El conde y la campesina Capítulo Dos

257 30 0
                                    

-¡Oh, mamá! —exclamó Melba en el salón—. ¿Por qué lo has hecho? ¡No quiero separarme de ti! ¿A dónde vas a ir tú? ¡Yo no soy una sirvienta! ¡No encajaré!
—Hija. —Anne la cogió por las manos y la obligó a sentarse—. Tienes que hacerlo. No nos queda otra opción. Mientras tú trabajes con el señor, tenemos una oportunidad de sobrevivir y mantener un poco de holgura. Yo me iré a casa de Rose, la vecina. Sé que ella me aceptará con gusto. Y más cuando sepa que has conseguido un puesto en la casa del señor. Con que me mandes algunas viandas de vez en cuando... Algún panecillo de mantequilla y alguna perdiz, Rose estará satisfecha.
—Está bien, mamá... Lo haré. Lo haré por ti.
Melba y Anne recogieron sus posesiones, que no eran muchas pero eran muy preciadas: unas pintas para el pelo, una caja de mimbre y dos o tres retratos familiares. Los utensilios y demás, no les quedó más opción que dejarlos atrás junto a la casa. Mataron a las gallinas para poder llevárselas a Rose y ataron a Bobby a una cuerda para que las siguiera.
Anduvieron hasta la casa de la vecina, que estuvo dichosa de saber que Melba trabajaría como sirvienta en casa de Lord Neyton. Se puso tan contenta, que incluso se ofreció personalmente para acercarla a la mansión con su carruaje.
—No te preocupes, nosotros cuidaremos de tu madre —insistió Rose.
Con esa promesa, Melba descendió del polvoriento y desgastado carruaje sin techo ni cojín, y dio pasos dudosos pero atrevidos hasta la entrada de la propiedad. Cogió aire sonoramente y tocó dos veces el picaporte.
—Tú debes ser la campesina. —Fue toda bienvenida por parte del ama de llaves. Una mujer con el pelo celosamente recogido—. Sígueme.
La siguió a través de enormes y elegantes pasillos. Jamás había visto un techo tan alto ni suelos tan brillantes. Todo era grande y bonito. Rodaba la cabeza de un lado a otro, considerando seriamente que se perdería en esa casa.
—Esta será tu habitación —la sacó de sus pensamientos la señora Rottis, tal y como había dicho que se llamaba—. Deja tus cosas aquí, te enseñaré cual es tu trabajo.
Estaba feliz. Sí, no era la vida libre de campo. Pero su habitación era cálida y limpia así como el trabajo no era tan costoso como el que había estado haciendo hasta entonces. Aprendió a encender las lumbres con rapidez y limpiaba las chimeneas sin esfuerzo. Pronto se ganó el respeto de sus compañeras y aprendió a realizar otras tareas que no habían sido destinadas a ella, pero que terminó haciéndolas suyas con el beneplácito del ama de llaves. Hacía llegar algunos dulces y algún que otro alimento a su madre y Rose se encargaba de escribirle lo bien que estaba Anne.
No había sido tan malo como imaginó. O eso creyó hasta que un día, Lord Neyton la encontró limpiando una de las mesas del salón.
—Disculpe, milord —se excusó de inmediato, cogiendo impulso para marcharse de inmediato.
Pero el viejo Lord no se lo permitió. La cogió por la cintura y la acercó a él.
—Eres muy bonita, ¿sabías? —susurró de forma asquerosa en su oreja mientras le tocaba el cuerpo con gestos grotescos y vulgares.
Melba no pudo resistirlo, iba en contra de su naturaleza templar el genio. Propinó una buena cachetada al viejo Barón sin medir las consecuencias. Lord Neyton se llevó la mano a la cara, con una sonrisa perversa y luego la cogió con dureza. La apretó contra la mesa, la giró y le levantó la falda. Ella gritaba, pedía auxilio...Pero nadie hacía nada. Nadie se atrevía a hacer nada. El resto de las sirvientas se quedaron al otro lado de la puerta, con la mano en el pecho y el gesto apretado mientras el ama de llaves rezaba en su habitación.
—¿Qué está ocurriendo? ¿Qué son esos gritos? —demandó Bernard, que justo llegaba de su paseo matutino. Al ver las caras de espanto de las muchachas se imaginó lo peor así que no lo dudó dos veces al entrar en ese horrible salón donde las cortinas estaban siendo testigos de uno de los crímenes más atroces que se pueden cometer.
Bernard dio pasos hacia su padre después del estupor inicial y lo separó de Melba con un fuerte empujón. Lord Neyton, como era de esperar, se envaró contra su propio hijo y ambos terminaron en una fuerte pelea con puños incluidos. No era la primera vez que Bernard sorprendía a su padre abusando de las trabajadoras, pero esa vez le dolía en particular. Había estado pendiente de Melba desde que había llegado a casa.
Le gustaba Melba. Hablaba con ella, le dedicaba palabras bonitas y le regalaba días de descanso. La cuidaba y la mimaba con la intención de ganarse su corazón. Pero su padre lo había destrozado todo. Y esa vez, no tenía perdón.
No quiso matarle. Fue un golpe dado con demasiado ímpetu y poco análisis. Lo empujó con severidad y el anciano se dio un golpe con el canto de un peldaño. Bernard había matado a su padre. Pero se sentía aliviado. Tan aliviado que aunque supo que jamás volvería a hablar con su progenitor, corrió hacía Melba y la abrazó.
—Lo siento, lo siento... —le pidió mientras le acariciaba la cara.
No hubo día, a partir de ése, que Bernard no fuera a visitar a Melba. El joven fue ordenado Barón después de que se comunicara la muerte de su padre. ¿El motivo? Un fatal accidente que nadie negó.
—Buenos días, Melba—pronunció el nuevo barón de Neyton entrando a la habitación de la joven tras tocar a la puerta—. ¿Cómo te encuentras hoy?
—Buenos días, milord —repuso ella, todavía con la voz temblorosa y la expresión dolida. Se le habían dado unos días de descanso después de lo ocurrido, pero ella no parecía recuperarse. Se mantenía tumbada y con el cuerpo curvado.
—No, no es necesario que te incorpores, sigue tumbada. ¿Cómo estás hoy?
—Bien, milord. Mañana puedo empezar a trabajar si lo desea —declaró, aunque sus palabras no decían lo mismo que sus gestos lastimeros.
La joven se sentía atraída por Bernard, pero no estaba dispuesta a entregarse a un hombre después de lo sucedido. Y menos a un Barón. Sabía perfectamente cuál era su lugar: una pobre campesina con la fortuna de haber entrado en una casa señorial. Aunque lo de "fortuna" sonaba un poco mal en esos momentos en los que tenía el alma partida y su intimidad rasgada.
—No, Melba. No deseo que trabajes... Mañana. —Bernard recorrió la mirada a través de los tirabuzones dorados de esa bella mujer, y luego se perdió en sus ojos verdes hasta darse cuenta de que estaba completamente enamorado.
Se hizo un silencio sepulcral en medio de aquella diminuta habitación de sirvienta. Un silencio lleno de tensión y de palabras no mencionadas. Melba se mostraba reticente, había sufrido demasiado como para actuar libremente. Pero el Barón parecía decidido a arrancarle los miedos.
Lord Neyton alargó su mano y acarició la mejilla de su doncella. Lo hizo suavemente, sintiendo la emoción de aquel contacto. Luego, la besó.
Melba no había sido besada jamás. Pero supo que ningún otro beso le resultaría tan placentero como el que Bernard le estaba dando. Sus labios toscos se removían sobre los suyos y luego se abrió paso en la cavidad hasta llegar a su lengua. Jugueteó con ella hasta que la respiración se tornó dificultosa.
—Eres tan dulce... —musitó él, separándose un instante para retomar el aire.
—Milord...Yo...
—¿Te he asustado?
—No, sé que usted no es como su padre...
—Entonces, déjame curar las heridas que mi padre causó en ti.
La cogió por la cintura lentamente mientras la besaba sin descanso.
Melba se sentía confusa. Por un lado, tenía miedo. Pero por otro, anhelaba las caricias de aquel joven. Bernard era bello, tenía el pelo castaño y un rostro hercúleo bien formado. Sin mencionar su cuerpo elegante y bien formado. Decidió dejarse hacer, por el momento.
Bernard cerró la puerta con pestillo y se tumbó a su lado. Pasó las manos a través de su infinita cabellera dorada. Besó su cuello, lo lamió y lo saboreó hasta sentir su sabor. Se llenó de orgullo masculino cuando Melba soltó un pequeño gemido contenido. Ansioso por descubrir más de ella, desabrochó los botones de su vestido negro, dejando a la vista unos pechos cuantiosos y turgentes de colores rosados. Pasó su enorme mano a través de ellos. Melba se removió con una sonrisa, se sentía amada. Bernard era muy cuidadoso.
—Me gustas tanto...—expresó el Barón en un gruñido de excitación controlada.
—Milord, aunque confieso que me siento terriblemente atraída por usted.... —confesó ella, llevándose los brazos sobre los pechos desnudos para tapar su desnudez—. Tengo mucho miedo. Yo tengo mucho que perder. Peor usted.... Usted es un hombre. Y además un barón. Mi madre me educó para ser una mujer piadosa y... Esto es pecado. No importa que ya no sea virgen... No pude controlar lo que me hizo su padre. Pero usted... Usted sé que es diferente y me respetará.
—Claro que te respeto... Para mí eres mucho más que un cuerpo. En la taberna del pueblo tengo a muchos cuerpos disponibles. Pero no vengo buscando eso... Sólo quiero hacerte feliz... Prometo que no entraré dentro de ti. Sólo déjame tocarte. —Apartó sus brazos y siguió masajeando sus puntos más álgidos hasta que decidió desnudarla por completo. Le quitó el vestido y lo dejó a un lado. Melba era voluptuosa, de anchas caderas y muslos redondos. Posiblemente fruto del duro trabajo en el campo. Con un solo dedo cruzó el camino desde la cintura hasta sus piernas, erizando el vello a su paso.
—Milord... —suspiró ella, hecha agua.
—Déjame hacerte sentir placer, quiero borrar el dolor de tu mente. —Apartó los muslos y posicionó su mano sobre el centro de Melba. Estaba húmedo, así que no le costó trabajo deslizarse en él. Subió, bajó, apretó y jugueteó. La sirvienta tuvo que aferrarse a un cojín para que sus gemidos no salieran. Los dedos de Bernard la frotaban con gusto e ímpetu. Incluso el agua empezó a empapar la mano del barón y parte de las sábanas. El cosquilleo fue subiéndole desde el bajo vientre, sus senos se endurecieron—. Estás a punto... —dijo él, besándola para absorber su orgasmo. Apretó las piernas en torno al brazo masculino, se retorció y alcanzó el clímax—. Vendré cada día a hacerte lo mismo.
Y así lo hizo. Bernard fue a visitar a Melba cada mañana, y cada mañana le regalaba esos momentos de amor. Llegó un punto en el que la joven empezó a sentirse culpable. Sólo ella recibía, pero él no. Así que una noche, decidió ir a verlo a su recámara.
Lo encontró leyendo en la cama y se sorprendió al verla.
—¿Ocurre algo? —Dejó el libro sobre el colchón y se levantó de un salto para recibirla.
—No, milord. Tan sólo... —Se llevó la mano bajo la barbilla, con la esperanza de no estar molestándolo—. Tan sólo... —No le salían las palabras así que decidió sacarse el camisón—. Sólo quiero complacerlo también. ¿Cómo puedo hacerlo?
Bernard se endureció al instante, había estado disfrutando de las vista y el tacto de aquella mujer. Pero no se había liberado ni una sola vez. Al menos no con alguien.
—Ven... —La cogió en volandas y la dejó sobre aquel enorme lecho lleno de mantas caras y doseles.
—Jamás había visto una habitación tan grande. Parece una casa.
Bernard soltó una carcajada honesta y se colocó al lado de ella.
—Soy tuyo. Hazme lo que quieras.
Melba empezó con desnudarlo. Le quitó la bata, maravillándose con el torso masculino y...Sus partes más íntimas. Eran duras, al contrario de las suyas. Por instinto, tocó aquella parte y subió y bajó la mano. Bernard dejó ir un sonido gutural y luego un líquido regó su mano y parte de su cuerpo.
Los juegos amatorios duraron semanas y Melba volvió a sus quehaceres habituales. Fueron días gloriosos y llenos de dicha.
—Melba, tienes una carta —anunció el ama de llaves un día entre días.
—Es de mi madre...
"Querida Melba, te escribo en nombre de tu madre. Aunque ella me he pedido encarecidamente que no te dijera nada, creo que tienes derecho a saberlo. Anne se está muriendo. Ha contraído una enfermedad propia de la edad".
¡La edad! Recordó con amargura cómo la edad también se había llevado a su padre. ¿Edad? ¡Pobreza!
—Señora, mi madre está en el lecho de muerte. Debo ir a verla.
—Ve, hija. Ve. Cuando vuelvas aquí tienes un lugar para trabajar —permitió el ama de llaves, abrazándola. Le había cogido aprecio a esa muchacha, era una buena chica.
Corrió a su habitación y cogió las pocas monedas que había conseguido reunir para pagar un carruaje hasta la casa de Rose. Debía llegar de inmediato.
—¿A dónde vas?
—¡Milord!
—Te he dicho varias veces que me llames Bernard...
—Disculpe, Bernard...Debo marchar a casa. Mi madre se está muriendo.
—Iré contigo.
—¿Conmigo?
¿Qué pensaría Rose y su familia si aparecía con el barón en su casa? ¡Era una temeridad! Y no quería causarle un disgusto a su madre antes de morir.
—Bernard... ¿Sería sensato?
—Lord Neyton, tiene una visita —interrumpió el mayordomo.
—Ahora no.
—Pero...
—He dicho que ahora no...
—¡Berni! ¿Acaso no quieres recibir a tu amiga de la infancia?
Una mujer engalanada con todo tipo de joyas y telas sumamente caras, pasó al salón.
—¡Christine! —se alegró Bernard de verla mientras corría a abrazarla efusivamente—. ¡Cómo has crecido!
—Mis padres están de camino, me he adelantado porque quería decírtelo en persona...
—¿Decirme qué?
—Mi padre ya ha fijado un plazo para nuestra boda —dijo y luego miró a la sirvienta—. Oh, querida, ¿puedes traerme una taza té?
Melba no podía creer lo que acababa de escuchar. ¡Bernard estaba prometido! La impotencia la inundó y se azoró. Salió del lugar corriendo. ¿Cómo había podido mostrarse tan disponible para el barón? ¡No era más que un entretenimiento para él! ¡Jamás volvería! Cogió un carruaje y se marchó para no volver.

Relatos de mujeresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora