Los Linces del Soho 3

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Se había quedado un buen rato pensando en su porvenir. Esperaba que no le dijeran de robar, pues no era capaz de arrebatar lo que con sudor y lágrimas otras personas habían conseguido. Tenía la conciencia limpia, y así quería mantenerla. No era ninguna ladrona, era una obrera que había estado lo que recordaba de sus once años haciendo los mismos y repetitivos movimientos sobre un telar para ganarse un bocado y un colchón.

También se preguntaba sobre mañana, ¿volvería a la fábrica, debía hacerlo? Era su deber, pero no estaba segura de hacerle mucho caso. Su conciencia tampoco se veía muy afectaba imaginándose no pisar ese espantoso lugar nunca más y perjudicar al señor Berrycloth al perder en un mismo día a dos jornaleras. El problema es que una de ellas, Alicia Blair, sí que seguía viva, y si la encontraban seguramente sería cruelmente castigada. Pero, ¿la buscarían? Primero de todo, alguien debería chivarle a uno de esos guardias que faltaba alguien en un puesto, pero nadie decía ni una palabra allí, así que debían de ser los mismos agentes quienes se percataran de la ausencia de una obrera en el puesto 128. Si lo hacían, estos se lo dirían al patrón, que se pondría hecho una furia. A Alicia se le ponían los pelos de punta solo de pensarlo. Pero seguía dudando si irían o no en su busca, pues no creía que valiera tanto la pena, y en eso confiaba, porque si lo hacían y averiguaban donde estaba, ya podía darse por enterrada.

Más avanzada la noche y cuando era imposible sacarse el frío de la piel, los cuatro se sentaron frente a la pequeña hoguera con un plato de caldo con patatas y algo de pan tostado (quemado, más bien). No esperaba que Charly se levantara y volviera segundos después con una vieja botella verde y cubierta de polvo. Alicia Blair no había bebido vino jamás, pero sí que se lo había visto servido a los que mandaban en el hospicio.

—Alicia, mañana tu vendrás conmigo —le llamó la atención el chico cuyo nombre aun no sabía, mientras le pasaban la botella, después de haber concluido su conversación con los otros y volver la vista hacia ella—. Te enseñaré lo que hacemos aquí, y más importante, cómo.

La aludida tragó saliva antes de hablar. No se consideraba cobarde, pero mucho menos una delincuente.

—¿Vamos a —hablaba muy bajito, como si fuera un secreto, y con miedo a aprender un oficio tan denigrante y peligroso— robar?

El muchacho sonrió, y las heridas de los labios se hicieron más evidentes. La verdad era que, después de todo lo que él había vivido, le enternecía que alguien le tuviera tanto pudor a ese estilo de vida. Le había pasado lo mismo con Axel, hasta que llegó a molestarle su ignorancia y su falta de empeño, por eso había decidido simplemente mandarle que trajera telas. Pero no solo no quería más telas, sino que estaba seguro de que si la niña había huido de la fábrica no era para volver por la mañana como si nada hubiese pasado.

—Exactamente —el ladrón sonrió ampliamente, burlón—. Han abierto una relojería en la calle St James hace unos dos meses, cerca de Green Park. No es un gran local, pero tienen buenas piezas.

—¿Qué? —hizo Alicia, pero su intervención no le hizo parar.

—No pasamos inadvertidos en absoluto entre esa gente: bigotes tiesos, tacones de piel, relojes de oro —Alicia escuchaba con atención, con la boca medio abierta y el ceño fruncido—, pero a las tres de la tarde está lleno, y les repelemos, no quieren que nuestro orín roce sus carísimas gabardinas, ¿entiendes?

Entenderlo lo entendía: si huían por ahí después de actuar, esas gentes se apartarían lo suficiente de su lado como para dejarles espacio para correr, pero entorpecerían a quienes les persiguiesen intentando pillarlos. Pero por mucho que lo comprendiera, ella no podía hacer semejante acto, porque ella era de los buenos, y porque le daba terror no estar a la altura, y aún más estar en prisión.

—Pero —Si ya empezaba con los peros no le iría muy bien—, yo a esa hora estoy trabajando.

—Ah, ¿qué vas a volver? —le preguntó. Alicia se quedó sin palabras y le miró con perplejidad, aunque ella tampoco lo tenía tan claro.

—No quiero volver, pero si me encuentran... no quiero pensar en lo que me harían —respondió, echándose hacia adelante.

—No te van a encontrar, nosotros nos movemos por Mayfair, Westminster... barrios de ricos, ¿sabes? No nos quedamos en esta zona. A demás, cuentas con nosotros para protegerte y defenderte.

Como una familia, supuso Alicia. Luego pensó en que Mayfair estaba a aproximadamente una hora a pie desde donde se encontraban, pero no dijo nada al respecto.

Hubo un silencio en el que se entrelazó el iris verde y el gris de lo que en realidad eras dos niños sucios e inteligentes para su edad, y las pupilas profundas de la inocencia que aún conservaban.

—Sino... —empezó a mascullar el muchacho, pero Alicia lo interrumpió.

—De acuerdo —concluyó—. Pero tampoco podemos acercarnos al hospicio de Ingreste PlMyrdle St.

—Ni Myrdle ni la calle Mulberry St, trato hecho —No le costó mucho acceder, al fin y al cabo, no se movían por más de tres manzanas y cuatro lugares en particular dentro del barrio de Whitechapel.

Alicia Blair ni replicó ni protestó, pero en su mente había explosiones de contradicciones morales y prácticas. Pero, ¿qué iba a decir? Si ella era quien había acudido a ellos, sabiendo lo que esos muchachos eran.

El aparente líder del grupo le tendió la botella de vino a Alicia, y le explicó que ella dormiría con Félix, solo Félix, el más pequeño de todos. Estaba acostumbrada a dormir sin espacio y en un lugar húmedo y sucio, pero dormir en un colchón compartido dentro de unos establos era algo nuevo para ella. No estaba diciendo que fuera horrible. No era una vivienda, pero estaba bien cuidado y con la hoguera el calor no se escapaba. Tampoco había visto ninguna rata, y eso que en el hospicio correteaban arriba y abajo durante día y noche.

Los otros dos chicos se despidieron y se arrastraron al interior, cogiendo mantas y estirándose en esos viejos colchones.

Ya que tenía la botella, la olió y le dio un trago, mientras el último que quedaba movía la silla para mirarla de cara sin tener que alejarse de ella. Pensó que era lo más puro que había saboreado nunca, mientras lo notaba bajar por su esófago. Sus labios quedaron igual de rojos, y quiso lamerlos para quedarse con los últimos detalles del gusto de esa bebida rojiza.

—¿Estás cansada? —le preguntó, amablemente y alejando su atención del vino. Teniendo el fuego de lado, las llamas se le reflejaban en los ojos.

—Estoy asustada, y sola —respondió—, y sola.

—Ya no estás sola, y no lo estarás nunca más si lo haces bien. Y mañana no será nada, yo estaré contigo en todo momento —le prometió, y Alicia se sintió más protegida—. Si tienen que pillarnos a alguno de los dos no te preocupes, la justicia ya debe tener mi nombre apuntado en algún lado.

Alicia se incorporó en su asiento, y le devolvió la botella con una sonrisa de agradecimiento plasmada en la cara. La tomó, y sin darle un último sorbo, la tapó y la dejó en el suelo, a su lado. Alicia lo miraba mientras escuchaba las gotas de agua caer. Él era un muchacho sociable, le gustaba la gente, y se lo había demostrado a Alicia acogiéndola de esa manera tan cálida, prestándole ropa y prometiéndole su protección. Pero él mismo sabía que debía dejar de confiar tanto, pues ya se había puesto en peligro más de una y dos veces. Por eso seguía siendo un anónimo.

—¿Cómo terminaste aquí? —se aventuró a preguntarle Alicia, de lo que se arrepintió al instante.

—Deberíamos irnos a dormir nosotros también —eludiendo la pregunta se erigió y miró hacia el interior del lugar—. También será un día duro para nosotros. Que Félix te haga un sitio.

Con la palabra en la boca, Alicia esperó aun asombrada a que el muchacho se acostara, para ella guardar la botella de vino y acostarse. Félix, en cuanto notó la presencia de otra persona a su lado, se dio la vuelta y se enredó en su brazo. Tal vez era un ladrón, pero no por decisión propia, y lo que de verdad necesitaba era una familia, una madre que le arropara y le diera el beso en la frente antes de dormirse.

Y sin respuesta alguna, y considerando a esos muchachos como unos desconocidos de los que se iba a fiar, cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que esto no fuera el principio de su fin.

Alicia BlairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora