Los Linces del Soho 7

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La última vez que Rudy había visto a alguien así fue a Félix, tan abatido que hasta parecía que su piel se volviera gris, camuflándose con el cielo de Londres, que también parecía hecho un mar de lágrimas. Alicia lloraba con la misma intensidad, imparable, sin quedarle muchas fuerzas para seguir respirando. Rudy se estaba fijando en que, bajo la mata de pelo de la que se había desprendido, cerca de sus orejas, había una macha de nacimiento en forma de luna, una incompleta, pero que solo se veían las noches en que el cielo estaba completamente despejado. Pero el cielo alrededor de esa luna, que no era más que el cuello delgado y huesudo de Alicia Blair, no estaba despejado, sino que estaba lleno de nubes; en otras palabras, de suciedad.

Temblaba y se agitaba con la cabeza mirando al suelo, casi intentando esconder su patetismo. Y Rudy estaba ahí, arrodillado frente a ella, tocando su espalda. Aunque no fuera a calmarla, al menos quería hacerle notar su compañía. Félix también se encontraba ahí, observando atentamente la situación, como si nunca hubiera a una persona llorar en toda su vida. Sabía que la última vez que lo hizo, fue porque vio su reflejo en un cristal.

Charly no estaba presente, probablemente estuviera ejerciendo su labor de truhan. Pero Alicia no quería ver a ninguno de sus compañeros, ni siquiera quería estar cerca de ella misma, aunque eso era imposible. A demás, llegaba un punto que ni entendía porque estaba llorando exactamente, tal vez de años de aguantarse las ganas, por añoranza a su amiga Ingrid, por el miedo de ser encerrada en prisión por ladrona. ¿Pero por qué en ese momento?

El muchacho se giró cuando escuchó a Félix caminar. Había curiosidad en su mirada, y compasión. Apenas se conocían, pero el sentimiento que acompañaba su llanto era contagioso.

—¿Qué le ha pasado? —le preguntó.

—Sé lo mismo que tú, Félix.

Hizo un mohín y se giró, abriendo uno de los baúles del lugar en el que se ocultaban de la "justicia". De ahí sacó una mandarina, cuyo color parecía regalar un poco de vida y de aroma a la oscuridad que trasmitía Alicia, que se había quedado mirando el suelo mientras su respiración se mitigaba y su lloro se silenciaba, hasta solo quedar una niña vacía de vida mirando al suelo. Así que Félix se acercó con cautela, con el interior de sus mejillas entre los dientes, y cuando llegó frente a Alicia alargó la mano para ofrecerle la fruta.

Ni una palabra cruzó entre ellos, pero acabó cogiendo la mandarina y sonriendo con suficiencia, sabiendo que el gesto en sí le había servido mucho más que cualquier alimento que le hubiera podido ofrecer. Condenado Félix, que con su inocencia era capaz de sacarle una sonrisa a todo el mundo por muy difícil que se lo pusieran.

—Alicia... —susurró el mayor con cuidado—, ¿por qué no me relatas lo que ha ocurrido?

La aludida alzó la cabeza y miró, a través de esos ojitos pardos enrojecidos que podían romper el corazón de cualquiera que los mirara, a la persona que tanto le había dado en tan poco tiempo. La culpabilidad se le cayó encima como un diluvio en pleno enero al darse cuenta de que ninguno de esos chicos merecía soportar los fantasmas del pasado de Alicia.

—Sois tan amables conmigo... Y yo solo os traigo contratiempos.

—Eso no es cierto —masculló Félix a lo lejos.

Comenzó a mirarse la pieza de fruta, esa piel de un color naranja tan vivo no pegaba nada con los grises y marrones que se veían en el barrio. Se preguntaba como sabría, y si se parecería a ese aroma fresco que le llegaba a las fosas nasales.

—Cuéntame que te ha ocurrido.

—No lo sé —Exasperada, apretó los labios para que su llanto no avanzara. No quería volver a perder el control—. Ha sido extraño: he visto la fábrica, el lugar donde estuve con Ingrid la última vez. El lugar donde se sentó, porque apenas podía aguantarse en pie.

—La echas de menos.

—La añoro a ella, pero no a mi vida cuando ella estaba conmigo —se sinceró—. Ella no saboreó la libertad ni un solo minuto de su vida... Y la mía ha llegado con su muerte.

El dolor que percibía en su pecho se había intensificado más al pronunciar en voz alta semejantes palabras, como si casi la estuviera inculpando. Si no hubiera sido por ella, ¿habría huido antes de la fábrica del señor Berrycloth? ¿Se hubiera acercado antes a Axel?

—Te estas castigando a ti misma, Alicia —Se acercó Rudy, seguro de sus palabras—. Hiciste tanto por ella que incluso sacrificaste tu libertad.

—Ahora vívela por las dos —concluyó el más pequeño.

Imaginar todo lo que podía entender y saber Félix pese a su corta edad era simplemente desconcertante. El silencio se había extendido en el lugar como si fuera una iglesia y se hubiera emitido algo sagrado, algo incuestionable. Llevaban razón de principio a fin, y ella debía aprender a pensar de esta manera por ella misma.

—Rudy...

—¿Sí?

—¿Tu eres mi amigo? —Rudy sabía lo que quería escuchar, sin embargo a él siempre le había costado mucho confiar en alguien lo suficiente para considerarlo un amigo, siendo los otros dos Linces sus únicos amigos. Ni siquiera tenía a Axel en plena confianza. Pero tal vez era el momento de acoger en su interior a más gente, y era imposible negarse ante esa niña de mejillas rojas y manos huesudas.

—Claro que soy tu amigo —Se sintió tan raro diciendo esas cinco sencillas palabras, que no pudo evitar tartamudear.

—A ti no te voy a dejar morir. Jamás.

Ese murmuro dulce y agudo hizo que se le pusieran los pelos de punta, y que notase una sensación extraña y sorprendentemente bonita subir por su columna vertebral, hasta hacerlo tragar saliva. Volvió a centrarse cuando Alicia le ofreció un gajo de fruta.

No hubo mucho más tiempo para dedicárselo a la melancolía, pues por la tarde salieron a por su siguiente misión: carteras, iban a robar carteras. Y como era de esperar, Alicia estaba muerta del miedo. Una cosa es robar relojes de una tienda, y otra cosa muy diferente era meter la mano directamente en las gabardinas de los señores altos, fuertes y robustos que se iban de vuelta a sus lujosos hogares en Mayfair. Así que al toque de las cinco de la tarde, Rudy, Félix, el recién llegado Charly y Alicia se encontraban en una de las calles asfaltadas más transitadas por la clase alta trajeada. Los cuatro aprovechaban los golpes con esa gente por desamparo para meter rápidamente la mano en los bolsillos y, haciéndose ver que se tropezaban con las piedras del suelo, como si estuvieran mareados o perdidos, sacaban la cartera de ellos para cubrirla con todo su cuerpo, poniéndose las manos en el pecho como si se hubieran asustado, pero lo que en verdad guardaban eran carteras de piel, con el interior a rebosar de billetes y monedas.

Al llegar a Whitechapel contaron 10 relojes de bolsillo, 12 carteras y 17 pañuelos de tela. Alicia se había colocado al nivel de sus compañeros, y se había sentido mucho más segura, volviendo con energía y entre risas. Y durante los próximos días, el título de Lince del Soho que hasta ahora la acomplejaba le comenzó a hacer sentir orgullosa. 

Alicia BlairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora