Miles de años atrás, cuando el tiempo aún no había nacido, Yemayá se bañaba en las costas de Somone junto a sus hermanos Orishas. El agua salada bailaba con ellos. Brillando, los purificaba de todo mal. Los peces nadaban convergiendo alrededor de la diosa, llenando el mar de esa región de cuerpos escamosos de todos los colores.
La joven Orisha, fue llamada por un habitante de Somone, y ella acudió en su ayuda. Al llegar al poblado, se encontró con una multitud que rodeaba una luz proveniente de un gran cráter.
La diosa se acercó y descubrió que toda esa luz cegadora, provenía del cuerpo desnudo de una mujer inconsciente.
La señora de los mares, la cogió en brazos, y se dejó atrapar por la belleza de la forastera. Su larga melena de cobre. Su pálida piel. Sus tiernos labios. Su nariz delicada. Sus gruesas cejas. Todo su cuerpo. La Orisha se rindió ante su belleza.
Yemayá llevó a la desconocida por un sendero desconocido por cualquier dios o humano. Y la dejó reposar sobre las raíces de un baobab. La mujer se despertó confusa y nerviosa y dejó de desprender esa blanca luz. Pero al ver la tranquila mirada azul de la diosa, se calmó. No intercambiaron una sola palabra. Se contemplaron la una a la otra. Abrieron sus mentes y las unieron dando a luz a una galaxia entera en la que solo podían estar ellas.
La forastera le mostró a través de sus recuerdos, que ella era una vieja estrella que venía des de muy lejos. Su nombre, era Rut. Le contó que su ardiente cuerpo esférico murió, para dar a luz al que poseía en ese momento. Con rostro, extremidades, y corazón.
Sus dos mentes fueron una durante incontables noches, y sus cuerpos se acariciaron amorosos hasta conocer cada rincón desconocido de ambos.
Se amaban.
-Llevame a la Luna, quiero estar con las estrellas.-le susurró Rut al oído de Yemayá.