Encuentro fortuito

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Una chica con una camiseta de la Universidad de Nueva York y el pelo teñido de rojo le entregó un arrugado montón de peticiones de libros.
—¿Qué hago? ¿Espero aquí?
La chica se inclinó sobre el mostrador.
—Puedes esperar en una de las mesas hasta que salga tu número en el tablón. Entonces podrás recoger tus libros — le explicó ella.
Ya se había acostumbrado al predecible ritmo del mostrador de préstamos: las primeras horas de la mañana eran tranquilas, el pico de actividad llegaba por la tarde y las últimas horas tenían un ritmo más lento, cuando la gente se iba marchando para cenar; algunos regresarían, otros no.

________ sabía que era afortunada por pasar los días en el que podría calificarse como el lugar más hermoso de la ciudad. Y aunque su trabajo no suponía un gran desafío intelectual, le aportaba cierta satisfacción entregar los libros a los usuarios de la biblioteca, que aguardaban con impaciencia. Mientras observaba las filas y filas de gente inclinadas sobre libros y portátiles, se preguntaba en qué estaría trabajando cada uno de ellos. ¿La próxima gran novela americana se escribiría en aquella sala? ¿Se inventaría algo? ¿Se redescubriría la historia?
Pero, a veces, cuando había una tregua, se sentía inquieta.

—¿Por qué no les algo? —le dijo Piero, un estudiante italiano de la Universidad de Nueva York delgado y fibroso, era más alto que yo con 1.70, castaño y con lentes, un poco torpe pero dulce como una mascota, que trabajaba a tiempo parcial llevando los libros de las diversas salas al mostrador de préstamos.
—¿Nos permiten leer aquí? —preguntó ______.
—A mí nadie me ha dicho nunca nada —respondió él —. Y tú y yo sabemos que Carlotta no pierde ninguna oportunidad de tirarse al cuello de cualquiera de nosotros. Así que yo diría que no hay problema.

_______ pensó que quizá Piero y ella pudiesen ser amigos, aunque nunca había tenido ningún amigo varón. Su madre siempre le advertía de que los chicos no podían ser verdaderos amigos de una chica, porque sólo querían una cosa.

Pero Piero parecía sinceramente amable. Aunque ___________ sentía que, de algún modo, lo había decepcionado cuando él le dijo que le gustaba su corte de pelo, tan a lo Bettie Page,
y ella le había preguntado quién era Bettie Page.

Piero la había mirado divertido, como si no estuviera seguro de si hablaba en serio o en broma.

—Ya sabes... la legendaria pin-up. Una de pelo negro y flequillo corto.

Ella había asentido, aunque no tenía ni idea de sobre quién le estaba hablando. La gente le decía a veces que se parecía a tal chica de algún programa... o a Zooey Deschanel.
Había visto a esa actriz en una telecomedia y, a pesar de que podía haber cierta similitud en el tono de piel, el corte de pelo e incluso los rasgos faciales, en su opinión, la estrafalaria efervescencia de Zooey Deschanel hacía que cualquier comparación con ella resultara absurda. Ahora tendría que buscar en Google a esa tal Bettie Page.

—¿Habrá abierto ya el puesto de comida? —preguntó Piero.

Desde sus primeros días de trabajo, hacía unas cuantas semanas, los dos habían cogido la costumbre de salir juntos a comprarse una hamburguesa o un perrito caliente en el puesto de comida rápida de la esquina de la calle Cuarenta y uno. Pero ese día ________ había pensado proponerle a Margaret que comiesen juntas.

Subió la escalera sur hasta el cuarto piso, que albergaba las primeras ediciones, los manuscritos y las cartas y también la Sala de Juntas. Después de pasar ante otra sala cerrada, encontró a Margaret anotando una pila de libros en un registro.

—¿Haces todo esto a mano?
—Sí. Tenemos a alguien en prácticas que lo introduce en el ordenador. Yo no puedo perder el tiempo con esas máquinas.
—Venía a ver si te apetece que comamos juntas. He traído comida y podríamos sentarnos fuera...
Margaret ya estaba negando con la cabeza.
—Los martes no almuerzo —respondió. ________ no estaba segura de qué decir. Margaret añadió—: Cuando te haces mayor, necesitas comer y dormir menos. Ya lo verás.
—Oh, vale. Bueno, hasta luego entonces. Ah, por cierto, ¿qué hay en la Sala 402?
—La colección Boschetto. Se necesita un permiso especial para visitarla. En ella hay primeras ediciones de Virginia Woolf y Charles Dickens.
—Solía recorrer toda la biblioteca una vez al año cuando era niña, pero no la recuerdo.
—La construyeron hace unos cinco años. La familia Boschetto donó veinte millones de dólares. Fue cuando reformaron toda la Sala Principal de Lectura. ¿Recuerdas que permaneció cerrada más de un año?

_______ asintió.

—Antes la Sala Boschetto estaba abierta. Yo pasé algún tiempo en ella, pero no he vuelto ahí desde que hay que pedir permiso.
—¿A quién hay que pedirle permiso?

Margaret se encogió de hombros.

_______ no era una persona que ignorara la autoridad, pero no entendía que se pretendiera mantener las obras ocultas al personal. Era lógico que el público en general no pudiera entrar en esa sala a su antojo, pero sin duda no pasaría nada si ella echaba un vistazo.

Las oscuras puertas de bronce de la estancia tenían talladas las palabras «Sala Ignazio Boschetto» en letras doradas en el dintel de mármol. _________ se acercó con cautela y pensó que, si las puertas estaban cerradas con llave, el dilema de si debía o no echar un vistazo quedaría resuelto. Apoyó la mano en el picaporte dorado y, tras sólo unos segundos de vacilación, empujó hacia abajo. La puerta no estaba cerrada con llave y se abrió.

Lo primero en lo que se fijó fue en que la sala tenía un estilo mucho más simple que las otras estancias de la biblioteca. Era de estilo clásico inglés y las paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo, guardados en estanterías de madera y cristal. En el centro, había una larga mesa de madera oscura, casi como una mesa de comedor, rodeada por butacas antiguas tapizadas en cuero rojo.

En ese momento se dio cuenta de que no estaba sola. Desde un rincón de la sala, un espacio oculto a la vista desde la entrada, le llegaba un extraño sonido, casi un gemido. Cuando ________
Avanzó, vio a una mujer desnuda inclinada sobre un banco de mármol, estaba apoyada en los brazos, con la cabeza gacha y su larga melena casi arrastrando por el suelo. Detrás de ella, un hombre, también desnudo, la agarraba por las caderas y la embestía con una ferocidad tal que ________ llegó a preguntarse si lo que estaba viendo era una mujer sumida en el placer o en el dolor.

Una parte de sí misma, la parte práctica y racional, sabía que debería darse la vuelta e irse de allí a toda prisa, pero otra parte, una que no terminaba de comprender, estaba fascinada.

Con el corazón desbocado, se dio cuenta rápidamente de que lo que estaba viendo, definitivamente, era una escena de placer. El ritmo constante de los dos cuerpos moviéndose juntos, los descontrolados gemidos de la mujer y el brillo del sudor, que ________ pudo distinguir incluso desde aquella distancia, en sus largos brazos, reflejaban puro éxtasis. Sabía que no debía estar allí y, como si se castigara a sí misma por la infracción, su cuerpo la traicionó con un ardiente destello de excitación entre las piernas.

Avergonzada, intentó apartar la vista, pero en vez de eso acabó fijándola en la cara del hombre y, para su asombro, se dio cuenta de que lo conocía. Aquel rebelde pelo oscuro, los ojos cafés oscuros, las facciones bien definidas...: era el que había atrapado la tapa de su termo en la escalera su primer día de trabajo. Y por su sonrisa cuando sus ojos se encontraron, pareció que él también la había reconocido. 


Gracias por leer, besos.

La Bibliotecaria (con Ignazio Boschetto)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora