Capítulo XI

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Por supuesto, ninguna mujer de carácter hubiera podido resistir la tentación de llevar las cosas más adelante. Y Horatia era una mujer de carácter. El hecho de saber que los ojos del gran mundo estaban fijos en ella, dio a su comportamiento un cierto aire de desafío. Que alguien hubiera llegado a suponer que ella, Horry Winwood, se había enamorado de Lethbridge, era una presunción tan grotesca, que solo merecía desprecio. Podía sentirse atraída por Lethbridge, pero había una razón muy poderosa que le impedía estar enamorada de él en lo más mínimo. Esta razón tenía más de seis pies de altura, y ella iba a demostrar que lo que era salsa para un ganso también podía servir para los demás, hablando vulgarmente. Y si el conde de Rule se veía obligado a actuar, mucho mejor. Horatia, después de haber superado su primer desconcierto, estaba ansiosa por ver lo que haría. Era necesario que advirtiera que su esposa no tenía intención de compartir sus favores con su amante.

De modo que, con el laudable propósito de poner celoso a su señoría, Horatia comenzó a buscar algo escandaloso que hacer.

Descubrirlo no le llevó demasiado tiempo. En Ranelagh iba a ofrecerse un ridotto al cual, para decir la verdad, ella había renunciado a asistir, porque Rule se había negado en redondo a escoltarla. Había habido una pequeña discusión sobre el asunto, pero Rule la había terminado, diciendo amablemente:

—No creo que debieras preocuparte por esto, querida. No será un acontecimiento demasiado elegante, sabes.

Horatia sabía que la gente de calidad consideraba estos ridotto como vulgares mascaradas, de modo que aceptó de buen grado la decisión del conde. Había oído toda clase de relatos escandalosos sobre los excesos cometidos en esas ocasiones, y más allá de cierta curiosidad, no tenía deseo real de ir.

Pero ahora que había iniciado una batalla con el conde, reconsideró el asunto de otra manera y de inmediato le pareció muy deseable estar presente en ese ridotto de Ranelagh. Con Lethbridge como escolta, por supuesto. No había peligro de escándalo, porque ambos estarían enmascarados, y el único que conocería la travesura sería milord de Rule. Y si eso no le enfurecía, entonces nada lo lograría.

El próximo paso era comprometer a lord Lethbridge. Había temido que esto resultara algo difícil (porque él estaba ansioso por no dañar su buen nombre), pero resultó sencillo.

—¿Llevaros al ridotto de Ranelagh, Horry? —dijo él—. ¿Y por qué?

—Po-porque quiero ir y Rule no quie... no puede llevarme —dijo Horatia, corrigiéndose aprisa.

Los ojos de él, extraordinariamente brillantes, estaban risueños.

—¡Pero qué grosero de su parte!

—N-no importa eso —dijo Horatia—. ¿Me lle-llevaréis?

—Por supuesto que sí —replicó Lethbridge, inclinándose sobre su mano.

De modo que cinco noches más tarde, el coche de lord Lethbridge llegó a Grosvenor Square y la condesa Rule —con traje de baile, un dominó gris al brazo y un antifaz colgando de sus dedos— salió de la casa, bajó los escalones y subió. Despreocupadamente, había dejado un mensaje para lord Rule.

—Si su señoría pregunta por mí, informadle que me he ido a Ranelagh —dijo con ligereza.

Su primera visión de Ranelagh la hizo sentirse entusiasmada de haber ido, aparte del objetivo original. Miles de lámparas doradas arregladas en diseños de buen gusto iluminaban los jardines. En el aire flotaban los compases de la música, y por los caminos de grava circulaban multitudes de alegres dominós. Podían conseguirse refrescos en las diversas rotondas y puestos dispersos, y la danza se desarrollaba en el propio pabellón.

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