Capítulo XXII (final)

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El vizconde, resplandeciente en su traje de terciopelo castaño, con una chorrera de encaje de Dresden en el cuello y el cabello empolvado y rizado en alas de paloma sobre las orejas, fue, por pedido urgente de su hermana, a cenar a Grosvenor Square antes de llevarla a Vauxhall. Su presencia la protegió de un tête-à-tête, y caso de que Rule tuviera intención de hacer más preguntas extrañas, pensó que el vizconde estaba más capacitado que ella para contestarlas.

No obstante, el conde se comportó con gran consideración y conversó afablemente de temas indiferentes. El único momento malo que les dio fue cuando prometió seguirlos a Vauxhall si el capitán Heron no le retenía demasiado tiempo.

—Pero no es necesario que nos preocupemos por eso —dijo el vizconde cuando se acomodaba junto a Horatia en el coche—. Edward se ha comprometido a mantenerle ocupado hasta medianoche, y entonces ya habremos echado mano a esa baratija tuya.

—¡No es una baratija! —dijo Horatia—. ¡Es una jo-joya de familia!

—Será una joya de familia —replicó el vizconde— pero ha causado más problemas que los que haya podido causar cualquier otra de que tenga noticia, y he llegado a odiar su sola mención.

El coche les dejó junto al agua, donde el vizconde alquiló un bote para llevarles el resto del camino. Disponían de tres horas antes de medianoche y ninguno deseaba bailar. Sir Roland Pommeroy les esperaba a la entrada de los jardines y se ocupó muy formalmente en ayudar a Horatia a pasar del bote al embarcadero, advirtiéndole que no se mojara los pies cubiertos de seda en algún charco, y tendiéndole su brazo con aparatosidad. Cuando la escoltaba por uno de los senderos hacia el centro de los jardines, le rogó que no estuviera nerviosa.

—Aseguro a su señoría que Pel y yo estaremos vigilando —dijo.

—No estoy ne-nerviosa —replicó Horatia—. ¡Te-tengo muchos deseos de ver a lord Lethbridge para de-decirle lo que pienso de él! —sus ojos oscuros brillaron—. Si no fuera por el escándalo —anunció— con-confieso que me gustaría que me raptara. ¡Ha-haría que se arrepintiera de haberlo i-intentado!

Una ojeada a su ceño estuvo a punto de convencer a sir Roland de que efectivamente lo haría.

Cuando llegaron al pabellón, descubrieron que además de la danza y los otros entretenimientos, se interpretaba un oratorio en la sala de conciertos. Como ni el vizconde ni su hermana tenían deseos de bailar, sir Roland sugirió sentarse para escuchar el oratorio. No les interesaba demasiado la música, pero la única distracción que resultaba agradable a los ojos del vizconde o de Horatia era el juego, y él los disuadió muy sabiamente, aduciendo que una vez que se hubieran sentado a jugar al faraón o al loo, olvidarían el objeto real de la expedición.

Horatia aceptó la sugerencia con bastante rapidez. Las diversiones le parecían todas iguales mientras no tuviera otra vez en su poder el broche. El vizconde dijo que suponía que no podía ser más tedioso que caminar por los jardines o sentarse en uno de los palcos mirando pasar a la gente. De acuerdo con esto, se dirigieron hacia la sala de conciertos y entraron. Un programa que les entregaron en la puerta, informaba que se trataba del oratorio Susanna, de Haendel, circunstancia que estuvo a punto de provocar la huida del vizconde. Si hubiera sabido que se trataba de una pieza de ese tipo Haendel, nada le hubiera inducido a entrar y mucho menos a pagar una guinea por el billete. Una vez, su madre le había obligado a acompañarle a una audición del Judas Macabeo, Por supuesto, en aquella época no tenía la más mínima noción de cómo sería, porque en ese caso ni siquiera el deber filial hubiera podido arrastrarle, pero ahora que sabía de qué se trataba, maldita sea si pensaba quedarse.

Una señora con un enorme turbante que estaba sentada al final de la fila, dijo «Chist!», con un tono tan severo que el vizconde se dejó caer humildemente en su silla y murmuró a sir Roland:

Matrimonio de convenienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora