Capítulo XX

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Una hora más tarde, hubiera podido observarse a tres caballeros cabalgando prudentemente en dirección a Knightsbridge. El capitán Heron, que conducía un alazán de los establos del vizconde, había cambiado su uniforme rojo y su peluca empolvada por un sencillo traje y una peluca marrón. Antes de reunirse con el vizconde en su casa, encontró tiempo para regresar a Grosvenor Square, donde Horatia estaba enfebrecida de ansiedad. Cuando supo los nuevos acontecimientos, comenzó por manifestarse extremadamente insatisfecha de que nadie hubiera matado al señor Drelincourt, y pasaron algunos minutos antes de que el capitán pudiera convencerla de que hablara de otra cosa que no fuesen las múltiples iniquidades de ese caballero. Cuando su indignación se hubo calmado un tanto, el capitán le expuso el plan del vizconde. Lo aprobó al instante. Era la idea más inteligente que había oído, y por supuesto no fallaría.

El capitán Heron le advirtió que fuera discreta y partió hacia Pall Mall.

No tenía demasiadas esperanzas de encontrar al señor Hawkins, ya fuese en Half-Way House o en cualquier otra parte, pero evidentemente era inútil decírselo al optimista vizconde. A estas alturas, su cuñado estaba de excelente humor, de modo que mantuviera o no su compromiso el señor Hawkins, parecía probable que el plan se llevaría adelante.

Alrededor de un cuarto de milla antes de llegar a Half-Way House, apareció un jinete solitario, al paso. Cuando se acercaron, se volvió a mirar por encima de su hombro, y el capitán Heron se vio forzado a admitir que había juzgado mal a su nuevo conocido. El señor Hawkins les saludó jovialmente.

—¡Que me cuelguen si no decíais la verdad! —exclamó. Sus ojos recorrieron con aprobación la yegua del vizconde—. Lindo trozo de carne de caballo, este —movió la cabeza—. Pero delicada... muy delicada, apostaría mi vida. Venid conmigo a la taberna de que os hablé.

—¿Conseguiste esas chaquetas? —preguntó el vizconde.

—Sí, todo listo, vuestro honor.

La cervecería donde el señor Hawkins tenía establecido su cuartel general se encontraba a cierta distancia del camino principal. Era un agujero pestilente, y por el aspecto de la gente reunida en la sala, parecía frecuentada principalmente por rufianes de la clase del señor Hawkins. Como preliminar de la aventura, el vizconde pidió cuatro vasos llenos de brandy, que pagó con una guinea arrojada sobre el mostrador.

—¡No tires guineas a los cuatro vientos, joven tonto! —dijo el capitán Heron en voz baja—. Si no eres más cuidadoso, te vaciarán los bolsillos.

—Sí, el capitán tiene razón —dijo el señor Hawkins, que lo había oído—. Yo soy un pájaro decente... nunca hice esas cosas, no, ni las haré, pero hay un par de zorros que tienen sus luceros fijos en vos. Aquí tenemos de todo: cerrojos, zorros, comunes y corredores de a pie. ¡Ahora, compañeros, a secar vuestros metales! Los trapos están arriba de las bailarinas.

Sir Roland dio un tironcito a la manga del capitán.

—Sabéis, Heron —susurró confidencialmente—, este brandy... ¡no es nada bueno! Espero que no se le suba a la cabeza al pobre Pel... es muy salvaje cuando se emborracha... ¡Ooh, muy salvaje! Debemos mantenerle alejado de esas bailarinas.

—No creo que haya querido hablar de verdaderas bailarinas —le tranquilizó el capitán Heron—. Creo que es una especie de contraseña.

—Oh, sin duda, claro —dijo sir Roland, aliviado—. Es una lástima que este hombre no hable inglés. No le entiendo nada, sabéis.

Las bailarinas del señor Hawkins resultaron ser un tramo de escaleras ruinosas, que les condujeron a un dormitorio maloliente. En el umbral, sir Roland retrocedió, llevándose a la nariz un pañuelo perfumado.

Matrimonio de convenienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora