Kamila.
Trevor me envolvió en su nube de humo negra y me hizo dar muchas vueltas, tuve que cerrar los ojos para no marearme. Cuando mis pies tocaron tierra nuevamente me fijé en que me encontraba frente al museo judío italiano. Estaba en la calle Hillel 25 bajo la poca luz que proporcionaban los oxidados faroles.
Hacia un poco de frío, así que me coloqué los guantes —que más que proporcionarme algo de calor era para que no se pudieran distinguir mis huellas dactilares— y me puse la capucha. Chequé mi celular y este marcaba las 9pm. Y como hoy es jueves, aquí deben ser las 4am del viernes. ¡Joder! No me queda mucho tiempo. Le pedí a Trevor que no dejara que ninguna cámara me capturara y caminé a pasos apresurados hasta el cuarto de vigilancia, que por fortuna estaba casi en la entrada del museo.
Giré el pomo de la puerta con las manos temblorosas. Asomé la cabeza por la pequeña abertura y suspiré aliviada al ver al vigilante dormido. Entré y cerré la puerta detrás de mí. El hombre tenía el cabello canoso y una barba repugnantemente larga, estaba sentado frente a un escritorio en el que había un computador que mostraba los vídeos de seguridad, y me vi. Me vi en una pequeña cuadrícula de vídeo.
¡Por Satán!.
Había una puerta que daba hacia un baño, que parecía no haber sido limpiado en mucho tiempo, apestaba a orina y mortecina. ¡Iug, que puto asco!.
Busqué con la mirada algo afilado que pudiese serme de utilidad. Sonreí como niña chiquilla que recibe un juguete nuevo cuando vi una navaja sobre el regazo del anciano. Me acerqué a pasos sigilosos hasta él y tomé el arma blanca con cautela.
De un solo movimiento, sujeté la cabeza del sujeto de una manera demasiado brusca, y corte su garganta. Pobre, lo desperté y ni siquiera le deseé los buenos días.
Dejé la navaja donde la encontré y miré el ordenador. Mierda, soy un desastre con las computadoras.
— Trevor — lo llamé y apareció —, si quemamos esto... ¿Las cámaras de seguridad se apagarán y los vídeos no podrán recuperarse?.
— En efecto.
Sonreí y le hice un ademán para que hiciera lo suyo. De inmediato el computador comenzó a arder en unas leves llamas; para no activar los roseadores ni el sistema de emergencia, y cuando ya el ordenador se había chamuscado lo suficiente, hice levitar el agua del retrete y la dejé caer sobre el pequeño incendio. ¡Ahg, la peste!.
Saqué las llaves del bolsillo de difunto y salí de allí con una sonrisa traviesa. Caminé hasta la puerta de entrada y me puse a analizar las llaves.
De Tin, Marín, de Don... ¡Ésta!.
La metí en la cerradura y la giré. La puerta se abrió milagrosamente, entré y la cerré detrás de mí. Quedé boquiabierta al ver todo lo que había. ¡Dios! ¿Ese es el rollo del libro de Ester con cubierta de plata? ¡Aaah! Corrí emocionada hasta donde se encontraba. ¡Wau! Es más elegante que como lo muestran en las fotos. ¿Y eso de allá no es la cortina con hilos de oro?.
¡Concéntrate! Falta muy poco para que amanezca. ¡Deja de perder el tiempo! — me reprendió la doñita.
Aguafiestas.
Con pesadez, me despegué de la vitrina y comencé a andar por los corredores del museo. Me los había aprendido al pie de la letra. Me contuve muchísimas veces de pegar el rostro a las vitrinas y contemplar lo que había dentro de ellas. Caminaba y abría puertas una y otra vez, hasta que me di cuenta de que estaba frente a una para la que no había llave: la que me separaba de la profecía.
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Krístals: El fin de la maldición [A.C. II]
Science FictionA veces pensamos que nuestra misera existencia es destrucción, y probablemente sea cierto. Te quedas y dañas. Te vas y hieres. Pero, ¿Qué pasaría si hubiera una manera en la que dejaras de serlo? ¿Serias feliz? ¿Los demás serian felices? O ¿Te detru...