Parte 4

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El ruido producido con la cuchara de plata al estar endulzando té caliente en una blanca taza de porcelana, era lo único que se escuchaba en la pieza.

Johnson ya estaba a lado de Williams; y éste, previo a adentrarse en su aposento, había solicitado el servicio.

La señora Lula Portman, una mujer alta, delgada y de facciones serias, era la abuela de John, la nana de Terry y quien lo había atendido.

Una vez colocada la taza en una elegante mesita de centro frente al sentado solicitante, él agradeció con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza, movimiento que bastó para que la empleada de años se retirara en total silencio.

Cerrada así una puerta, al segundo siguiente se quiso saber:

— ¿Y bien?

— Se quedó profundamente dormida — se informó.

— ¿De verdad? — se repreguntó; y el informante así lo afirmaba:

— Me aseguré de ello

— Bien. Entonces, escucha lo que vamos a hacer.

Pese a que no era costumbre de la señora Portman escuchar detrás de las puertas, Johnson pidió un momento para ir a verificar que los hombres estuviesen completamente a solas. Consiguientemente se decía:

— Te escucho

— Aunque el aspecto de Candy es perfecto para mi plan, tendremos que ayudarle un poco en su apariencia.

— Voy a pedirle a mi esposa Dorothy que se haga cargo de ella.

— ¿Y si habla con Terry? Recuerda que son confidentes. Además, ella era la empleada de confianza de su madre. No, no. No pienso arriesgarme.

— ¿Entonces? — inquirió Johnson; y Williams le solicitaba:

— Vas a tener que ir por alguien al pueblo cercano. Le pagas para que venga y también para que desaparezca.

— Tampoco me fío de ellos. El pueblo es chico y...

— ¡Por todos los diablos, Johnson —, la alteración no sólo brotó de una boca, sino que se reflejaba en una mirada al indagar: — ¿qué sugieres entonces?!

— ¿Te fijaste bien en la muchachita?

— Por supuesto

— Sólo haz que se bañe, que use un vestido bonito y listo. ¿O acaso pretendes que hable?

— Obviamente no — se dijo, y otra mirada furiosa se dedicó al empleado quien diría:

— Entonces, asunto arreglado. El juez y el notario deben ver en ella la palidez que le sobra.

— Ajá, ¿y qué me dices de los lunares en su rostro?

— Le untamos un poco de maquillaje que no necesita ser aplicado por un experto.

— No sé. No quisiera que sospecharan en lo más mínimo.

— No lo harán porque vas a decirles sobre la enfermedad que padeció el último año alejada de ustedes. Y como la gente de aquí es tan supersticiosa, ni siquiera van a acercarse al féretro.

— No sé, Johnson — se volvió a decir. También...

— Vamos, Williams. Lo habíamos planeado bien. Estabas decidido a hacerlo.

— Sí, sí; pero no quiero errores que vayan a costarnos.

— Si llega a haber uno, no serías tú el que pague.

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