EPÍLOGO

827 48 39
                                    


—Lucas, cariño. Ve arreglándote que ya vamos de salida.

—Claro mamá, dame 10 minutos.

Íbamos a salir de noche para que la policía no identificara el coche robado de mamá. En el aeropuerto de la ciudad nos esperaba un pequeño avión privado que para sacarnos lejos de aquí, a un nuevo lugar donde la gente habla otro idioma y tiene costumbres raras. Estaba emocionado por verlo todo. Nunca me he mudado a un lugar tan lejano. Quería probar toda esa comida nueva y escuchar conversaciones que no podía entender y conocer personas con otro color de piel. No puedo decir a donde nos dirigimos, es secreto. Sólo te diré una cosa: nuestra nueva casa estará junto al mar y en el primer mes seguro estaré rojo como un cangrejo por broncearme tanto. Coger color no me vendría nada mal.

Recorrí las habitaciones del que a partir de ese momento sería mi antiguo hogar, no sin un dejo nostálgico a cada paso.

¿Que si me entristecía irme? Obviamente. Dejaría las pequeñas cosas a las que me habitué. Las que me costó trabajo construir. Abandonaría la rutina y mis amigos. A estas alturas sé que eran amigos de verdad. Deseé haberme podido despedir de ellos, sin embargo, decirles que me iba crearía un incómodo momento entre nosotros y yo tendría que contarles a dónde iría y porqué. No sabría cómo responder sin mentir, no soy tan bueno para el engaño como me gustaría.

Fui al patio trasero. Cogí entre mis manos el gastado balón de basquetbol que Louis me regaló. Se había desinflado con el pasar de los días, al igual que el balón de futbol que usé como taburete para llegar a los labios de Ramiro.

Di un pequeño salto, lanzando el balón al oxidado aro clavado en la pared. No encesté, el balón se quedó atascado entre la pared y el aro; allí se quedaría para siempre.

Me despedí mentalmente del aro, del balón, del pasto y de la blanca cerca alrededor de mi hogar. Caminé al fondo del jardín y me senté en el gastado columpio. Venían con la casa cuando nos mudamos aquí hace como 8 años. Mamá dice que siempre ilusionó empujarme en ellos cuando creciera lo suficiente. Luego, yo crecí lo suficiente pero ella nunca recordó aquella fantasía de nuevo; así que me columpié por mi cuenta hasta que me dije a mí mismo que era lo bastante grande y maduro para dejarlo.

Esta noche las cadenas rechinaban con mi peso se balanceándose adelante y atrás. El óxido se quedó en las manos y el frío de la noche penetró en mis pulmones haciéndome sentir libre y feliz. Salté del columpio y caí en una montaña de arena. Siempre tuve una montaña de arena en el jardín. Papá dijo que era para construir un horno clásico de pizzas aunque jamás vi que moviera un dedo en pro de construirlo.

Sentado en la arena contemplé unos segundos cómo el columpio se detenía parsimoniosamente entre rechinidos. Este era el adiós.

Me hubiera ido de una vez de no ser porque, de repente, un rayo de luz cayó del cielo estrepitosamente. Una luz intensa me hizo cubrirme el rostro. Tan brillante como el faro que disipa las tinieblas de la costa lejana, casi cegadora.

Y ahí estaba él. Bajó desde el cielo para verme. Los ojos le resplandecían y su sonrisa era como la luz de la luna llena.

—Así que te vas —dijo—. Vine a despedirme, enano.

Tragué saliva.

Yo sabía que esto era real. No debía sorprenderme, así que intenté tomármelo con naturalidad.

—Te ves bien... fantasma —le dije, sacudiéndome la arena del trasero—. Hasta te brillan los ojos.

Él se acercó unos pasos. Extendió la palma de la mano y, de esta, una esfera de luz brotó y se elevó unos segundos entre ambos.

CHICO EN PROBLEMASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora