Capítulo V

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La boda del conde de Rule y la señorita Horatia Winwood transcurrió sin ninguna reyerta indecorosa. No sucedió nada que turbara su corrección, como por ejemplo el arresto por deudas del hermano de la novia o una escena por parte de la amante del novio (una circunstancia cuya posibilidad era considerada por los chismosos). El conde llegó puntualmente, lo que sorprendió a todos, incluido su atormentado secretario. Y la novia parecía estar de excelente humor.

Por cierto, hubo quienes pensaron que su humor era demasiado bueno para una ocasión tan solemne. No se observó que derramara una sola lágrima. Sin embargo, esta falta de sensibilidad fue más que compensada por el comportamiento de lady Winwood. Nada más correcto que la conducta de la dama. Estaba apoyada en su hijo, y lloró silenciosamente durante la ceremonia. La señorita Winwood y la señorita Charlotte estaban preciosas como damas de honor y se comportaron muy bien. La mirada aguda del señor Walpole lo observó todo. Lady Louisa Quain estuvo impecable, pero tuvo que echar mano de su pañuelo cuando milord cogió la mano de Horatia. El señor Drelincourt lucía una peluca nueva y una mirada de santa resignación. Y el vizconde desempeñó su papel con una gracia displicente.

Se había dispuesto que después de pasar unos cuantos días en el campo, los novios se dirigirían a París, destino cuya elección se había dejado a la novia. Elizabeth pensaba que era un lugar extraño para una luna de miel, pero Horatia exclamó:

—¡Bah! ¡Nosotros no somos como tú y Edward, que quie-quieren hacer el amor todo el di-día! ¡Yo quiero ver e ir a Ve-Versailles y co-comprar ropas más elegantes que las de Theresa Maulfrey! Al menos esta parte del programa se cumplió fielmente, dado que al cabo de seis semanas, la noble pareja regresó a casa y se rumoreó que el equipaje de la novia ocupaba un coche entero.

Las nupcias de su hija menor habían resultado demasiado fatigosas para la delicada constitución de lady Winwood. Las diversas emociones experimentadas eran lo más a propósito para producir un ataque de vapores, y enterarse de que su hijo había celebrado la boda de su hermana apostando noventa libras en una carrera de gansos en Hyde Park, no hizo sino por poner el broche final a su colapso. Se retiró con sus otras dos hijas (¡una de ellas, ay, a punto de serle arrebatada!) a la fortaleza de Winwood, y allí reconstruyó su destruido sistema nervioso con una dieta de huevos, crema, drogas panegíricas y la contemplación de las capitulaciones.

Charlotte, que muy pronto se había dado cuenta de la vacuidad de los placeres mundanos, se consideraba muy satisfecha con este arreglo, pero Elizabeth —aunque no soñaba con presionar a la pobre y querida mamá— hubiera preferido hallarse en Londres para dar la bienvenida a Horry. Y esto pese al hecho de que el señor Heron encontraba incompatible con sus no muy arduos deberes, pasar una considerable cantidad de tiempo en su hogar, a menos de dos millas de Winwood.

Por supuesto, Horry se trasladó a Hampshire para visitarlas, pero fue sin el conde, circunstancia que trastornó a Elizabeth. Llegó en su propio tílburi, un objeto de altos muelles y ruedas enormes, tapizado con el más lujoso terciopelo azul. Iba acompañada por su doncella, dos postillones y una pareja de mozos de cuadra que cabalgaban detrás del vehículo. A primera vista, a sus hermanas les pareció que había cambiado por completo.

Evidentemente, había terminado la época de las muselinas y los sombreros sencillos, porque la aparición del tílburi llevaba un traje de listas sobre un enorme miriñaque, y el sombrero, colocado sobre los rizos peinados a la capricieuse, tenía varias plumas onduladas.

—¡Cielo santo, no puede ser Horry! —exclamó Charlotte, retrocediendo un paso.

Pero pronto se vio que el cambio de Horatia no iba más allá de sus ropas. Apenas pudo esperar a que desplegaran la escalerilla del tílburi, para saltar a los brazos de Elizabeth, y no le prestó la menor atención a los crujidos de su rígido traje de seda o al balanceo de su extravagante sombrero. De Elizabeth pasó a Charlotte, con las palabras surgiendo atropelladamente de su boca. Oh, sí, era la misma Horry, no cabía duda.

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