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Tenía calor. Estaba agobiada. Tenía al señor Harding moviéndose sin parar dando ordenes a sus ayudantes. Le habían apretado un corsé mucho más rígido que de costumbre hasta el punto de no poder respirar, y luego le habían colocado un miriñaque, el cual Alicia detestaba usar. No le gustaban ni las faldas anchas ni esas estructuras metálicas que tanto pesaban y que le dificultaban aun más el caminar, y aunque había escapado de ellas en los días de diario, para el día de su boda sabía que no iba a poder escapar.

Por la mañana ya le había explicado a Rudy que no iba a ser la prueba de vestido que se hubiera imaginado de pequeña.

Cuando el modista le preguntó si se sentía bien, a ella casi se le escapa una risa. Pero no le dijo nada porque ese hombre le caía bien, y no iba a infravalorar su trabajo. Al fin y al cabo, había sido obra de su padre adoptivo y de los Berrycloth.

Fue cuando le estaban atando la falda de varias capas al armazón cuando Katherine y su hija Clarise entraron en la habitación acompañadas de la señora Yail. Ambas se miraron, y vio en los ojos de la criada lo bonita que veía a Alicia Blair vestida de blanco, aunque no pudieran intercambiar ninguna palabra con todas esas personas presentes. Pero anhelaba poder decirle que estaba preciosa, aunque fuera para alegrarle los oídos durante un instante. De todas formas, cuando la señora Yail se marchó de la habitación dejando a las dos mujeres Berrycloth con ella, Alicia se sintió aun más abrumada.

—¡Dios mío, Alicia, pareces una princesa! —exclamó la niña tapándose la boca con ambas manos.

Aunque su madre quiso tomarla del hombro para evitar que no dejara de comportarse como una dama ni un segundo, Clarise fue más rápida y se echó como pudo a los brazos de Alicia, agarrándola de la cintura. Ella no podía agacharse para recibir ese abrazo, pues el corsé le impedía moverse lo más mínimo, obligándola a permanecer tiesa.

Veía menos de lo que querría a Clarise, teniendo en cuenta que era la única de esa familia que no era una estirada, aunque el pequeño Braxton aun era demasiado pequeño como para poder decir nada sobre su personalidad, más allá de que era tímido. Pero la adolescente era, aunque algo aniñada y gritona, la única que le caía bien a Alicia, y es que podía catalogarla como la oveja negra de la familia. Pero de esa familia en particular, ser la oveja negra era lo mejor que podía pasarle a la muchacha. Era demasiado inquieta para ser de clase alta, indiscreta y chismosa, por no hablar de su risa incontrolable y sus colmillos torcidos. Y su madre debía estar molesta, porque antes de toparte con su carácter, veías a una niña rubia y de tez blanca, delgada y con hombros huesudos. Su físico era como el de una muñeca, pero por dentro era un terremoto.

—Es lo que va a ser el día de su boda, jovencita —precisó el señor Harding levantando su fino dedo indice y cerrando los ojos, haciéndola reír.

—Sus vestidos son los mejores, señor —dijo, separándose de Alicia. Su madre se acercó a ella con un semblante de posesividad la tomó del hombro, como si estuviera advirtiendo su amenazadora presencia.

—Me halaga, señorita Berrycloth —el modista sabía como tratar a las personas como nadie de su posición—. Y falta la parte de arriba.

Nada más decirlo, los ayudantes que hasta ahora habían estado amarrando y acomodando la falda a Alicia, cogieron la parte de arriba del traje y los guantes. La joven vestida de blanco, que ya se sabía el procedimiento, separó los brazos para facilitarle la faena a los dos trabajadores, que pasaron ambas mangas por sus brazos y encajaron la pieza en su espalda. Aunque era recargado, le alegró que fuera de manga corta no abultada, y que tuviera un amplio escote de pico, dejando su clavícula a la vista. Aun así, le molestaba la apertura del final, que daba paso a la ostentosa falda que se acomodaba en el suelo en la parte de delante y se arrastraba por el suelo en la parte de atrás.

Alicia BlairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora