Como no sucedió nada que desviase al vizconde de su propósito, siguió su camino errante de regreso a Half-Moon Street. Al encontrar abierta la puerta de la casa de Lethbridge, tal como la había dejado Horatia, entró sin ceremonias. La puerta que daba al salón estaba entornada y brillaban las luces. El vizconde metió la cabeza y miró a su alrededor.
Lord Lethbridge estaba sentado en una silla junto a la mesa, con la cabeza entre las manos. En el suelo había una botella de vino vacía y una peluca Catogan, algo despeinada. Al oír un ruido de pasos, su señoría levantó la mirada y la fijó inexpresivamente en el vizconde. Este entró en la habitación.
—Vine a ver si estabais muerto —dijo—. Le aposté a Pom que no lo estabais.
Lethbridge se pasó la mano por los ojos.
—No lo estoy —dijo con voz débil.
—No, lo siento —dijo simplemente el vizconde. Fue hasta la mesa y se sentó—. Horry dijo que os había matado; Pom dijo que era posible; yo dije: no, tonterías.
Lethbridge, todavía con una mano en su cabeza dolorida, trató de recobrar la compostura.
—¿De veras? —dijo. Paseó la mirada sobre su invitado—. Ya veo. Permitidme que os asegure una vez más que estoy vivo.
—Bueno, desearía que os pusierais la peluca —se quejó el vizconde—. Lo que deseo saber es por qué Horry os golpeó en la cabeza con un atizador.
Cautelosamente, Lethbridge se tocó su cráneo dolorido.
—Ah, ¿fue un atizador? Os ruego que se lo preguntéis a ella, aunque dudo que os lo diga.
—No deberíais dejar abierta la puerta principal —dijo el vizconde—. ¿Cómo evitar que la gente entre y os dé en la cabeza? ¡Es grotesco!
—Me gustaría que os fueseis a casa —dijo débilmente Lethbridge.
El vizconde estudió la cena servida con ojo de conocedor.
—¿Velada de juego? —inquirió.
—No.
En ese momento se oyó la voz de sir Roland Pommeroy, llamando a su amigo. Él también se asomó por la puerta y, viendo al vizconde, entró.
—Debes irte a casa —dijo brevemente—. Le di mí palabra a la señora de que te llevaría a casa.
El vizconde señaló a su poco dispuesto anfitrión.
—No está muerto, Pom. Te lo dije.
Sir Roland se volvió para examinar de cerca a Lethbridge.
—No, no está muerto —admitió con cierta desgana—. No queda nada por hacer sino ir a casa.
—Es una manera endemoniada de terminar la noche —protestó el vizconde—. Te juego una partida de piquet.
—No en esta casa —dijo Lethbridge, cogiendo su peluca y poniéndosela cuidadosamente en la cabeza.
—¿Por que no? —quiso saber el vizconde.
La pregunta estaba destinada a permanecer sin respuesta. Había llegado un tercer visitante.
—¡Mi querido Lethbridge, por favor perdonadme, pero esta lluvia odiosa! No se consigue ni una sola silla de mano. ¡Ni una silla ni un coche de alquiler! Y como vuestra puerta estaba abierta, entré para refugiarme. Espero no molestar —dijo el señor Drelincourt, espiando dentro de la habitación.
—¡Oh, en lo más mínimo! —replicó irónicamente Lethbridge—. ¡Entrad, de todas maneras! Creo que no es necesario que os presente a lord Winwood y sir Roland Pommeroy.
ESTÁS LEYENDO
Matrimonio de conveniencias
RomanceCuando la deslumbrante Horatia Winwood se casó con el poderoso conde de Rule, salvó a su hermana, rescató la fortuna familiar y consiguió para sí una vida desahogada. El suyo no fue un matrimonio dictado por la razón del sentimiento, sino por la frí...