Año 980- Chichén itzá.
—Anayansi— escuché la voz de mi madre través de la tela que tapaba mis oídos—¡Anayansi! —me escabullí entre los árboles sonriendo traviesa—¡Anayansi no estoy jugando!- sonreía de hito en hito porque yo si lo estaba haciendo.
—¿No le parece interesante que usted que no tiene vendado los ojos no pueda saber donde estoy, pero que yo si sepa donde está usted? — susurré mientras me movía sigilosa entre los árboles.
—¡Deja de hablar estupideces y ven aquí! ¡Sabes que es peligroso que estés sola! Tu tía está llevando el maíz y tu prima se ha largado a quien-sabe-donde.
Blanqueé mis ojos y solté una risilla. Salté sobre ella, que se encontraba de espalda y me quité la venda.
—¡Bú!
Mi madre soltó un grito horrorizado al ver mis ojos. Sabía que a ella no le causaba espanto ver esos aros azul celestes, después de todo, y por lo que ella me relataba, mi padre los había tenido del mismo color.
No obstante mi mamá temía que aquellos ojos causaran terror en la gente de mi pueblo, sobre todo entre los sacerdotes y el hombre verdadero. Temía que la ignorancia y el desconocimiento del verdadero origen de mis ojos pusiera mi vida en peligro.
Por esa razón mi madre, entre el miedo y el enojo, alzó su mano y la estampó con furia en mi rostro haciendo que soltara un chillido. Me arrebató la venda y la volvió a poner sobre mis ojos amarrándola con tanta fuerza que me lastimó.
—No debes quitártela ¡Nunca más!- me advirtió mientras me tomaba de los hombros. No le respondí, mi enojo e impotencia no me lo permitían—¡¿Entendiste Anayansi?!
Las lágrimas humedecían la venda. Asentí entre hipidos.
—Entendí.
—Buena chica— musitó abrazándome y acareándome el cabello—. Los dioses premiarán tu obediencia hija mía.
Pero yo nunca lo creí así, sobre todo desde ese día. Me había quedado muy claro que los dioses me habían castigado. Mi madre decía lo contrario; que aquellos ojos heredados por mi padre—un hombre que nunca conocí y que muchas veces dudé de su existencia— eran mi bendición.
No podía concebirlo de esa manera. Mis ojos me habían negado el derecho de vivir a plenitud, me habían privado el derecho de ver aunque viera. Me crie como una niña ciega y con el tiempo empecé a creer que lo estaba.
"La ciega Anayansi" "La hija defectuosa de la shamana" "Han castigado a su madre por impura con una hija ciega". Eran muchos los comentarios que circulaban de mi pero me dedicaba a ignorarlos. Ayudaba a mis tías y a mis primas en los cultivos y preparaba la comida para los guerreros mientras mi madre atendía a los enfermos. No teníamos contacto con los Kan o los Caab' al, al menos yo no. Trataba de mantener una muy larga distancia con los Ah Kin Co' ab, los más altos del sol y servidores de los dioses.
Me mantenía en las sombras, no opinaba, hablaba poco y ya la gente comenzaba a creer que demás de ciega era muda. Solo hablaba con mi madre, y más que hablar con ella eran enseñanzas lo que salía de su boca, aunque yo las veía como blasfemias. Aseguraba que los dioses se habían ido hace mucho tiempo y que aquí solo había quedado el arte de la tierra. Le creía, pero prefería amonestarla y decirle que la matarían primero a ella antes que a mi si seguía diciendo aquellas barbaridades.
《No debes creer en otra cosa Anayansi, no creas en cosas que no puedes ver》
Pero no podía lograr ver nada así que ¿En qué podía creer?
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Relatos de mujeres
SonstigesPersonajes atípicos con sus ilusiones y despechos; con sus anhelos y fantasías: con sus amores y desamores; protagonistas a través de la historia. Relatos de mujeres, un compendio de ellos con la visión de ocho féminas.