Un buen día, la mano derecha de Dios, Ezequiel,
volaba tranquilo por el cielo.
Sus alas blancas como lo es la nada, empezaron a experimentar un dolor infernal.
Y sin querer, cayó dentro del Sol.
El Santo, se daba a si mismo por muerto.
Sorprendido estuvo, cuando se dio cuenta de que el rabioso fuego del Sol,
no chamuscaba su carne.
Es más, se sintió bien.
En paz, poderoso, querido.
-Arde en tierra de pecadores, y demuéstrame que eres digno de mí. Vete.-le dijo una voz dentro su cabeza.
No quería marcharse, pero debía obedecer esa voz, ese era su mayor deseo.
Y el Santo, descendió.