Mi padre me visita por primera vez

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Percy Jackson no tenía un padre, no uno que recordara, y su madre hacía muchos años se había disuelto de su memoria, después de no haberla visto desde que tenía cuatro.

Era apenas más que un bebé en ese entonces, inocente y torpe, y por eso jamás pensó que su padrastro podría deshacerse de él mientras su mami estaba trabajando arduamente para mantener a ese horrible borracho.

Había sido dejado en la calle, después de ser engañado con un supuesto viaje al supermercado, y un grupo de hombres lo había tomado antes de que pudiera buscar un oficial de policía.

La suerte de Percy no mejoró a partir de entonces. Las únicas memorias que prevalecían ahora eran las de dolor y tormento, hasta que su espíritu se quebró y se rindió a pensar que nunca en su vida podría salir de su tortura. Tenía sólo doce años y estaba listo para rendirse contra el mundo. Tendido en el suelo, después de una paliza monumental, sin poder moverse, pudo respirar por fin después de los dos días que le había tocado estar en la caja de castigo. Al menos en su improvisada celda tenía libertad suficiente como para tenderse en el suelo y relajar los músculos. No había comido absolutamente nada en semanas. Sus captores se limitaban a dejarle agua, y así se había mantenido. Estaba más delgado que nunca, los huesos marcándose en su de por sí escuálido cuerpo, que nunca se había desarrollado bien por la malnutrición.

Tiempo atrás se había rendido a buscar un porqué de lo que le hacían. La gente era repulsiva y cruel. Disfrutaban hacer daño a otros, romperlos hasta el punto en que ya no eran más que la sombra de lo que una vez fueron. En parte, prefería su estancia en El Matadero. Era mejor que ser comprado por un (o una) multimillonario pedófilo abusador de niños. Tal vez si tenía un poco de suerte todavía— en ocho años nadie lo había encontrado interesante.

Muchos de los que había visto llegar ya se habían ido, comprados o sacrificados como ganado cuando ya no servían. Si él seguía respirando era porque les gustaba usarlo como saco de boxeo. Aunque Percy quería rendirse, siempre contestaba, siempre decía no a las órdenes, luchando incansablemente, para diversión de todos en ese sitio.

El guardia de turno pasó sin voltear por su celda y supo que tampoco esa noche le tocaba cena.

Las luces se apagaron poco después, pero no sentía los brazos y por lo tanto no podía ir a su 'cama': una manta vieja sobre el suelo y una piedra hacía de almohada. No era tan mala como sonaba, su piedra era muy cómoda.

Se quedó observando el techo lleno de humedad, sin poder cerrar los ojos sin importar cuán cansado se sentía, y fue en esa terrible falta de sueño y descanso que oyó el correr del agua.

No había tuberías cerca de su celda, por lo que le extrañó oír el suave ruido, acercándose cada vez más por el pasillo. ¿Quizá una fuga en los baños? Esforzándose lo más posible, logró rodar hasta estar boca abajo en el suelo y alzó la cabeza. El agua goteaba desde el techo, deslizándose por la pared, y en el suelo, formando ríos diminutos en el cemento.

Y luego apareció. Un hombre que no había visto antes y estaba seguro, no pertenecía ahí. Tenía el cabello oscuro y los ojos verdes muy hermosos, además de ropa elegante y de buena calidad. Llevaba en la mano una especie de tenedor, la verdad no sabía que era. Cuando los ojos del desconocido lo encontraron, su expresión pareció aliviarse.

-Perseo-dijo en un suspiro.

-Mi nombre es Percy-corrigió automáticamente.

El extraño esbozó una sonrisa, aunque esta estaba rota y triste.

-Percy-repitió- no me conoces en persona, pero... podríamos decir que soy tu padre.

El chico de doce años quiso reírse, pero no podía por la presión en su cuerpo. Él no tenía mamá ni papá, estaba sólo en ese mundo, y aún si fuese cierto...

Percy Jackson y el regalo de PoseidónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora