Capítulo II
Aquélla mañana me había levantado mucho antes de que el bullicioso despertador sonara en las penumbras de mi habitación, irrumpiendo mis tan bellos y escasos sueños, y sólo para traerme a este mundo donde nada era lo que parece, ni mucho menos aún lo que yo deseaba ver.
La noche pasada había sido una de las más terribles, tal vez la peor de todas en mi vida. Conciliar el sueño se me hizo una tarea imposible, así que me la había pasado dando vueltas sobre mí mullido lecho, de lado a lado, envuelto entre las sábanas blancas que terminaron hechas jirones; hasta que por fin caí en un sueño poco profundo en donde pude soñar como solía hacerlo: con sueños de opio, sueños irreales, tan lejanos como las estrellas.
Había intentado, vanamente, alejar el lacerante dolor en mi corazón que arremetía sin piedad alguna, a cada instante, y a la culpa que parecía complacida de germinar en mis adentros y carcomer mis entrañas. Pero todo había sido en vano. Aun estaban ahí; lo peor de todo era que mucho más latentes y persistentes que al principio. Había llegado a la indudable conclusión de que no podía ser de otra forma, no para mí.
Me sentía francamente mal por todo lo que pasaba; por todo lo que percibía a mis alrededores a grandes y burdos rasgos; por lo que, inconscientemente, había dejado que creciera y se expandiera lo más lejos posible, como una mala hiedra, sin la más mínima posibilidad de alcanzarle y ponerle un alto. Pero todo, absolutamente todo: el dolor, el sufrimiento, la pena, los remordimientos y la vergüenza se acrecentaban considerablemente al darme cuenta que, conforme transcurrían los días, ese sentimiento que anidaba en mi, crecía aun más, demasiado a decir verdad y de que se alimentaba de un pequeña e insignificante esperanza, depositada en algún lugar de mi abrumado corazón. Sí, todo empeoraba, día a día; mucho más aún, al darme cuenta que una parte de mí deseaba, con ansias profundas, que este sentimiento no desapareciera, que nunca se fuera, que estuviera ahí, latente, vivo, demostrándome que sabía amar; tal vez equivocadamente, pero que lo sabía hacer y que mucho mejor aunque aquéllos que tiene la oportunidad de hacerlo y la han desperdiciado con torpes errores, con actos absurdos que sólo llegan a lastimar al ser amado.
¿Pero cómo cambiar lo que parece estar escrito sobre piedra, en el libro de la vida? ¿Cómo cambiar el curso de un río, cuando las aguas se han desbordado y ahora corren por el terreno a cuestas? ¿Cómo detener a un corazón que ama, loca, desaforadamente, como lo hace el mío?... ¡¿Cómo hacerlo?! ¡¿Cómo aliviar el dolor?! ¡¿Cómo dejar de amar?!
¡¿Cómo callar a mi corazón que ama por vez primera?!...
Después de librar una batalla más con mi fuero interno salí de casa silenciosamente, como una oscura sombra que se desliza en las penumbras.
El sol aun no había salido, todavía dormía tranquilamente, allá en el horizonte, en el fin del mundo. No muy lejos, en la aceras, los focos de los faroles iluminaban escasamente la calle con sus desvaídas y marchitas luces, tornando la desolada calle, en un paisaje mucho más melancólico que de costumbre.
Caminé como un autómata sobre el húmedo rocío, sintiendo cada gota sobre mis pies, que parecían ir descalzos y el aire frío del amanecer sobre mi rostro, en una frágil caricia que se desvanecía al instante.
Me acerqué al automóvil de mamá, un Mustang rojo cereza que deslumbraba como un rubí. Al llegar a la puerta inserté la llave, entré y arrojé mi mochila al asiento del copiloto.
Miré mi reflejo en el espejo retrovisor. Por algunos momentos no me reconocí, era un total desconocido, pero después de algunos minutos de estar observándome pude ver, en las profundidades de mis ojos miel, un pequeño atisbo de mi antiguo yo, de aquél que parecía ya no existir; pero sólo era una insignificante pizca, nada a decir verdad.