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Alicia Blair se levantó la mañana siguiente sintiéndose renovada: estaba en un lugar cálido y acogedor, con la claridad de la mañana lluviosa entrando por los ventanales con cortinas de terciopelo azul y vainilla. Ella se sentía ligera mientras escuchaba las gotas de la llovizna matutina contra el vidrio. Dejó de mirar la ventana para mirar el velo que caía arropando la cama. Sonrió y se incorporó.

Cuando tocó el suelo con los pies descalzos se sorprendió al tocar una moqueta tibia y suave, y movió los dedos para sentir las cosquillas.

Antes de salir rumbo a la planta baja cogió una bata rosa de un gancho y se abrigó con ella. Le arrastraba. Abrió la puerta y se asomó al pasillo. Estaba vacío y silencioso, y pensó cuan solo se debía sentir el señor Hatchard aquí. Bajó las escaleras y entró en el comedor cruzando una puerta doble que estaba abierta: Rusell se encontraba sentado en una de las puntas de la gran mesa, leyendo el periódico mientras removía la cucharilla en su taza de porcelana.

—Buenos días— Saludó ella, desde el umbral de la puerta. No sabía si entrar o no.

El señor Hatchard se sobresaltó y miró hacía la derecha, donde la niña se encontraba. Al verla, se dio cuenta que poco o nada tenía que ver con el niño asustado y algo sucio que entró en su librería: se la veía cómoda, un poco tímida pero más segura, erguida y bonita, con las mejillas levemente sonrosadas, los labios húmedos, las cejas alzadas y curiosas y las manos abrazando la bata.

—Buenos días— Le dijo sonriente—. Siéntate, ¿que quieres desayunar?

—No lo se— Dijo al instante, él rió por su inocencia y ella sonrió escondiéndose, algo avergonzada por no saber que responder—. ¿Que has desayunado tu?— Preguntó con inseguridad.

—¿Yo?— Se señaló, bajó su periódico y miró el plato vacío—. Yo he desayunado una tostada con huevos revueltos y unas galletas de mantequilla y canela que Yail ha preparado.

—Pues yo lo mismo— Dijo al instante, sonriente. A Rusell le gustó que lo usara de referente.

En ese momento, y por pura coincidencia, la señora Yail salió a recoger el plato del señor, topándose con Alicia a su lado, de pié al lado de una silla. Se miraron y se sonrieron, aquella mujer le agradaba a la niña, tenía los ojos puros y le dedicaba una sonrisa sincera. Antes de recoger los platos, la mujer le aparó la silla junto a la que ella estaba y le ofreció sentarse.

—Buenos días, señorita Blair. ¿Quiere desayunar?— Le preguntó amablemente.

—¿Cómo sabe mi apellido?

—Yo se lo dije, Alicia— Intervino el señor Hartchard. La niña abrió ligeramente la boca, demostrando que lo había entendido.

—¿Puedo tomar lo mismo que Rusell?— La miró desde abajo, sentada. Los enormes ojos pardos de Alicia y la boca semiabierta que presentaba al mirarla desde abajo conmovieron a Yail.

—Desde luego. Ahora mismo le traigo un plato.

—Puedo cogerlo yo, no hay problema.

Alicia iba a levantarse para ir a buscarse su desayuno, pero el señor Hatchard se lo impidió poniendo la mano elegantemente sobre el reposabrazos de la silla de la niña. Ella lo miró sabiendo que había hecho algo mal, y se quedó quieta, antes de volver a sentarse en su lugar.

—No te preocupes, Alicia, irá ella— Le dijo, y la mujer asintió y se fue a por el plato, entonces, Rusell comprendió que tendría que explicarle el comportamiento que Alicia tendría que seguir y que desconocía por completo. Siempre había estado en las zonas más bajas de la pirámide social y ahora se encontraba en un lugar alto y privilegiado del cual había aprendido que esas figuras eran insensatas y crueles con los de su clase más humilde.

Alicia BlairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora