Capítulo XIV

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De modo que el conde Rule se fue a Meering acompañado solo por el señor Gisborne, mientras su esposa permanecía en Londres, tratando de convencerse de que no le echaba de menos en absoluto. Si bien no tuvo éxito, al menos nadie pudo sospecharlo por su apariencia. Como la gran casa de Grosvenor Square parecía insoportablemente vacía sin su señoría, Horatia pasaba la mayor parte de su tiempo fuera. Nadie que la encontrara en las veladas de juego, fiestas, reuniones o picnics a los que asistía, hubiera podido suponer que languidecía por su esposo, de una manera muy anticuada. En realidad, su hermana Charlotte dijo con severidad que su frivolidad era muy poco adecuada.

No tuvo dificultades en mantener a distancia a lord Lethbridge. Como es natural, se encontraron en muchas fiestas, pero su señoría, advirtiendo que Horatia era cortés pero muy formal, pareció aceptar con ecuanimidad su relegación a los rangos de simple conocido, y no hizo intentos de volver a ganársela. Horatia le apartó de su vida sin demasiada pena. Es posible que un libertino raptor de damiselas pudiera conservar cierto encanto, pero a un hombre que era arrojado a un estanque con su traje de baile no le quedaba ninguno. Horatia, lamentando solo no haber jugado nunca con él a las cartas, le descartó sin lamentaciones y se dedicó a olvidarse de él.

Estaba consiguiendo un éxito admirable, cuando él se impuso a su atención otra vez, de una manera tan inesperada como escandalosa.

En Richmond Hall tenía lugar una fiesta encantadora, con baile y fuegos artificiales. Nunca se había reunido allí una concurrencia tan elegante. Los jardines estaban brillantemente iluminados; en los apartamentos se sirvió la cena y los fuegos artificiales partían de una plataforma de barcazas ancladas en el río y expuestas a la admiración de los invitados y a todos los espectadores que llenaban las casas de los alrededores. A medianoche hubo un chaparrón, pero como a esa hora ya habían terminado los fuegos de artificio, se pensó que no tenía importancia y los invitados se retiraron al salón de baile.

Horatia abandonó temprano la fiesta. Había sido bonito ver los fuegos artificiales, pero descubrió que no tenía deseos de bailar. De esto era en parte responsable un nuevo par de zapatos bordados con diamantes. La lastimaban de manera abominable, y descubrió que no había nada capaz de arruinar la diversión de manera tan efectiva como un zapato incómodo. Pidió su coche algo después de las doce y, resistiendo todos los ruegos del señor Dashwood, partió.

Decidió que debía haber asistido a demasiados bailes, porque sin duda este le había parecido casi tedioso. Realmente, era muy difícil bailar y charlar alegremente mientras estaba todo el tiempo preguntándose qué estaría haciendo en Berkshire un caballero fornido y de sonrisa cansina. Esto era capaz de tenerla distraite y de darle dolor de cabeza. Se reclinó en un rincón del coche y cerró los ojos. Rule no iba a regresar hasta dentro de una semana. ¿Y qué sucedería si le sorprendía e iba a Meering al día siguiente? No, por supuesto que no haría semejante cosa... devolvería estos zapatos al zapatero y no permitiría que le hiciera otro par. El peluquero también. Realmente, la había peinado de manera abominable. Docenas de horquillas se le clavaban en el cuero cabelludo, y el miserable debió haber sabido que el estilo Quèsaco le sentaba mal. Todas esas plumas pesadas allí arriba le hacían aparentar cuarenta años. Y en cuanto al nuevo colorete Serkis que la señorita Lloyd la había inducido a usar, era lo más horrible del mundo y así se lo diría la próxima vez que le viera.

El coche se detuvo y ella abrió los ojos con un respingo. Llovía muy fuerte en ese momento y el lacayo sostenía un paraguas para proteger las ropas de su ama. Parecía como si la lluvia hubiera apagado la llama que ardía siempre en los soportes de hierro al pie de las escaleras que conducían a la puerta delantera. Estaba bastante oscuro y las nubes habían tapado una bella luna.

Horatia se arrebujó en su capa, de tafeta blanca con un cuello de muselina y, cogiendo sus faldas en una mano, bajó al pavimento mojado. El lacayo sostuvo el paraguas sobre su cabeza y ella se apresuró a subir los escalones hacia la puerta abierta.

Matrimonio de convenienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora