Dos aves

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Su prisión era pulcra, ordenada, sin el más mínimo aspecto de mazmorra o calabozo porque no lo era más que en sentido práctico. Había razones para ello, a pesar de que la Aventura se consideraba una nave bajo régimen militar, nadie pensó jamás que se presentaría la necesidad de lidiar con insubordinaciones ni motines, tampoco con faltas graves y mucho menos con delitos. Se había confiado la seguridad de la nave al autogobierno, la inteligencia y el sentido común. No se había previsto con mucha dedicación qué hacer en caso de que esto fallara. Y había fallado. Así que ahora se encontraba en un camarote que habían desalojado casi por completo, dejándolo vacío, a excepción de una litera, una pantalla con teclado, un pequeño banco de aluminio y un lavabo empotrado en la pared.

Afuera había dos guardias armados. Ninguno de ellos conocía a Daniel, para evitar sentimentalismos y la posibilidad de que recibiera ayuda del exterior. Por ese mismo motivo no le permitieron visitantes durante las primeras horas de su cautiverio, sin que llegara a saber cuántas transcurrieron porque el ocio, junto con una habitación vacía, conjuraban para crear una de las torturas más crueles que podrían ocurrírsele a sus captores y hacían que el tiempo pareciera avanzar con una enorme lentitud.

Pasado cierto límite indefinido, pudo hablar con un abogado, un viejo con aspecto cansado que no mostró mucho interés en su defensa, principalmente debido a que Daniel mismo no tenía argumentos con los cuales defenderse. Darko no había muerto, pero sus lesiones eran tan graves, que existía la posibilidad de que quedara parapléjico. "Soy culpable", había dicho, así que su defensa se centraría en evitar la pena de muerte, cambiándola por cadena perpetua. Para esto Daniel también se había mostrado inflexible: "Prefiero la muerte". Por este motivo, el abogado se había retirado tan solo quince minutos después.

Tiempo más tarde, sus captores se decidieron a permitir la entrada a más personas, recibió una visita un poco más agradable. Por el pequeño altavoz del recinto donde estaba recluido, se enteró que Emael esperaba su autorización para entrar.

"¿Autorización?".

‒ Repita por favor ‒pidió Daniel.

La voz que salía por la bocina extendió la explicación.

‒ El cadete Emael Lutz desea que lo reciba para una entrevista. Por favor, indique si está dispuesto a recibirlo.

"¿Por qué siempre parece que la gente que habla por altavoces lo hace por un vaso?". Un extraño pensamiento en sus circunstancias, tal vez el aburrimiento estaba ganando la batalla.

‒ Que pase ‒se limitó a decir.

Por toda respuesta, un pequeño LED rojo en el altavoz cambió a verde.

Daniel esperó sentado en la orilla de la litera. Aguzó el oído y pudo escuchar algunos pasos apagados, puertas abriéndose y cerrándose, y luego la voz amortiguada de alguien que hablaba justo fuera de su camarote.

La puerta se abrió.

‒ Pase ‒dijo uno de los guardias. Así pudo ver a su amigo, en uniforme oficial, pues era probable que se encontrara de servicio.

"Malas noticias".

‒ ¿Cómo estás? ‒Fue lo primero que le preguntó su compañero al momento de tomar el pequeño banco de aluminio y sentarse frente a él.

‒ Tal como se supone que debo estar ‒contestó sarcástico Daniel‒. Espero que nunca tengas qué averiguarlo en primera persona.

La pregunta había sido solo parte de un amable protocolo, así que el chico ignoró la respuesta.

‒ Las antarianas han hecho una tregua con nosotros ‒le informó‒. Sienten que esto ha llegado demasiado lejos.

‒ Ha llegado a donde tenía que llegar ‒afirmó Daniel‒. No podía ser de otra forma, por lo menos para Arianna y para mí.

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