—¿Quieres comer algo más, Alicia?— Le preguntó el señor Hachard—. ¿Algo de postre, una pieza de fruta?
—Solo un poco más de agua, por favor— Le pidió, con las comisuras de los labios manchadas de huevo y con pedacitos de migas por la barbilla.
El buenhombre hizo un gesto con el brazo y una mujer de mediana edad vestida de gris y con un delantal y una cofia caqui se acercó con la jarra de vidrio para servirle un poco más de agua a la niña. Ella se lo agradeció ilusionada y se bebió el contenido de un trago.
Llevaba desde ayer por la tarde en la increíble mansión del dueño de la librería. Alicia había dejado al señor Hatchard boquiabierto gracias a sus habilidades creativas, explicándole una embriagadora historia sobre un explorador que había sido juzgado por su pueblo a causa de sus valores contra la inferioridad y la aculturación de los esclavos en el Nuevo Mundo. Acto seguido, el hombre sonrió, se puso frente a ella, se agachó y le acarició suavemente el hombro, subiendo por la barbilla, y secándole las lagrimas que habían dejado surcos en sus mejillas sucias. Poco después, y con una interminable canción por parte del estómago ansioso por recibir comida, llegó a la casa del señor Hatchard. Su casa era como él, tenía su personalidad y su clase social impregnada.
Si él debía medir más de un metro ochenta, aquella residencia debía de tener dos o tres pisos; si ese hombre comía lo suficientemente bien para que los botones del pantalón estuvieran escondidos bajo esa barrigota enfundada en una camisa, esa casa debía de ser igual de amplia que todo el bloque de pisos del lugar donde ella había estado viviendo; si aquel hombre vestía mocasines relucientes, corbata rallada y un bombín, aquella casa presentaba un jardín colorido perfectamente cuidado, terrazas llenas de enredaderas y un tejado increíble. Los ojos de aquél hombre eran igual de azules que la fuente de la entrada, su cabello y su barba frondosa igual de blancas como la pintura que disimulaba el color rojizo de las tochanas y la madera de su pipa igual de cuidada como el porche de entrada a la mansión.
Y por dentro aun era más espectacular.
A Alicia se le había olvidado que si no cerraba la boca acabaría cayendo enferma por el frío húmedo de Londres, por mucho que fuera verano. Pero eso no parecía Londres. Las calles eran muy amplias, llenas de jardineras y en vez de edificios teñidos por las cenizas de las fábricas, estaban llenas de color.
Nada más entrar, el señor Hatchard le ofreció algo para cenar, mientras la señora Yail, su empleada del hogar, de unos treinta años, la piel clara y el cabello negro recogido en esa cofia, se posaba a su lado para escuchar sus peticiones. Sus ojos también eran del color más oscuro que Alicia jamás había visto en su vida, haciéndola ver aun más pálida. Era alta y delgada, aunque con la piel caída y el cuello arrugado. Sus manos eran finas y seguras, y llevaba las uñas lo más arregladas que podía sin disponer de demasiadas herramientas. Al final, Alicia, sin entender que estaba pasando y sin querer abusar, se lo agradeció pero rechazó su oferta para cenar. Eso si, en cuanto se tumbó en la cama que el hombre le señaló, y que según él era la habitación de invitados, situada al doblar la esquina del primer pasillo, antes de llegar a una puerta doble preciosa, se quedó dormida al instante. Cosas de no haberse tumbado nunca en un colchón así.
Entonces, esa mañana siguiente en la que ambos se encontraban desayunando, la niña comió todo lo que pudo y más, aun con la ropa de ayer, mientras escuchaba al señor de la casa ofrecerle fruta y más comida.
—Verás, mi mujer murió hace dieciocho años, cuando intentamos tener a nuestro segundo hijo.
—Oh, ¿tiene hijos?— Le preguntó inocentemente mientras arrancaba la corteza de su rebanada de pan.
—No, hija, no— Bajó la cabeza, y aunque enseguida recuperó la compostura, Alicia supo que ese comentario no tendría que haberlo hecho—. Mi primer hijo murió al mes y medio, y el segundo murió con mi esposa, durante el parto. Salió mal, ya puedes notarlo.
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Alicia Blair
Historical Fiction(En revisión) Tras la muerte de su única amiga bajo sus ojos, Alicia Blair, otra obrera invisible de la Londres industrial, decidió que no iba a correr esa misma suerte, huyendo y finalmente instalándose junto a un conocido grupo de truhanes del Soh...