El conde y la campesina Capítulo Uno

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Melba era una joven campesina de pelo rizado, largo y rubio. Sus ojos eran verdes y sus mejillas sonrojadas. Sus cejas perfilaban dos medias lunas perfectas entorno a sus extensas y curvadas pestañas. Era ella, en conjunto, una hermosa mujer de grácil figura y bonitos colores.
Trabajaba de día, cuando amanecía. Cuidaba de las tierras que su padre le había legado a falta de varón. Desde que su padre murió, se había quedado prácticamente sola. Puesto que su madre por poco contaba debido a su edad y fragilidad física. Tenía las manos callosas y las uñas cortas en exceso. Y aunque podría haber presumido de una tez pálida, ésta se había ido desgastando y tiñendo con el paso de los días y los meses.
Su madre, de nombre Anne, se dedicaba a la cocina. Preparaba lo básico para que su única niña pudiera llenarse el vientre en cuanto volviera del campo. Eso era todo cuanto tenían: una humilde casa llena de polvo y una pequeña extensión de tierra sin más utilidad que la de dar trigo. Algunas gallinas correteaban por los alrededores de la edificación mientras que Bobby, el viejo perro, hacía de vigía. Pobre Bobby. Algunos dirían que de poco servía. Era ciego de un ojo y tenia una pata torcida. Pero Bobby hacía el mejor intento de mantener el puesto que se le había ofrecido diez años atrás.
—Buen perro —dijo Melba al pasar por el lado de Bobby, como cada día. Le tocó la cabeza y desapareció en el interior de la casa.
Había vuelto de cosechar, era junio. Ya tenía tres cuartas partes del producto en el granero. Daría el setenta por ciento al señor y el treinta por ciento quedaría para ellas, para pasar el año. Con eso y los huevos de las gallinas tendrían suficiente. De vez en cuando, la vecina que vivía veinte millas al norte, pasaba cargada de lecheras y a cambio de un poco de pan, podían obtener una.
Melba era una joven luchadora. Fuerte y tenaz, dotada de esa simpleza rural con un toque de malicia e ingenio, cualidades muy necesarias para sobrevivir en un medio agreste.
Fue Bobby quien las avisó de su llegada. Estaban las dos, Melba y Anne, comiendo una sopa de pan, hecha con unas cebollas y pan duro, cuando escucharon los ladridos de su fiel escolta. La joven se puso en tensión y miró en dirección al rifle de su difunto padre. Se levantó y lo cogió, acercándose a la ventana con precaución. No tardó en ver quiénes eran los causantes de semejante estruendo. Y, muy a su pesar, tuvo que bajar el arma.
—Señora, señorita —entró el señor sin tocar la puerta, como si todo lo que pisara le perteneciera. Y sí, así era, le pertenecía. Pero carecía de respeto, y eso era mucho más importante.
El señor era un hombre entrado años. De la misma edad que el difunto Robert. Tenía la barba blanca y las cejas manchadas de gris. Melba pensaba muchas veces, con cierta amargura, que si su padre, Robert, hubiera tenido las mismas condiciones de vida que el señor, no estaría muerto. Anne decía que era la edad lo que había matado a su esposo. Pero el noble que tenían delante era la evidencia de que eso no era verdad. Lo que había matado a Robert fue ser pobre.
—...Espero que no les moleste mi visita— continuó Lord Neyton, Barón de Aguillon en mil seiscientos noventa. Engalanado con una gabardina azul y unos pantalones hasta las rodillas que eran seguidos por unas mallas rojas. 
—En absoluto, milord —se apresuró en contestar la anciana, levantándose de la silla de inmediato y efectuando la reverencia más torpe que alguien pudiera imaginar.
Melba, con el gesto comedido, hizo lo propio. Pero por mucho que lo intentara ocultar, su orgullo y su bravuconería brillaban con excelencia. Sus formas, aunque estrictamente retenidas por una firme educación, no eran suficientes para apagar su vivacidad. 
—Las acompaño en el sentimiento —confesó cuatro meses después de que el difunto ya estuviera enterrado, fijándose en sus ropajes negros —He venido con mi hijo, Bernard, para que empiece a conocer cuales son sus vasallos. Justamente ahora le estaba contando que, por desgracia, el campesino que regentaba esta hectárea ha fallecido recientemente. ¿No es así, Bernard?
—Así es —repuso un joven alto, corpulento y de cuerpo viril—. Siento mucho su pérdida —dijo, pensando en lo hermosa que se veía la campesina vestida de luto.
—Sí, así es. Lo sentimos mucho. Pero...
Y allí estaba el temido "pero" y la causa verdadera por la que el noble Lord Neyton había movido su pomposo culo desde su mansión hasta ese cuchitril.
—...Pero no podemos consentir que parte de nuestros campos sean regentados tan sólo por dos mujeres. Lo sentimos mucho señora Renaud, pero deberá de dejar esta casa en el plazo de un mes.
Anne sintió sus piernecillas temblar. No recordaba otra casa que no fuera ésa. Desde que se casó, siempre había vivido allí. Y no sabría a dónde ir ni a quién acudir. Miró con desesperación a su hija, temiendo más por su reacción que por su trágico destino.
—No puede hacernos esto —espetó Melba, tal y como lo había temido su madre—. Tenemos unos contratos que nos dan derecho a estar aquí mientras cumplamos con nuestros estipendios. Y estamos cumpliendo.
—¿Ah sí?
Lord Neyton la miró de arriba abajo con una mezcla de lujuria y desprecio.
—Sí, tengo las tres cuartas partes del total de este año en el granero.
—¿Y quién lo ha cosechado? —inquirió el noble—. ¿No estarán entrando hombres sin mi conocimiento? Ya saben que desapruebo cualquier inmoralidad en mis tierras...
—Perdone, milord —Melba arrastró el "milord" hasta hacerlo sonar como un insulto—. Aquí no ha entrado ningún hombre. Lo he hecho yo.
—¡¿Tú?!
La joven notó la mirada de Bernard, el hijo del barón, sobre ella. No supo discernir si fue curiosidad o desprecio, pero el caballero no le quitó el ojo desde ese momento.
—Exacto, yo. —Alzó el mentón, mirando directamente a los ojos grises del Barón con orgullo y dignidad.
—No sé cómo lo habrás hecho. Quizás seas capaz de recoger lo que tu padre sembró, pero dudo mucho que seas capaz de seguir manteniendo este ritmo. Aquí falta un hombre. Y un hombre joven. Ya no puedo seguir dependiendo de ancianos y mujeres. Lamento repetir que dentro de un mes deberéis abandonar el lugar.
Era mezquino. Lord Neyton era ruin, una rata. No sólo por echar a una viuda de su casa sino por su forma de hablar, de moverse e incluso de respirar. Desprendía amargura y el hedor a corrupción podría a la flor más viva. No así con su hijo Bernard, que parecía ajeno a toda aquella putrefacción paterna.
—Pero señor... ¿A dónde iremos? No tenemos otra cosa que esta casa. Tengo una idea, ¿por qué no contrata a mi hija como sirvienta? Al menos que ella tenga un techo bajo el que vivir —lloriqueó Anne, desesperada y cogiendo con fuerza la mano de Melba para que no protestara más.
—Tenemos suficientes sirvientas...
—No —intercedió Bernard, dando un paso al frente y haciendo brillar sus ojos azules sobre los de la campesina—. El otro día Greta se fue porque se casó. Nos falta una mujer que encienda las lumbres y limpie las chimeneas.
El barón dedicó una mirada poco amistosa a su vástago al tiempo que accedía con un ligero toque de cabeza. Los hombres salieron de la casa y subieron a sus monturas para volver a la mansión.
—Jamás vuelvas a interrumpirme —declaró Lord Neyton—. Mientras yo viva, las cosas se harán a mi manera.
—Disculpe, padre...

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