Capítulo XVII

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El sol de Maidenhead era una posada muy popular, y tanto sus postas como la cocina eran excelentes.

Lord Lethbridge se sentó a cenar en una de las salas privadas, una habitación agradable con viejos paneles de robles, y se le sirvió un pato, un cuarto de carnero con setas en vinagre, una langosta y carne de membrillo. El posadero, que le conocía, le encontró de un humor desacostumbrado y se preguntó en qué diabólica empresa habría estado ocupado. La sonrisa pensativa que vagaba por los delgados labios de su señoría hablaba de algún suceso diabólico, de eso estaba seguro. Por una vez en su vida, el noble huésped encontró la comida intachable e incluso se sintió impulsado a alabar el borgoña.

Milord Lethbridge se sentía casi bondadoso. Haber batido tan limpiamente al señor Drelincourt le complacía casi más que haber recuperado el broche. Sonrió al pensar en Crosby volviendo desconsolado a Londres. En ningún momento se le ocurrió que Crosby podía ser lo bastante estúpido como para irle a su primo con un cuento sin fundamentos. Él no era una persona propensa a perder la cabeza, y aunque tenía una pobre opinión de la inteligencia del señor Drelincourt, semejantes niveles de estupidez estaban más allá de su capacidad de comprensión.

Esa noche había en El sol muchos huéspedes, pero sin tener en cuenta quienes fuesen, se les hizo esperar para la cena, mientras el posadero se ocupaba de que Lethbridge fuese servido al instante. Cuando se quitaron los manteles y quedó solo el vino sobre la mesa, fue en persona a preguntar si milord necesitaba algo más, y cerró los postigos con su propia mano. Colocó más bujías sobre la mesa, aseguró a su señoría que encontraría bien aireadas sus sábanas y se despidió con una inclinación. Estaba pidiendo a una de las camareras que no olvidara subir en seguida un calentador de cama, cuando su esposa le llamó desde la puerta:

—¡Cattermole, aquí llega milord!

La palabra «milord» en Maidenhead solo podía designar a una persona, y el señor Cattermole se apresuró a dar la bienvenida a su honorable huésped. Abrió bastante los ojos al ver el coche de carreras, pero gritó a un palafrenero que sujetase las cabezas de los caballos y él mismo se inclinó hacia adelante, todo sonrisas y reverencias.

El conde se inclinó para hablar con él.

—Buenas noches, Cattermole. ¿Podéis decirme si el tílburi de lord Lethbridge cambió los caballos aquí hace como una hora?

—¿Lord Lethbridge, milord? ¡Vaya, pero si su señoría va a pasar la noche aquí! —dijo Cattermole.

—¡Qué suerte! —dijo el conde y bajó del coche flexionando los dedos de su mano izquierda.

—¿Y dónde encontraré a su señoría?

—En la sala de roble, milord. Acaba de terminar su cena. Escoltaré a su señoría.

—No, no es necesario que lo hagáis —replicó el conde, entrando en la posada—. Conozco el camino —al pie de las escaleras hizo una pausa y dijo suavemente por encima de su hombro—: A propósito, Cattermole, mi asunto con su señoría es privado. Estoy seguro de que puedo confiar en vos para que os ocupéis de que no nos molesten.

El señor Cattermole le echó una mirada rápida y aguda. Iba a haber lío, ¿eh? No era bueno para la casa, no, no era bueno para la casa, pero peor sería ofender a milord Rule. Se inclinó con el rostro transformado en una máscara llena y discreta.

—Ciertamente, milord —dijo, y retrocedió.

Lord Lethbridge seguía tomando vino y reflexionando sobre los acontecimientos del día, cuando oyó que se abría la puerta. Levantó la mirada y se puso rígido. Por un momento se enfrentaron: Lethbridge tieso en su silla; el conde de pie en la puerta, mirándole. Lethbridge interpretó de inmediato esa mirada. Se puso de pie.

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