Capítulo IV
No supe cuánto tiempo me quedé tirado sobre el gélido piso del vestíbulo, después de haber cerrado la puerta a mis espaldas, con las manos tirando de mis rizados cabellos, ni desde qué momento mi cuerpo se sintió completamente entumido debido al frío y ni mucho menos el por qué me había levantado, hace ya mucho que no tenía ningún motivo para hacerlo.
A mí alrededor todo era un caos y un desastre total. Realmente yo era el caos, eso era innegable, no estaba en duda. Todos lo sabían y aún en contra de mi terca yo también lo tenía en cuenta.
Caminé tambaleándome, de un lado a otro, entré el dédalo de muebles que no eran más que negras sobras en una oscuridad mucho más tenebrosa. Subí los peldaños uno a uno, con el dolor del remordimiento a cuestas, sin prisa alguna, sin nada que me apurara; deseoso de que el tiempo pasara sin siquiera percatarme de la más mínima manera de su lento transcurso. Ya nada me importaba y ni me importara.
Anduve apaciblemente hasta que por fin llegué a mi solitaria habitación. Abrí la puerta, tras el chirrido de los goznes entré y me tiré sobre la cama, los resortes protestaron momentáneamente haciendo eco en la soledad de mi alcoba. Después el silencio absoluto se hizo; sólo mi respiración y los latidos de mi corazón, resonaban a mis alrededores tenuemente.
Abracé mi almohada con excesiva fuerza, pegándola a mi cuerpo. Si existía algo de lo que no tenia duda en esta vida, por pequeño que pudiera parecer, era que necesitaba, deseaba y anhelaba ser amado de todas la formas humanas posibles. Necesitaba una pequeña muestra de cariño, de amor, una frugal caricia, un simple y espontáneo beso.
Di la vuelta enredándome en el edredón. No tenia sueño. El dolor y el cansancio que inminentemente sentía, parecían no menguar en ningún momento, eran persistentes en abundancia, y hacían acto de presencia a cada momento, ahuyentando el poco sueño que mi cuerpo sentía, me era sumamente difícil de ignorarles.
Cerré los ojos pero nada paso, sólo un rostro que no quería borrarse porque estaba marcado al rojo vivo en mis recuerdos. A los pocos minutos volvía abrirlos y solo para ver más oscuridad, más dolor, más soledad y mucho más sufrimiento…
En un intento de indiferencia tomé un deshojado libro que mamá me había prestado hace algunos días; aquél que hablaba sobre un apuesto joven, que perpetuaba su belleza mientras un retrato suyo se avejentaba en su lugar.
Me había sentido sumamente identificado con aquél joven y no porque me le pareciera, todo lo contrario era su polo opuesto, así que deseaba de corazón ser como él era: libre, audaz, un caso perdido desde que enfoque lo vieras, aunque en este punto no había mucha discrepancia; así que tomé entre mis dedos la última hoja que había leído a conciencia, hasta que agarré el hilo de la trama.
Me sumí, momentáneamente en la lectura dejándome llevar por el arte de las letras, que de alguna forma extraña, me hacía olvidar mi realidad; no importaba cuánto tiempo fuera; lo más importante era que, por lo menos, unos cuantos minutos podía olvidar todo lo que mi corazón sentía…
Llevaba a lo mucho unas siete hojas cuando por fin el sueño cobro fuerza. Cerraba los ojos súbitamente, después los volvía abrir. Comenzaba a ver borroso.
Faltaban algunos párrafos para que el capitulo que leía concluyera así que seguí la lectura para finalizarlo y no dejar nada a medias. Odiaba las medias tintas. Hasta que le di fin al capítulo. Cerré el libro y lo arrojé al pequeño buró a mi lado
Apagué la luz, y sin levantar las mantas y sin desvestirme siquiera me tiré a dormir. Cerré los ojos e intenté conciliar el sueño.
En mi profunda concentración oí, a lo lejos en un sutil susurro, un coche que acercaba, seguido del sonido del motor que irrumpía el suave y tierno silencio de la apacible madrugada. Abrí los ojos y posé la vista sobre la ventana esperando que lo faros iluminara por unos segundos mi ventana. Pero nada de lo que esperaba paso.