La leve iluminación mostraba el severa sudor de ambos jóvenes.

—¡Ya es suficiente! —Aaron descargó su desespero finalmente, logrando que el trío de amigos riese.

—Espero que te lo pasases bien, Alex, —habló Eliza. Recogió su taza rellena de cafeína y la depositó en la mesa, a la derecha de Mulligan, donde se sentó. —porque te digo que yo no lo hice.

Con una sonrisa traviesa, el caribeño le respondió amablemente. Ella le imitó. Se cuidaban como hermanos. No querían que saliesen dañados. Habían sobrevivido tantas experiencias negativas que no querían volver a romperse.

Discutieron si la compañía de Charles había sido adecuada, puesto que Eliza decidió abandonar la fiesta tras el hecho. ¿Más drogas? El organismo de su amigo no estaba acostumbrado a tal resistencia. Al contrario, John parecía haberse visto en el mismo sofá. Con las mismas drogas. Con la misma compañía.

Aquello no era nuevo para esa pareja de amigos tan especial.

—Por cierto, —detuvo la conversación Hercules, recibiendo miradas curiosas a continuación. —Charles nos dijo a Lafayette y a mí que al día siguiente iban a ir a otra fiesta. Podíamos invitar a cuánta gente quisiéramos, era todo gratuito.

—¿Estás jodiéndome? —las palabras de Burr salieron instantáneamente. —Eliza, dime que no estás de acuerdo.

La pelinegra simplemente se encogió de hombros. Ella no podía controlar todos los movimientos de sus amigos, pero sí los podía ayudar siempre y cuando las cosas se complicaran.

—Será en la playa. —siguió insistiendo el moreno.

—Yo me apunto. —dijo Alexander. —Debo de aclarar algunas cosas.

—¿Un polvo sin terminar es aclarar algunas cosas?

—Herc, cierra tu jodida boca.

—Cierto, John es el único que tiene que abrirla para chupártela.

—¡Hercules!

¡Perdón si es corto! ¡Y perdonen mi ausencia también! Probablemente vaya a México en algunos meses y he estado ocupada respecto a ese tema, perdón de nuevo.

The Other Side Of Paradise (Lams)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora